Incendiaria en combustión

La brocha gorda

Amor y muerte. Belleza y muerte. Poder y muerte. Atracción y muerte. Todos estos binomios marcados por la sombra de la inevitable surgen sin dificultades en Salomé, de Oscar Wilde. La historia de la princesa, hija de Herodías e hijastra del teatrarca Herodes Antipas, se une inexcusablemente a la muerte de San Juan Bautista. Incitada por su madre a pedir la cabeza del profeta en la historia bíblica e incitada por una irremediable atracción sexual (o amorosa) por Yokanaán en la pieza del inglés, la trama personal y el juego político conviven dentro de un texto refinado, de densidad literaria, gran riqueza simbólica y personajes complejísimos. Pero no se me había ocurrido…

En su creación, Wilde convierte a Salomé en un símbolo del mal, en una representación de la violación de lo sagrado y en ella hace confluir lujuria e inocencia, calidez y frialdad, control y capricho. Ofrece de este modo un reto en la puesta en carne o en escena tanto desde la interpretación como desde la dirección: demanda delicadeza salvaje, demanda sutileza y al tiempo barbarie. Pero no se me había ocurrido…

No se me había ocurrido que la Salomé de Wilde pudiese llegar a ser un drama satírico o conservar su carácter trágico y estar trufada, al tiempo, de la parodia fácil que a veces propicia el poder. Tampoco se me había ocurrido que su delicado lenguaje, tan hermoso a la hora de la lectura sobre el papel y que tanto cuidado requiere a la hora de ser abordado, pudiese volverse vulgar. Tampoco se me había pasado por la cabeza que sus personajes pudiesen presentarse como estereotipos sin capacidad para desvelar conflictos profundos, matices y contrastes. La verdad es que no. La verdad es que no se me había ocurrido que la carga erótica de Salomé pudiese llegar a desaparecer en escena cuando se prometen reinos y se cortan cabezas por su causa. Tampoco había imaginado que la incoherencia de la adaptación de un texto como el que aquí se trata pudiese llegar a salpicarlo todo, desde el vestuario, al espacio escénico o que sus guiños sociopolíticos pudiesen ser chabacanos.

Pues no, tampoco había barajado la posibilidad de adaptar un texto sin cambiar el contexto y que el primero no gritase como un ave de rapiña. Ni que pudiese ser que todo el montaje de Carlos Santiago para la última producción del Centro Dramático Galego pudiese ser una coherencia de la incoherencia o una poética del despropósito a propósito o una forma para desacreditar una institución. Solamente con estas tres últimas hipótesis se podría entender la brocha gorda a la hora de adaptar, de diseñar una propuesta, de dirigir, de dirigir actores y actrices, de componer escénicamente. No se me había ocurrido, pero que haya iniciado una poética para generar enfado es el único consuelo.

Con la distancia vemos lo universal, con la proximidad corremos el riesgo de quedarnos en la anécdota. Y en esta propuesta del CDG todo son anécdotas dentro de un universo trágico: desde la pintada con el lema «Sempre en Galilea» y la presentación del Partido Bonanza y Progreso (BP) que tan interesante arranque de espectáculo fabrica hasta el inconcebible vendedor de baratijas en el que convierte al mandamás Antipas o al cerdo enjaulado (máxima expresión de algunas «galleguidades») desde el que propone a Yokanaán.

Ha sido delicada esta creación del Centro Dramático Galego que en estos días realiza audiciones para la selección del elenco que acompañará al reconocido rostro de Luis Tosar en el musical La ópera de tres peniques, de Bertolt Brecht y Kurt Weill bajo la dirección del siempre aplaudido Quico Cadaval.

La expectación está asegurada. Esperemos pasar de la brocha gorda al pincel o, al menos, a reventar cubos de pintura contra las paredes.

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