Críticas de espectáculos

Je suis Fassbinder/Falk Richter/Théâtre National de Strasbourg (TNS)

Europa a la luz de Fassbinder

El año 1978 se estrenó la película Alemania en Otoño (Deutschland im Herbst). El filme, una rara avis a medio camino entre la autobiografía, el documental y la metaficción, planteaba una respuesta artística desde el enfoque de los nuevos cineastas germanos al papel que había jugado el Estado de la República Federal Alemana en el conflicto del «otoño alemán».

La historia siempre tuvo tintes de película de espías: con el propósito de liberar a tres de sus líderes más carismáticos –Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan-Carl Raspe-, el grupo terrorista de la Fracción del Ejército Rojo (Rote Armee Fraktion) secuestró al jefe de los industriales alemanes, Hanns Martin Schleyer, un antiguo miembro del partido nazi y oficial de las SS, al que después asesinaron. El relato incluye también el secuestro en paralelo de un avión de la Lufthansa por parte de otro grupo terrorista a favor de la liberación de Palestina, la intervención de un comando especializado en Mogadiscio o el colapso del gobierno alemán durante varios días.

Lo que causó verdadera controversia en un gran sector de la sociedad civil alemana –en especial, entre los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial-, fue la muerte en prisión de los tres cabecillas, cuya liberación se exigía: pese a que la investigación posterior arrojó el resultado de que se habían suicidado, muchos acusaron en su día a un típico caso de terrorismo de estado.

Y esto fue, fundamentalmente, el detonante para que muchos artistas, intelectuales y pensadores de la época tomaran cartas en el asunto frente a un Estado que, desde hacía tiempo y en lucha contra el terrorismo, venía horadando libertades y derechos individuales en aras de la seguridad y, curiosamente, la democracia. Entre esos artistas y otros que integraron el grupo de directores de Alemania en otoño se encontraba el cineasta Rainer Werner Fassbinder, quien llevaba varios años preocupado por las derivas antidemocráticas que su propio gobierno estaba asumiendo en la lucha contra el terrorismo.

Recientemente, el 15 de marzo de este año se estrenó en el Teatro Nacional de Estrasburgo el último trabajo de Falk Richter, Je suis Fassbinder, dirigido por el actor y director Stanislas Nordey. No es la primera vez que ambos artistas trabajan juntos: ya lo habían hecho en 2008 (Das Systeme) y en 2010 (My secret garden); por su cuenta, además, Nordey había estrenado en 2008 su visión de Sept seconds (In God we trust).

Para esta ocasión, sin embargo, el encargo de un texto a Falk Richter venía auspiciado por tres circunstancias. La primera, profesional: desde septiembre de 2014 Nordey es director de la escuela superior de arte dramático y del Teatro Nacional de Estrasburgo, que la alberga. La segunda, personal: en una entrevista concedida el último 22 de enero, confesaba que desde hacía tiempo siente la necesidad de buscar un alter ego, sufriendo la opresión de «una suerte de fantasma de los dúos Jouvet/Giraudoux o Koltès/Chéreau»; por último, su proyecto global para el TNS consiste en «poner la escritura contemporánea en el centro de lo que ella tiene de más contemporáneo, aquella que se escribe hoy día». De esta forma, circunstancia, obsesión y enfoque se hallan en la figura de Falk Richter a su «hermano de teatro».

Richter aceptó la propuesta. Durante cuatro días el equipo artístico se reunió en Berlín con el autor para discutir los asuntos tratados en los filmes de Fassbinder, fundamentalmente centrándose en su contribución para Alemania en otoño, pero actualizando los conflictos de entonces por los de ahora. En el transcurso de aquellas conversaciones surgieron, entonces, las vetas de un material dramatúrgico que coincidía estructuralmente a pesar del tiempo transcurrido y cuya articulación ulterior, al decir del propio Nordey, se hizo «muy próxima a la primera representación», a pie de escenario, «puesto que está también muy próxima a lo más candente de su tiempo». Por eso mismo se habla en el montaje de los atentados de Charlie Hebdo, de la sala Bataclan, de las agresiones sexuales que tuvieron lugar el 31 de diciembre en Colonia, por parte de agresores provenientes, en su mayoría, del norte de África y de países árabes. «¿Qué hacer?», se pregunta Nordey en un memorable soliloquio casi al final del montaje, «¿qué hacer en esta vida de urgencia?».

