Críticas de espectáculos

Flor de pensamiento, pecado original

Dolor puntual, sentido primero al caer. Dolor moral, sinsentido en el foso de sierpes. Siete son las partes que componen el texto dramático Paraíso Perdido. Todas giran aladas en torno a la creación. Las palabras y las cosas son las piezas que una realidad necesita para ser entendida. Qué vemos, qué sentimos, qué escuchamos. La respuesta entraña las relaciones entre lo mismo (palabras-palabras; cosas-cosas) y lo diferente (palabras-cosas; cosas-palabras). El orden y el desorden son escenarios posibles en este juego de palabras. Por ellos, la vida se arriesga. El ángel cae por sus ideas. La guerra con el Padre está abierta y lo real perece. El teatro dirigido por Andrés Lima la retoma desde el comienzo, cuando era una herida. Crea, junto a Helena Tornero, un texto-Paraíso. En él, todo se manifiesta en la doble articulación de un hecho y del relato de este hecho.

En el lago ardiente nace y despierta esta obra. Lágrima pura. El dolor es el primer y último sentido. La figura-Padre está sentada a la derecha de la escena rocosa, profunda y escalada a partir del sintagma ‘paraíso perdido’. La voz en off prosigue el relato. Presenta a su ángel caído, Satán. Solloza derrengado por el suelo. Sobre el fondo, se proyecta una imagen de espiral marina. Su sentido centrípeto avisa del ahogo en su centro. Ni someterse, ni arrepentirse, ni humillarse. La metonimia entre las palabras y la imagen óptica se despliega ávida: ‘se debe salir de este mar de olas ardientes’. La figura angelical habla a un Nosotros y el sistema semiótico de luces de Valentín Álvarez hace saber que somos sus testigos. Cómplices, somos envueltos en el verso que clama: ‘hundirse en esas aguas etéreas no es posible’. No puede serlo. En la espiral se perfila una silueta-pulsión. Difunde. Reaparece y dice: soy un latido y sigo viva. La figura-Padre irrumpe y pide pausa.

La obra muestra a sus dos narradores, Satán y Dios: guerra abierta, guerra oculta. Cristina Plazas fulgura junto a Pere Arquillué. Atraen la atención con un ejercicio interpretativo complejo y excelso: recitar desbordado de significantes. Bajan las escaleras, fracturan el plano y se corrigen al contar y revivir una creación demacrada por la pena de su misma génesis. Las palabras representan todos los gestos, componen las imágenes ópticas y sonoras que no vemos. Ambos cruzan los planos metalépticos y las Virtudes del Cielo Etéreo seguimos reunidas, escuchando los encuadres donde los formantes están sometidos al imperio del signo verbal. Así, el silencio no es sentido por su ausencia, sino por su imagen sonora: es traicionado por los fonemas del signo ‘silencio’. La figura caída difunde al punto de fuga. El batir sus alas se semiotiza doblemente: en la pantalla se proyectan sus siluetas y en la horizontal dos velos negros que corren en diagonal son el formante de su acción ejecutada.

Las puertas del Infierno son las palabras que indican la siguiente secuencia. ‘Por el placer que otorgan las esperanzas sin fundamento’, aparecen Culpa (Laura Font) y Muerte (Elena Tarrats). Su canto de fonemas indefinidos se contornea por la escena. Se les pregunta y no responden. No hablan, sólo gimen. Son la mancha vestida de negra noche y de vientre desgarrado. Lirismo de un eco significante sobre un eco más grave. Las llaves son entregadas a la figura doliente y Dios observa. Desde la altura, donde el azul es anaranjado. ‘¿Ves mi silueta recortada en el Cielo?’—pide Satán. Un rectángulo desgarra el espacio superior y queda sostenido por fibras. Es una ventana hacia una visión espléndida del mundo. Blanco y nimbado, oscurece el fondo del escenario. Nada más importa. Solo existe esta imagen, donde dos cuerpos (signos de comienzo), peludos y primigenios, denotan lo humano en el seno del Paraíso.

Satán observa desde la escalera del escenario una acción de cópula naranja. Imagen visual y tan pura. No hay didascalia para ella. El Padre permanece inmóvil y sus hijos-morfemas se funden en la oración predicha. El rectángulo, que también aguarda, los acompaña con imágenes de bestias. La felicidad y la ignorancia del sintagma edénico es iluminado con nuevas luces. Verdosas, dialogan en su código con las imágenes ópticas de ranas. Jaume Manresa las envuelve con un espacio sonoro propio de una naturaleza humana corrompida desde su espíritu. Eva es Ella, la primera Mujer, y ha sido encarnada con sinceridad y contundencia por Lucía Juárez. La figura que sueña y escucha atenta una narrativa que no la representa. Adivina el sinsentido que sisea entre las palabras del Padre y del Hijo (Rubén de Eguía). De pie, se desliga de la imagen proyectada. Reclama su contorno y deja en el cuadro su sombra sobre el paisaje. Consigue una luz blanca y cenital propia. Desea la soledad placentera: autonomía del ver, del expresar y del ser escuchada. Con Satán, Ella es despojada de la piel del Otro. Desnuda y transida de dolor e impaciencia, clama: ‘Yo sí sé qué es una Guerra’.

