El cofre de la memoria

Griselda Gambaro en escena (y III). Sobre el espacio.

Realizar una puesta en escena de la obra, cualquiera que sea, de Griselda Gambaro significa un desafío para cualquier director. Ya que debe sortear la serie de  contradicciones que los  propios  textos  expresan (acotaciones  escénicas, rígida escenografía y el discurso de los personajes). El director se convierte  por lo  tanto en  co-autor. La  teatralidad  que se desprende  de la escritura realiza, sin lugar a dudas, un rompimiento de la realidad, cambiando el  sinsentido de  la ficción, por un espejo de lo real que  pertenece al espectador. El  director en  este  sentido no puede escapar a los lineamientos impuestos por la dramaturga,  pero sí puede recrearlos  con nuevas  mascaras. El texto  transgresor de este modo  puede ser  transgredido  y  por lo  tanto  aparecerá una escritura  de  planos  paralelos  (dramaturga-  dirección).  El espacio  escénico, o «representante», también es transgredido al ser conectado con el espacio de los espectadores  desde una perspectiva  particular-  «Item perspectiva»,  es  una  palabra latina que significa «mirar a través» , en este caso  de el coautor-director buscará, como podremos apreciar  seguidamente, el espacio adecuado para encausar su estética.

Un espacio vacío vale ante todo por la ausencia de un contenido posible. Un espacio representado se define por la presencia y composición de los objetos-personajes y los objetos  escenográficos.  En  este  sentido el  espacio es  el núcleo de la representación.

Decir sí (1974) se estrenó el 28 de julio de 1981, inauguró el ciclo de Teatro Abierto en el  Teatro del Picadero, con dirección  de Jorge Petraglia y actuación de Leal Rey.  El Teatro del Picadero poseía un espacio modificable y de acuerdo a cada propuesta podían variarse las gradas  que se utilizaban de asientos. En la puesta de Decir sí, se prefirió utilizar la frontalidad, como espejo del espectador.

La acotación de Griselda Gambaro específicamente marcaba: «Interior de una peluquería. Una  ventana y una puerta de entrada. Un sillón giratorio de peluquero, una silla, una mesita con tijeras, peine, utensilios para afeitar. Un paño blanco, grande, y  nos trapos sucios. Dos tachos en el suelo, uno  grande y  uno chico, con tapas. Una escoba  y una  pala, espejo movible de  pie-  etc.»  

Jorge Petraglia respetó lo impuesto por la autora, pero trasgredió las reglas al crear un espacio sumamente reducido, que podía abarcar lo de afuera desde una  ventana (los  espectadores  eran  los que podían asomarse) y modificarse en el interior, creó una «indirection”, es decir un espacio  que no proyectaba  seguridad.

Cuando luego la pieza volvió a representarse en el Teatro Tabarís, la puesta volvió a  modificarse. El escenario era a la italiana y Jorge Petraglia generó en el espectador la sensación de que los personajes se encontraban dentro de  una tumba, en la  que existía un vacío temporal de la conciencia.

Jorge Petraglia, que también desempeñó el rol del Hombre, fue el que llevó todo el peso  verbal del personaje,  creando incomodidad  en el espectador  con una gestualidad sometida «al no  saber  que  hacer»  frente  a  los  silencios  cargados  de amenazas del  Peluquero (Leal Rey).  Lo corporal, como objeto, en esta puesta  fue otra constante de Petraglia para  enfrentar al actor  con el espacio  opresor, con  las posturas rígidas  o genuflexas de los personajes, y con sus roles intercambiables.

El  campo (1967) se  estrenó por primera vez el 11 de octubre de 1968, con dirección de Carlos Augusto Fernandes. Reestrenada  en agosto de 1984 en el Teatro Cervantes  con dirección  de  Alberto Ure.  En esta  reflexión se  consideró la puesta de Ure. 

La acotación  de  la  autora  dice: “Interior paredes blancas, deslumbrantes.  Hacia el costado  izquierdo de la escena,  como  únicos muebles, un escritorio,  un sillón, una silla.  Un  cesto  de  papeles-. Dos  puertas, una a derecha interior, y otra a izquierda exterior.  Se abre una ventana  a foro, etc. 

