Zona de mutación

La erótica del presente

Esa vesícula de tiempo que es la escena. Una puerta trasera hacia el pasado, otra delantera hacia el futuro. Dos abismos. Ambos improbables, indecidibles. No hay tal cosa en esta escena. No hay pasado, no hay futuro. No por eso desaparece todo tiempo. Vale lo presente. Y no hay poder de las retóricas, ni de convenciones inventivas, que distraiga del efecto material del cuerpo ahí, del cuerpo que está ahí. Torna un poco superflua a los efectos ficcionales. El teatro no es sutil y no por eso carece de nobleza. Es una herida expuesta, un aullido que desnuda la garganta del espacio a punto de emitir. Así, cualquier filigrana estalla. Es del rango de lo expuesto, de lo indisimulable lo que esa incontención grafica. Lo sutil de la escena, en todo caso, surge de entender y sentir ese tiempo denegado, por debajo de la piel calcárea de un presente enhiesto, que a lo sumo juega a representar virtualidades temporales que no pueden menos que advenir a escena sin poder ser atrapadas en verdad. Un advenir sin atrapadura en verdad. Los tiempos de la escena son como nostalgias, evocaciones imprecisables que se montan a experiencias vividas por los espectadores, que transportan con su masa subjetiva rumbo al país donde se procesa un tiempo a base de vivencias y analogías y no a base de corroboraciones históricas. Un tiempo a base de presentes, de presencias significantes, que en el mejor de los casos, colabora a un lenguaje epifánico, sorpresivo, casi original, cuando no inventado. El tiempo de una post-palabra que no comunica las consignas de los matadores, de los desaparecedores. Para qué el conjuro si no es para un aparecer. Trances en poder de dejar mudo, de generar silencio, escuchas en profundidad. El ejecutor escénico inscribe en el instante su presencia, hollando a fuego las pantallas sensibles igual a un celebrante que hace intangibilidades con el tacto, con masas operantes a ojos vistas. Con sus magmas proverbiales, palabras que se develan imprevisibles en el momento en que son emitidas. O esa ‘trans-palabra’ que menciona David Le Breton en diálogo con su homónimo Philippe Breton, respecto a una comprobación mencionada por un teórico de principios del siglo XX, Bernstein, sobre ese error que algunas veces cometen los actores/actrices de decir exactamente lo contrario que debían decir, sin caer en la cuenta como tampoco lo hace el público que los sigue. Al respecto, dice Le Breton: «La atención está pendiente de una situación y una actitud moral, encarnada en un cuerpo, y no simplemente en el sentido preciso de la palabra enunciada». Lo que remite al poder de la presencia, que no aparece digitado por el emisor o por quien mira. La ‘cualidad de presencia’ es inopinada, pero queda atada a esa materialidad imprevisible, a ese acto corporal. El azufre del cuerpo es que como presencia, es capaz de presumirse y redoblarse como tal, de doblarse, duplicarse. Toda presencia prefigura una presencia escénica. Es capaz de trascenderse a través de sus ‘dobles’, de su daimón. Pero sus magias, por imperio corporal, devienen fisiológicas. Juego táctil de impresiones de la escena y la platea. Que se interconectan con confianzas difíciles de tabular, calificar.

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