Críticas de espectáculos

Haye Radio/Milo Rau/Festival Aviñón

Milo Rau reconstruye el genocidio de Ruanda

 

Nacido en Berna en 1977, Milo Rau estudió lenguas y literaturas germánicas y romances así como sociología en Zúrich, Berlín y París, en donde atendió las clases de Pierre Bourdieu en la Sorbona. Durante sus estudios, colaboró como periodista en varios diarios, entre los que destaca el Neuer Zürcher Zeitung de Zúrich. Comenzó su carrera teatral como autor y director en teatros independientes, municipales y estatales del espacio lingüístico alemán como el Staatsschauspiel de Dresde, el teatro Máximo Gorki de Berlín o el Theaterhaus Gessnerallee de Zúrich.

Su primer montaje en obtener un reconocimiento general fue Los últimos días de los Ceausescu, una reconstrucción del proceso y ejecución del dictador rumano y de su esposa Elena que se presentó en el Odeon Teatrul de Bucarest y el Theater Hebbel am Hufer (HAU) de Berlín en 2009 y fue invitada al Festival de Aviñón de aquel mismo año. Esta puesta en escena constituyó asimismo una de las primeras actividades del Instituto Internacional del Crimen Político (International Institute of Political Murder, IIPM) que Milo Rau funda entre Zúrich y Berlín en 2007 para la producción y difusión de trabajos de investigación, presentaciones, películas y montajes teatrales que profundicen en la reconstrucción de dichos crímenes.

Su segundo intento dentro de esta línea de acción, City of Change, nace cargado de polémica en su propio país. El proyecto, cuyo estreno estaba previsto para 2010 en el teatro de St. Gallen, una localidad situada al noreste de Suiza, pretendía reconstruir el asesinato de un profesor a manos de un inmigrante albanés venido de Kosovo por haber abusado de su hija, un suceso que tuvo una enorme repercusión en la región. En plena campaña del gobierno cantonal para regular las relaciones entre inmigrantes y residentes, el anuncio de la función causó tanto revuelo (el propio Rau y su familia recibieron cientos de cartas de protesta y amenazas de muerte) que el montaje fue cancelado y sustituido en 2011 por una presentación en el depósito de locomotoras de la ciudad en la que se estudiaban los diversos medios existentes para amortiguar las fricciones raciales, seguida de un panel abierto al público sobre la recepción e integración de los inmigrantes que terminó pidiendo el derecho al voto para éstos.

A esta «acción» le sigue, también en 2011, Hate Radio, una pieza sobre el genocidio de Ruanda que es el objeto de estas líneas y de la que se hablará más abajo, y en 2012, La explicación de Breivik, que va a dar lugar a un nuevo escándalo en cuanto consistió en una lectura pública de la declaración que Anders Breivik, el asesino en serie de la isla noruega de Utoya, presentó en su defensa ante la corte, en una sesión a puerta cerrada, al final de su proceso en Oslo. La declaración fue leída por la actriz germanoturca Sascha Ö Soydan con una tranquilidad pasmosa, como si se tratara de un expediente administrativo y al tiempo que mascaba chicle a fin de distanciar en lo posible al público del propio Breivik como personaje mediático y hacerle ver, en cambio, la estructura conceptual del discurso racista, subrayando su pertenencia a esas doctrinas nacionalistas de la ultraderecha europea que hoy están tan en auge. La obra fue estrenada en 2012 en el Theaterdiscounter de Berlín como estaba previsto, pero el preestreno que estaba programado en el Teatro Nacional de Weimar fue cancelado casi sin previo aviso, obligando al director suizo a llevarlo precipitadamente a cabo en una sala de cine próxima al teatro.