Alberto Ure yel escenógrafo y vestuarista,  Alberto Bellatti  plantearon un espacio gris, como un plano inclinado, en el que una mano gigante sostiene  un plano  del campo de concentración  clandestino «La  Perla»  (en referencia al que había existido  en la Pcia  de Córdoba),  con sus «duchas», su morgue y sus celdas. Los muebles eran  frías estructuras metálicas de oficina.  El  vestuario  que  utilizado, negros, blancos, grises y rojos, completaba el cuadro ascético pensado por el director. Del camisón pedido por la autora para Emma, nada quedó, en cambio ésta lució  un uniforme de camarera  muy propio de las mucamas de clase media alta.

Este espacio poseía una visión del mundo deformada por la degradación  y envilecimiento  en el  que amos y esclavos se mueven. El contexto institucional aparecía como un gigante demoledor, desgarrante y tortuoso. Inmerso en la corriente del realismo fascista y socialista (la  construcción de edificios como grandes monumentos de la época del nazismo y fascismo, incluyendo  la URSS y sus satélites comunistas)  contenía en su interior  hombres,  que  frente  a  esa  dimensión  se  sentían desprotegidos y vulnerables. Ure al crear este  espacio abierto a la inmensidad generó en los espectadores la  sensación de ser seres  minúsculos e indefensos.

Los intertextos utilizados por Ure eran máscaras conocidas en la gestualidad del nazismo, un  expresionismo estilizado fue el instrumento del director para marcar los  movimientos.

Puesta en claro (1974) estrenada en el Teatro Payró en julio de 1986 con dirección de Alberto  Ure.  El  programa aclaraba  que en la versión de Ure se había suprimido el personaje del Colega (final de la escena I).

La acotación dice: “Una  habitación desnuda, salvo un taburete y una cama de hospital en el centro. Una puerta con una sucia y gastada cortina floreada. Clara está sentada en la cama, apoyada contra el respaldo. Un abultado vendaje le cubre la parte superior de la cabeza, incluyendo los ojos».

Los  ensayos con público se realizaron en El  Galpón del Sur,  fábrica convertida en teatro, un  espacio totalmente despojado, con sólo dos o tres personas ocupando las butacas. Cuando se  estrenó en el Payró, e1 espacio de1 subsuelo implicaba un pasillo, tanto para  los actores como  para  el público. Era el rectángulo impuro de un  largo sótano, con entradas y salientes, sin butacas (los espectadores, no más de cien, debían estar  de  pie y  apoyados  en las  paredes,  sin escenario, ni spots), con espejos que reflejaban la aparente realidad que lasemioscuridad permitía hacer creer.

En ese espacio sofocante y opresor, los hombres se maltratan entre sí, desestiman a la mujer, pero también se enternecen, y donde nunca son claras las oscuras intenciones de los personajes.  Ese espacio de luces y sombras  de las relaciones humanas fue el que también vivió el público al no comprender determinadas situaciones que le quedaban ocultas. El espectador se vio sorprendido por un cierto número de paradojas, en las que los detalles que parecían muy  marcados, se esfuman cuando éste intenta observarlas en detalle.  El código expresivo de los  actores  mostraba asimismo  una transgresión visual, al reprimir,  negar o modificar el estado de ser otro. La cabeza tapada de la mujer, los ojos vendados de los espectadores en la semioscuridad, eran la máscara (el vendaje) que sintetizaba su estado de camaleón acomodaticio a diferentes espacios,  a veces  internos y  otras  externos. La estructura  vacía,  despojada,  y  laberíntica del espacio, manifestaba la deshumanización de  las relaciones humanas y el artificio de las mismas. La complejidad también de ese espacio condenaba, a  u vez,  a  los  espectadores a ser seres con restricciones de movimiento.

La violencia y la represión nuevamente vuelven a ser «leitmotiv» en un espacio fantasmagórico, como delirio recurrente de un pasado que siempre amenaza en regresar.

