Zona de mutación

Estado de sitio

el estado tan temido

Hay que abrir un nuevo campo de acción política para romper la sutil coacción, el sutil anonadamiento y las comodidades burocráticas ante nuestras inacciones. Permitir que se siga gobernando sin las condignas protestas de sector (en este caso cultural), implicará que una porción de la impunidad lo alcance a él mismo. El diálogo con el Estado presupone el reconocimiento a que la Ley es el imperativo violento de una sociedad que se defiende a sí misma (Foucault) y en no pocos casos, de sí misma. Es por esto que se incluye la necesidad de un pensamiento crítico y alerta. Es evidente que tenemos una crisis de paradigma. Adorno en sus señeros ensayos culturales decía que el arte era el proceso por el cual el individuo se libera exteriorizándose, y que el filisteo adora el arte por lo que se puede obtener de él. Nuestra a-criticidad de presuntos hacedores colabora a la crisis de imagen en el marco de una cultura que se legitima por su utilidad. De haber sido los nuestros países verdaderamente libres, no hubiesen sido influidos por el fin de la Guerra Fría que debilitó el fundamento legitimador de la creencia en la libertad artística (asimilable a mundo libre), y con ello el apoyo incondicional a las artes que hasta ese momento eran el indicador  de una diferencia con la URSS. Terminado ese borde, ese límite de la disuasión bélica, la cultura se funcionaliza y adecua a los principios finalistas de utilidad. Hay una cultura que se opone a dichos roles asignados y que es de carácter reconstructiva por bregar, por restaurar principios del pensamiento crítico, metodologías de emancipación y liberación que no pasan por meros abrazos icónicos a progresistas de catálogo como puede ser en Suramérica idolatrar a Chávez o a Evo Morales. Si se decide que el arte está más allá del interés y de los moldes lucrativos, se rompe con la moldura liberal-conservadora. La cultura en tanto lucha política es una forma de sustentar esta idea. La restauración presupuestaria compensatoria de las leyes de ajuste se imponen bajo la forma de políticas re-distributivas que llevan ínsitas un compromiso de justicia social. Teatristas sublimes que viven del aire no hay. Debemos derrocar la idea de ‘teatro independiente’[1] como un sector adscripto a una condición de la pobreza porque es la misma miserabilidad que luego el discurso del poder le otorga a nuestro teatro, o sea sujetos dignos de compasión manejables con subsidios equivalentes a los planes desmovilizantes que cunden. La situación de creativo a ultranza, es reconducida por el sistema a una situación de desocupados perpetuos, donde la exclusión ya no se verifica como cifra del problema social sino que se dictamina desde el prejuicio que justifica y habilita su rechazo. El sistema pretende que sólo sentir tal prejuicio, ya justifica la pertenencia al sector de los ‘vagos y mal entretenidos’[2] que suponen el teatro independiente. Es tan obvio como que los pobres son pobres porque no trabajan. Sino trabajan es porque son vagos Y si son vagos les nace vivir de la ligereza de delinquir. Y si hay delincuencia no hay seguridad. Y si no hay seguridad es porque hay gente que no trabaja. Y si no trabaja es porque es pobre vocacional y de alma. Y si es pobre seguro es delincuente. Final: la seguridad es una vacuna contra los vicios de la Nación. El TI es el teatro de lo que crea inseguridad porque es un teatro de pobres y subsidiados. Ya decía el poeta, “pensar es tarea de pobres”. Una minoría que para el poder participa de otros grupos portadores del virus de inmundicia adquirida de la diferencia o la otredad: homosexuales, mujeres, grupos étnicos originarios, jóvenes, etc. Es decir, el TI viene a ser parte de una tara moral, de una impotencia biológica que lo hace desaprensivo a los principios de la utilidad, de una incompetencia espiritual, de una discapacidad técnica, etc.

 