En cuanto a la última aventura del IIPM dirigido por Milo Rau, ha tenido lugar en Moscú en marzo de este mismo año durante una reconstrucción de los procesos que el régimen de Putin lleva a cabo contra disidentes e intelectuales opositores, incluyendo entre ellos el de las «Pussy Riots». La función, titulada Los procesos de Moscú, que se representó durante tres días en un local anexo al centro Sakharov de la capital rusa y en la que tomaban parte personas relacionadas o implicadas en los mismos como Ekaterina Samutsevich, la única componente de las tres «Pussy Riots» detenidas que ha sido liberada hasta ahora, fue interrumpida por funcionarios del servicio de inmigración, una banda de fervientes y exaltados cosacos y un destacamento de policía que exigió al director suizo que les mostrara su visado y su permiso de trabajo. La cosa quedó en nada en cuanto dicha documentación estaba en orden pero, evidentemente, se trataba de un primer aviso. Cuando, el pasado septiembre, Milo Rau ha querido regresar a Rusia con objeto de recabar información suplementaria para la película que está rodando sobre dichos procesos, se ha encontrado con que el visado le ha sido denegado. Como se ve, la carrera teatral del director prosigue meteóricamente en paralelo con su primigenio activismo político, al tiempo que complementa éste con otras actividades cinematográficas, periodísticas y académicas.

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Cuando Milo Rau se interesa por el genocidio ocurrido en Ruanda en 1994, se encuentra con una espeluznante realidad que las potencias colonizadoras europeas, Bélgica y Francia en primer lugar, pretenden relegar al olvido: en apenas cien días, de comienzos de abril a mediados de julio de aquel año, 800.000 personas de etnia tutsi y también hutus de tendencia moderada, el 20% de la población del país, fueron bárbaramente masacradas en una operación de limpieza étnica perfectamente programada por el gobierno de la nación y sus fuerzas armadas. Dominados desde hacía siglos por la minoría tutsi, los hutus consiguieron arrebatarles el poder durante una sublevación que duró desde 1959 a 1962. A partir de 1990, los tutsis refugiados en los países circundantes formaron el Frente Patriótico de Ruanda (FPR) e invadieron el norte del país dando comienzo así a una guerra civil en la que el régimen hutu era apoyado por Francia y los países francófonos, y el FPR tutsi por la anglófona Uganda. Aunque, debido a la presión internacional, se había declarado un alto el fuego en 1993 y se había firmado un acuerdo de paz, el atentado aún hoy sin aclarar que, el 6 de abril de 1994, acabó con la vida del presidente ruandés Juvénal Habyarimana y la de su aliado, el presidente de Burundi, Ciprien Ntaryamira cuando el avión en el que estaban a punto de aterrizar en el aeropuerto de Kigali fue abatido por dos misiles, puso en marcha aquella misma noche el plan de aniquilación de la etnia tutsi que llevaron a la práctica sobre el terreno dos temibles milicias organizadas por los partidos políticos: los Interahamwe («los que combaten juntos») y los Impuzamugambi («los que tienen el mismo objetivo»). Sin embargo y mientras se producía esta hecatombe, el FPR seguía reforzando sus posiciones en el conjunto del país hasta el punto de que, a mediados de julio, se hacía con la capital y expulsaba a los hutus del poder.

De los horrores de aquella matanza llevada a cabo a golpe de machete, de las mutilaciones sistemáticas de las extremidades de las víctimas, de la castración de los varones, de las violaciones preceptivas de mujeres y niñas, de la intervención de la población de origen hutu, incluyendo médicos, maestros, religiosos y monjas, en la carnicería general, quedan cientos de miles de evidencias recogidas, primero, en los «tribunales de la verdad» organizados por el FPR tras la victoria y, más tarde y de manera más ordenada, en las actas de la Corte Penal Internacional para Ruanda. También quedarán en la memoria tanto la indiferencia de la ciudadanía de Occidente como la conducta criminal de sus gobiernos, interesados muchos ellos, como ya ocurrió en la guerra de los Balcanes, no en poner freno a la barbarie sino en defender sus intereses.