Ure es uno de los directores más interesantes, y que más ha  trabajado sobre la marginalidad y  destructuración de un teatro de convenciones, de resultados seguros, de aplauso fácil, sin  sorpresas entre  actor-espectador, entre emisor y receptor.  Aquí podría  aplicarse la visión  de Grotowski sobre «la  relación  actor-espectador de comunión perceptual directa, viva», de cruzar «las fronteras  entre el tú y el  yo» para […]  encontrar un lugar en  que la comunicación  resulte posible» (T.D-R, núm.- 17,p.133).

El espectáculo como conflicto fue la  metáfora básica de la cual partió el director  (y por cierto  lo creó, ya que  las críticas fueron  todas adversas), para  reflejar la  naturaleza experimental  de  representar la  trivialidad de la existencia. Ure explotó de ex-profeso el antagonismo de la participación forzosa de los  espectadores, al  disponerlos en la sala como pacientes esperando  turno y al  mismo  tiempo haciéndolos cómplices de la situación torturador-torturada en la cual el centro de la acción era la relación erótica y macabra de los protagonistas y la de ellos con la realidad.

Alberto Ure en todas sus puestas, y especialmente en ésta, descubrió al espectador un espacio  fragmentado, altamente ambiguo, cuyo aspecto central es el intertexto relacionado con el  cuestionamiento a la opresión  de la ndictadura, y el rechazo a los mitos nacionales de poder.

Las  cuatro  obras descriptas  pertenecen  a  cuatro tipos  de expresiones espectaculares.

En La Malasangre, Laura Yussen, recrea el espacio a la italiana en una caja de resonancia, en la cual el espectador, si bien no vivió en la época de aquellos mazorqueros, podía sentir que aquel pasado lejano no lo era  tanto si recordaba los últimos diez años de la terrible historia argentina. La idea fue mostrar el teatro dentro del teatro y se logró a través de actores cuya acción transcurría en primer plano y otros que accionaban desde el fondo, como si fueran títeres a la deriva.

Las puestas de Alberto Ure proponen en forma más radical romper, no con el mundo textual  de Griselda Gambaro sino con el espacio propuesto por ella, convertido en El campo, un monumento  faraónico capaz de sepultar  al  espectador tanto como a los personajes.

En Puesta en claro el espacio se convierte en ataúd, en el cual muertos-vivos pujan por escapar sin conseguirlo.

En ambos textos espectaculares los códigos van dirigidos a la alusión de los desaparecidos y a los instrumentos que se utilizaron  para  inmovilizar,  intimidar,  perseguir y desconectar a los  individuos de su propio entorno, de su espacio cotidiano. Hace tomar conciencia de las  necesidades de movimiento,  corporales y espaciales. Su criterio de deformación y falta de espacio se manifiesta en términos de restricciones de movimiento.

En Decir sí, Jorge Petraglia considera el  spacio como estático, como  una tumba  que acumula imagen sobre imagen, en la que el silencio ocupa el espacio del sonido, y en el que el espectador siente el vértigo de la muerte.

Los  objetos y los  personajes-objeto en el espacio  de Petraglia adquieren  un cierto «flou», como si  fueran una naturaleza muerta.  En realidad la naturaleza muerta es el tiempo, pues  todo lo que cambia está en el  tiempo, pero el tiempo no cambia, es circular,  y por lo  tanto la víctima se vuelve victimario y viceversa. Al manejar en las dos versiones un espacio fijo diferente inmerso, a su vez, en ese tiempo circular, los espacios interiores y exteriores se  confunden en un intento de amalgamar ficción y realidad. En este sentido el espacio  proyectado por Petraglia, y que reconvierte la mirada del otro (el público), tiene en un denominador común con  la mirada circular  de Artaud cuando  sostiene en  el Teatro y  su doble:  «toda  verdadera efigie tiene una sombra que es su doble». El  espacio por  lo tanto  se transforma en la imagen virtual de los protagonistas frente a un  espejo, el espectador su doble.

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