La Mismidad se pierde en la diferencia entre dos bandos. ‘No somos iguales, pero sí libres’. Andrés Lima articula esta metonimia entre figuras y objetos. El rectángulo, que significaba libre en el Edén, ahora copia a la imagen del fondo. El contenido de desdobla. La serie discursiva Satán-Dios también: ‘no tengo cuerpo. Hago el valor mi cuerpo’. No son proposiciones iguales, pero sí libres por ser enunciadas en una elección personal. Las imágenes de guerra se suceden en serie: series de muertes, entrañas, niños, rostros sin ojos, gritos. ‘Un Cielo del Infierno, un Infierno del Cielo’. Silencio ante lo desangrado. Los árboles perecen ardiendo. La boca del ángel caído lo nombra: asilo del dolor y de la pena. Infierno es la úlcera de una carne quemada una y todas las veces. Sempiterna, era libre de obedecer en silencio. Fue un actor que rechazó la orden establecida y habló y actuó y no volvió a callar. ¡Ay, polisíndeton dramática!, eres la soledad fundamental que une a todas las conciencias a pesar de los siglos. Diégesis que se retuerce entre cascabeles y salta del texto escrito por un Padre a sus Hijos. El sentido del silencio, si es obediencia ciega, es rechazado hasta la negra noche.

En adelante, mi canto será más amargo’. Cae el hombre en la sexta parte: ‘¿Qué pecado hay en el saber? ¿Y tú? ¿Qué quieres tú?’ En la multiplicidad del cuadro, sobre el rectángulo desdoblado del fondo, la figura-Eva y Satán ocupan el centro. Dos focos laterales y cenitales a ellas se mantienen con las dos voces de Culpa y Muerte, que cantan y alteran el aire. Lo abultan en un coro que repite las palabras hasta que son devueltas por un eco colectivo. La manzana es mordida y el pecado, cometido. ‘La Tierra está herida’. Herida dos veces, mordida dos veces. La caída es retorno del rectángulo a su cielo. Fin del paraíso desdoblado: el brillo amarillo difunde hasta perderse en el azul. Malditas, torturadas, raptadas, ignoradas, miradas con lascivia, miradas con condescendencia, violadas por ir solas en la noche, humilladas por un juez que les dirá que estaban disfrutando. Malditas por un Patriarcado, reino del Padre. Por los siglos de los siglos, Amén. En parejas, se dan la mano las series Eva y Adan, y Muerte y Culpa, y abandonan el cuadro por el pasillo central del Gran Teatro.

En un muro de polvo y roca se sostienen unas verdades: que el Yo es el mismo que el Otro; que la mujer no nace dependiente del hombre, sino que es un ser libre e igual a él; que vivir en la ignorancia no proporciona libertad, sino que favorece la obediencia ciega; que la humanidad creó a Dios porque necesitaba una justificación y una diferencia en nombre de la que rebelarse distinto a la Otredad. Y Dios creó a Satán, siendo el pulso vivo que corta y monta las imágenes de poesía libre entre el Cielo y el Infierno.

‘Lo pequeño es grande. Lo grande es pequeño’. La Muerte y la Culpa, el hombre y el Dios, el Diablo y el Actor, son sinécdoques de lo Semejante y lo Diverso. El caos y la guerra devienen el castigo mortal al no haber entendido estos dos conceptos del Paraíso: la diferencia y la similitud. La mismidad edénica queda fracturada. No hay paz ni ovación para esta obra de palabras y cuerpos. ‘El Infierno es un teatro vacío de aplausos’. En el auditorio de serpientes, todo intento de diálogo es falsario porque entre las cosas y las palabras insiste una imagen escamosa. Grisáceas, son espirales entrelazadas hacia un punto de fuga que se ahorca en su nicho. La realidad es doliente y malvada. ¿Qué haber hecho? La carcajada responde: demasiado tarde para un final. El Demonio se retuerce en un dolor moral. Paraíso Perdido se encierra, siendo alegoría de una redención que se aleja de su promesa. Irisada, se ahoga al articular el discurso sin monemas, sin demonios, sin Otros. Sólo un Yo que está cayendo, maldito y decidido.

‘Tu designio me obliga |a encontrar el camino innominado; | tu desvelo me liga | a dolor y fatiga | del que va con el grito desgarrado”.—Poema de Claudia Lars.

Andrea Simone

FICHA ARTÍSTICA:
•Adaptación teatral: Helena Tornero (texto basado en Paraíso Perdido de John Milton)
•Dramaturgia: Helena Tornero y Andrés Lima
•Dirección: Andrés Lima
•Reparto: Pere Arquillué (Dios), Cristina Plazas (Satanás), Lucía Juárez (Eva), Rubén de Eguía (Adán), Elena Tarrats (Muerte) y Laura Font (Culpa)
•Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan
•Iluminación: Valentín Álvarez (AAI)
•Música original y espacio sonoro: Jaume Manresa
•Dirección de producción: Maite Pijuan
•Producción ejecutiva: Marina Vilardell
•Una coproducción del Teatre Romea, Grec 2022 Festival de Barcelona y Centro Dramático Nacional
Gran Teatro de Córdoba, el 17/02/2023.

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