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Uno se imagina a Milo Rau y sus colaboradores del IIPM pensando en cómo llevar a la escena tal pesadilla. Entrar en los detalles anecdóticos o detenerse en la continua violación de los derechos humanos no haría más que confundir o sobrecoger al público. Había que encontrar una situación, un suceso que fuese capaz de contener por sí mismo todo el sinsentido del genocidio. Un evento que fuese representativo y representable y, como tal, siguiendo los principios fundacionales del Instituto, se pudiese «reconstruir». Y es entonces cuando surge la idea de acudir a una de las instituciones principales que sembraron el terror en el país, la Radio Télévision Libre des Mille Collines ((RTLM) que, junto a la nacional Radio Ruanda, desempeñó un papel esencial en la preparación, comienzo y desarrollo de aquella locura criminal. Inaugurada en julio de 1993 bajo los auspicios del gobierno, RTLM se presentaba como una emisora joven y sin complejos, con un buen sentido del humor y una parrilla concentrada en la información deportiva y la difusión de música «pop». Sólo que entre un corte y otro de estos discos, que electrizaban a la juventud ruandesa, se introducían continuas cuñas propagandísticas contra los tutsis, a quienes se tildaba de «cucarachas», de «fulanas» a sus mujeres y, una vez comenzado el genocidio, se incitaba a matar.

Rau viajó en 2011 a Kigali y pudo visitar los estudios, cerrados desde la victoria del FPR, revisar los guiones de los programas y escuchar las grabaciones existentes. También habló con muchos de los que habían sido sus oyentes e incluso visitó la cárcel en donde una de sus locutoras más populares, Valérie Bemereki, estaba condenada a prisión perpetua. Y con aquella documentación, debidamente procesada, reconstruyó el estudio de RTLM sobre la escena, lo pobló con sus otros dos presentadores, el ruandés Kantano Habimana y el belga Georges Ruggiu, el único blanco de la radio, colocó en un rincón a un vigilante de seguridad y a un «disc-jockey» en la cabina de control y terminó encerrándolo todo en una gran caja de cristal impermeable al sonido de modo que el espectador no oiga nada de lo que ocurre dentro si no es con la ayuda de unos auriculares que se le proporcionan al entrar en la sala. De manera que, durante las dos horas que dura el espectáculo y si cierra los ojos, el público se convierte en un oyente más de la emisora, como si estuviera en Kigali en aquel tiempo. La visión aquí es un complemento que sirve para dar cuerpo a las voces y ayudar en la «reconstrucción» de lo que debió de ser la retransmisión de aquellos programas, además de ser imprescindible para poder leer los sobretítulos, ya que tanto Habimana como Bemereki se expresaban con frecuencia en kinyarwanda, el dialecto oficial del país (la radio transmitía en francés). Pero lo que vemos en escena sirve también para resaltar la banalidad del genocidio: los locutores fuman, beben cerveza en grandes cantidades, se marcan unos pasos de baile y se relajan durante las pausas musicales creando así un ambiente en el estudio que, si no fuera por su venenosa propaganda, se podría clasificar como distendido y alegre. A veces les llama un oyente y le responden jovialmente en directo, como ese chaval que se pregunta qué debe de hacer con un vecino tutsi y Valérie le dice, en su lenguaje figurado, que «trabajarlo», es decir, acabar con él. Porque sus indicaciones racistas no se limitan a dictar doctrina en general sino que son, en ocasiones, bien precisas e indican dónde, cuándo y a quién hay que eliminar. Ni que decir tiene que todo el elenco – y en especial los tres locutores, Diogène Ntarindwa, Nancy Nkusi y Sébastien Foucault – colabora en crear en escena una vívida sensación de realidad, como si esa urna de cristal insonora se hubiese convertido en una máquina del tiempo que fuese capaz de transportarnos a lo que sucedió de verdad.