La preocupación de Fassbinder en 1978 era la misma que la del tándem franco/alemán en 2016: ¿cuáles son los límites de la acción estatal en la lucha contra el terrorismo? ¿Es legítimo el recorte de libertades y derechos en beneficio de la seguridad? ¿Puede sostenerse el ideal europeo de tolerancia, libertad, igualdad o fraternidad, al mismo tiempo que se cierran las fronteras a los refugiados sirios –a los que asiste el derecho internacional-, por temor a que entre sus filas se cuelen miembros de grupos terroristas? En ambos casos se tratará de que el espectador afronte la tendencia típicamente europea a incurrir en políticas totalitarias, xenófobas o, incluso, fascistas, cuando se trata de defender los valores democráticos i.e. europeos.

El espectáculo arranca con una discusión de trabajo. Desde los primeros instantes se reconocen las marcas propias del estilo escénico de Richter: un escenario construido a partir de plataformas a distintas alturas; una escalera que articula dos espacios a izquierda y derecha; un mobiliario parco: un sofá de tres plazas, dos mesas de trabajo, una pequeña televisión –en la que se emite continuamente un informativo, adivinándose el rostro de Angela Merkel durante unas declaraciones-, y tres pantallas, sobre las que se proyectan secuencias de filmes del propio Fassbinder –que sirven para amplificar el sentido de la representación teatral-, o un bucle del propio director alemán en primer plano, tomado del documental ya citado. El espacio generado recuerda un loft de textura plástica, en el que la atmósfera de teoría postmoderna se filtra a través de un dispositivo kitsch, trágicamente setentero e iluminado con eficacia evocadora del tiempo de Fassbinder.

Los personajes que aparecen en escena son el propio Fassbinder (Nordey), caracterizado con su inconfundible chupa de cuero –la misma que lució en el documental sobre su vida y obra, Rainer Werner Fassbinder, 1977-, y su madre, la actriz Lilo Pempeit (Laurent Sauvage). Ambos discuten acaloradamente sentados a una mesa de trabajo, mientras tres asistentes (Judith Henry, Éloise Mignon, Thomas Gonzalez) graban la escena, que a su vez se proyecta en directo sobre una gran pantalla. De tanto en tanto, y en clave cómica, el actor Laurent Sauvage abandona su papel de Lilo y se dirige a su compañero de escena por el nombre de pila del propio Nordey, Stan, a lo que éste contestará con impaciencia de director: «¡Rainer!».

Éste es el signo más evidente de un juego en el que se transita desde el teatro hacia el metateatro, y de éste hacia el cine: a lo que el público asiste es a la versión teatral, en clave de ensayo, de la célebre secuencia protagonizada por la madre de Fassbinder y el propio Rainer en Alemania en otoño. El diálogo se corta y retoma, se detiene y se vuelve a iniciar en varias ocasiones, en momentos distintos del mismo, lo que marca el ritmo de la obra, trufado de otras secuencias teatralizadas, fragmentos de Un año con trece lunas (1978) o de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), que se conciben como fragmentos de un puzzle que, paulatinamente, dibuja el perfil de una Europa desquiciada por sus miedos, sus fantasías, sus soledades, sus maldades.

La discusión será compartida por el resto de la troupe Fassbinder, exponiendo distintos enfoques ante el problema, por lo demás, típicos del mismo espíritu europeo, facetas que lo articulan y dislocan, todo al mismo tiempo: la indolencia (Thomas Gonzalez), la ingenuidad pusilánime (Éloise Mignon) –a la que irónicamente se disculpará por ser extranjera, en concreto, australiana- o la paranoia (Judith Henry), a quien le debemos una de las frases más memorables del montaje: «Paris es la ciudad del amor y la belleza, mierda, ¡que venga el ejército a defenderla!».