el rol del estado

El rol del Estado puede ser una fórmula que internaliza cierta pasividad porque se presupone que ese rol existe. Hasta que nos damos cuenta que no, así como nosotros desde el llano, tampoco lo tenemos en contrario. Tener un rol en ese caso sería activar una posición voluntaria y consciente. Si creemos que hay que hacerlo en ambos lados (Estado-Sociedad Civil) es porque hablamos de una democracia, que tampoco debe darse por tan obvia, claro. Creo que una cosa es la relación con el Estado dado y otra la que incorporan idealmente nuestros trabajos. En democracia hay que ir al Estado. Forzar posiciones. No quedarnos con que la puerta está cerrada y menos porque somos de otro partido o porque constituimos nuestro ser con otra preceptiva. Así, lo único que logramos es perder derecho al pataleo. La organización sectorial potencia presentaciones y petitorios. La interlocución en tiempos de crisis cae desde que las entidades representativas del sector artístico dejan de ser llenadas de militancia y participación. Si el sector interesado no es quien marca las necesidades no se llegará al diálogo que dé respuestas a las mismas. Se trata de no recibir sólo lo que propone el que gobierna. Hay muchas cosas que se hacen sin dinero y se hacen porque hay canales públicos que las viabilizan. Además, el sentido de golpear una puerta en democracia, a cara pelada y con nuestro rostro al aire, ayuda a que la gente se vea como público y no como masa. La idea de público-masa (ya de ‘pueblo’ en el post-neoliberalismo no se habla) la planteaba el sociólogo teatral Jean Duvignaud. Un ordenamiento ‘geocultural’ desde dentro hacia fuera y no esa especie de externalidad centralizada que le suponen siempre las usinas concéntricas al resto de las poblaciones de un país. Es cuestión de ver si lo que guía el espíritu creador de un pueblo, su ‘volkveist’ al decir de los románticos alemanes, ha dejado de ser regido por razones éticas e íntimas o sólo responde a potestades externas. En ese dilema creo que debe instalarse lo que mal o bien llamamos Teatro Independiente, a jugar en ese ‘entre’, delimitando un espacio dialéctico donde se dirime si ese espíritu creador de un pueblo es parte o no de una responsabilidad de Estado, fuera de los dirigismos del control social. En el neo-populismo actual, el electorado es masa cautiva disponible para explotaciones extraculturales (políticas o mercadotécnicas) porque Estado y Capital son concordantes. El pensamiento crítico en esa disposición histológica de lo social es un cabo suelto que el Poder combatirá debilitándolo. Ya lo sabemos. Ese cabo suelto es lo que en términos genéricos constituye la concepción antropológica de un ‘hombre social que crea’. No veo entonces que el TI (la Cultura Independiente) pueda ganar un espacio que no sea como oposición. Coleridge decía que había que fundar la civilización en la cultura porque para ser ciudadanos primero hay que ser personas. Sin oposición no hay cultura de creación sino de la obviedad, o crudos intereses políticos. La cultura es la chance de hilvanar las tribus, es la coincidencia en lo diverso, la comunidad que se logra ante el caos egótico. Para eso el Estado objetiva la subjetividad de todos, la viabiliza, la representa. La cultura de creación gestiona el sentido de la vida común, el que por su valor religante equivale, como cifra, a lo sagrado de otrora y es por eso que el Estado comete apostasía cuando lo olvida. La confusión está en que para ejercer esa oposición, el ‘hombre que crea’ piense que debe ser excluido o auto-excluirse de seguir reclamando su derecho no a ser apoyado, sino a disponer de los medios para tan magno trabajo. El Estado juega parte de su prestigio democrático a través de tales políticas. El que por coherencia ideológica y falsamente ética sustrae su asedio, cumple un rol reaccionario en tal democracia. El escepticismo por tal reclamo convierte al propio sector cultural en cómplice de fascistizar la democracia. Por eso pienso que los que se sustraen de exigir, son funcionales a lo que se marca como el ‘no-hacer’ del Estado. El ‘ultra’ empieza a jugar un terrorismo ideológico de izquierda que necesita de ese ‘no-hacer’ para legitimarse. De este lado de las cosas, hay que entender que el TI le disputa al neopopulismo una imagen, más, que es una de las plataformas-bastiones de la cultura donde esa imagen se construye. Y no es momento de ponerse iconoclastas, justo cuando debe dejarse testimonio de una diferencia que puede redundar en una intensificación de la democracia. Digo democracia en este caso en contraposición al riesgo de exterminio que suponen los asaltos al poder que de antemano se definen como dictatoriales. Trabajar con la realidad significa en este momento trabajar con la democracia. “El socialismo solo se puede construir sobre una base democrática” (Pasolini). Un falso progresismo sin bases en las condiciones de la realidad, optó siempre por dar el portazo y conceder que los gobiernos de la democracia formal administrasen la cultura con sus amigos. Es una coherencia pero con trasfondo a huída. Ya sabemos que detrás de muchos de esos portazos sobreactuados vienen consignas radicales que sabemos que nadie oirá y que sólo se destinan a un auto-equilibrio de la neurosis política de sí mismo. Por supuesto que también disculpar con sentido común a los funcionarios porque no tienen plata, es un error. Hay lugares donde si se suman diez sueldos de funcionarios políticos, hacen la suma presupuestaria para todo un año de gestión cultural. No podemos reclamar Plan Cultural y a la vez justificar que los fondos disponibles, sólo alcanzan para pagar los sueldos de los funcionarios de cultura.

 



[1] Uso  la fórmula ‘teatro independiente’ (TI) de manera tentativa, asumiendo que no es una categoría unificada en los distintos países de Hispanoamérica.

[2] Famoso calificativo que aparecía en cierta legislación clasista del siglo XIX en Argentina, por la que no sólo se prejuiciaba moralmente sino que se detenía de manera efectiva a personas, escamoteándose su verdadera condición de ‘desocupados’ e indigentes.

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