Realidad y verdad son los dos objetivos que busca, desesperadamente, un teatro político como el de Milo Rau. Si el drama se conforma con lo verosímil para llegar al corazón del público, un teatro que pretenda ilustrarle tiene que estar fundado en la verdad. Difícil aporía la que aquí se presenta en cuanto este concepto es relativo, resbaladizo como piel de serpiente y sujeto permanentemente a error. Por ello, los creadores, igual que los científicos, rehúyen el buscarla yendo directamente al núcleo y se contentan con acariciarla mientras dan vueltas a su alrededor. Como si, para comprender la materia, nos tuviésemos que limitar, como es el caso, a una interminable relación de los elementos que la componen: átomos, protones, electrones, «quarks», bosones… Esa idea absoluta que la mente no puede abarcar por sí sola tiene que ser sustituida por un conjunto descriptivo coherente, esto es, acorde con lo que llamamos «realidad». Y es en este tejemaneje donde se encuentra el teatro político con el documental en las muchas apariencias formales que éste tiene: teatro-documento, «verbatim», teatro-testimonio, ficción documentada, teatro-foro…

Así a primera vista, Hate Radio y demás creaciones del IIPC pertenecerían a esta categoría del arte teatral, si no fuera porque Milo Rau lo desmiente: «No creo que mi teatro sea un teatro documental. En efecto, he utilizado los documentos existentes, pero he condensado todos los materiales en una única emisión que, por lo tanto, no se corresponde con la realidad. Como para mis espectáculos precedentes, he escrito una historia, un «script», que ahora representamos en escena. Las palabras que dicen los actores han sido todas pronunciadas: no me he inventado nada. Salvo que los personajes que figuran en la obra no fueron necesariamente quienes las dijeron (…) Más que como documental, yo calificaría nuestro trabajo como naturalista». Y sin duda lo es desde el punto de vista puramente formal, una «tranche de vie» al estilo de Antoine, pero marcando una diferencia que me parece fundamental. Y es que, por debajo del estilo que percibimos tan natural como la vida misma, no están ni la necesidad ni el azar que suelen guiar nuestro destino, sino todo un «constructo» (el «script» del que nos habla el creador) montado a partir de fragmentos de realidad que, entretejidos y yuxtapuestos como él hace, intentan transmitir una visión del acontecimiento que podría rondar «la verdad». En realidad, todo el teatro documental, incluso el que se presenta como más objetivo, como pudiera ser el «verbatim», manipula y reordena sus documentos para que transmitan un «mensaje» que, aún expresándose discretamente, sea recibido por la audiencia. ¿Cuál sería su objeto político, si no? La efectividad de este «naturalismo» que constituye el núcleo de la obra de Rau se hace evidente si lo comparamos con el estilo «testimonial» utilizado en el prólogo y el epílogo de la función. Aquí, en cuatro paneles adyacentes, cuatro actores tomados en vídeo representan el papel de testigos presenciales de la matanza y nos relatan cómo afectó a sus vidas y lo traumática que les resultó. Rau explica esta aparición como necesaria para dotar al espectador de una información sobre el genocidio que no se da en la parte central del espectáculo. Pero su carácter autocompasivo, que apela a los sentimientos y a la piedad del público, nos retrotrae al drama, al teatro antiguo, y contrasta con la autenticidad del estudio de RTLM. Hate Radio se estrenó en diciembre de 2011 en el HAU de Berlín y se representó al año siguiente en Kigali. Todos sus intérpretes, salvo Foucault, son ruandeses, y uno de ellos, Diogène Ntarindwa, luchó en la filas del FPR.

David Ladra

Título: Hate Radio (La radio del odio) – Texto y puesta en escena: Milo Rau – Producción y dramaturgia: Jens Dietrich – Escenografía y vestuario: Anton Lukas – Vídeo: Marcel Bächtiger – Sonido: Jens Baudish – Intérpretes: Afazali Dewaele, Sébastien Foucault, Estelle Marion, Nancy Nkusi, Diogène Ntarindwa – Producción: International Institute of Political Murder (IIPM). Auditorium du Grand Avignon – Le Pontet, 21, 22, 23 y 24 de julio 2013

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