Lilo y Fassbinder son, en fin, las figuras subsidiarias de dos mentalidades, ambas tan europeas como contradictorias: la primera viene a representar el sacrificio de la libertad en beneficio de la seguridad, la complacencia silenciosa –y cómplice- del silencio cívico, intelectual y artístico, ante la pérdida de los derechos fundamentales en aras del orden social, político, económico. Las últimas palabras que se recogen en el montaje son las que pronuncia Lilo en la película de Fassbinder: «Lo mejor sería una clase de dirigente autoritario que sea bastante bueno y ordenado».

Recuerdo tres datos: el 6 de diciembre de 2015, el partido liderado por la ultraderechista Marine Le Pen conseguía en Francia cerca del 30% de los sufragios en primera vuelta de las elecciones regionales; el 13 de marzo, dos días antes de este relato, la fachada de la sinagoga de Verdun amanecía con la pintada de dos esvásticas; según un sondeo demoscópico de mediados de marzo, el partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (Alternatif für Deutschland) ha conseguido ser la segunda fuerza política en los länder de Sajonia-Anhalt (24% de los votos), tercera en Baden-Württemberg (15%) y Renania-Palatinado (12,4%), ante el colapso de los socialdemócratas.

¿Qué hacer? La segunda mentalidad, a ojos de Nordey y Richter, se refugia en la honesta decadencia del europeo medio y se encarna en la obra por medio de la borrachera, la reivindicación de la sensualidad sin objeto y las preocupaciones corporales como respuesta inmediata de Nordey y Richter, pero también del propio Fassbinder en su cortometraje para Alemania en otoño. Se trata, contra la hipocresía del europeísmo democrático que firma los pactos de la vergüenza, de ofrecer una posición de resistencia casi somática, corporal, contra quienes, so pretexto de claridad, sólo traen consigo oscuridades: la desnudez total e irreverente frente a las fantasmagorías de transparencia, frente a las opacidades monstruosas. Reconozco, sin embargo, que la escena puede ocasionar más de un desencuentro con ciertos sectores del público (como, de hecho, lo hizo el propio corto de Fassbinder).

El planteamiento termina abundando, gracias al último soliloquio de Nordey –que salva la deriva grotesca y decadente anterior-, en la adopción artística de una estética de la resistencia, siguiendo la misma lógica de Peter Weiss, que desde el trabajo continuo y el refugio crítico agite las conciencias, pero no tanto con el ánimo puesto en la lucha y el combate doctrinarios –lo que incurriría en nuevos populismos-, sino en la salvaguarda de la consciencia de los hechos: es preciso, en suma, que alguien ejerza el papel de susurrar a los demás que lo que vemos día tras día en los noticiarios no es fruto de nuestra imaginación. Quizá por eso no sea extraño que un joven de aproximadamente veinte años, quizás un alumno de la propia Escuela, grite desde el anfiteatro, una vez terminado el montaje: «Merci!». Me pregunto si ese agradecimiento está tejido con las hebras de una sinceridad brutalmente desesperada.

Tras aplaudir por séptima vez –el espectáculo ha sido un éxito-, me pregunto, como la práctica totalidad de los espectadores, cómo afrontar ahora lo que queda más allá del escenario y que el teatro, de nuevo, ha logrado situar ante nosotros, con la virulencia de un tornado, con la impertinencia de una lente de aumento. En este sentido, aun sin tratarse de un montaje que quiebre o amplíe nuestro horizonte de expectativas escénicas –se trata, a efectos prácticos, de un Richter muy filtrado por la labor de Nordey, excelente director de actores-, constituye un perfecto ejemplo de cómo hay cosas que alguien ha de decir y, en palabras de Enzo Cormann, parece que «sólo el teatro puede decir». Al margen de cuestiones estilísticas. Al margen de innovaciones escénicas.

Adrián Pradier

Espectáculo: Je suis Fassbinder – Autor: Falk Richter – Traducción: Anne Monfort – Intérpretes: Stanislas Nordey, Laurent Sauvage, Judith Henry, Éloise Mignon, Thomas Gonzalez – Dramaturgia: Nils Haarmann – Escenografía y vestuario: Katrin Hoffmann – Iluminación: Stéphanie Daniel – Dirección: Stanislas Nordey & Falk Richter – Estreno: Théâtre National de Strasbourg (TNS) – Estrasburgo – 15/03/16

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