Un cerebro compartido

La escuela de espectadores

Hay quien piensa que el teatro es endogámico en el sentido de que los que lo respiramos nos contaminamos con aires ajenos a la escena. Pareciera que no sabemos (o no nos interesa) hablar de otra cosa. Desde luego que no es una virtud, pero hasta cierto punto me reconozco, y ¿por qué digo esto o por qué lo ligo a la escuela de espectadores?, porque esta escuela es una iniciativa necesaria para sacudir esa endogamia o quizá entenderla de una manera que la desvirtúe incluyendo la pluralidad del espectador en las discusiones que tenemos los teatreros. Hace más de veinte años que el maestro Jorge Dubatti desde Argentina dirige una Escuela de Espectadores en Artes que ha conseguido extender por Latinoamérica hasta llegar a más de sesenta sedes y constituirse en un centro de referencia para entender la importancia del receptor del trabajo escénico. En palabras de su director, la Escuela “brinda herramientas para empoderar al espectador.” La gran estructura del convivio teatral necesita del espectador. Decir a estas alturas que sin espectador no hay teatro es obvio, pero de tanto decirlo parece que su significado se desvanece: sin espectadores sencillamente no somos. Necesitamos hablar de ellos, necesitamos estudiarlos, entenderlos, son el recipiente de lo que consumimos, y nos guste o no, sin su existencia no habría consumo.
Dubatti habla de la pedagogía del diálogo y de la escucha. Con este concepto se trata de presentar a un público más sensible que consumidor, uno que aprende a escuchar, que aprende a experimentar y entender la psicofisiología que entra en juego durante el convivio de esa homeostasis social bautizada por Damasio que es el teatro. Y por otro lado habla de una escucha de doble dirección: de escena a butaca y de butaca a escena por lo que esta escuela es útil tanto para espectadores como para artistas. Hay un aprendizaje relacional necesario para salir de la falsa creencia de que hay una obra de teatro para un grupo de espectadores y convencerse de que hay tantas obras de teatro como espectadores lo vivan. Entender esa pluralidad es esencial y eso se aprende en escuelas como esta con la que cada espectador moldea su relación con la obra y los demás espectadores. Escribo desde Madrid, España, donde aún no hay una escuela similar. Existen escuelas, bastantes, para cubrir el espectro de la creación teatral desde el frente que se desee, pero ninguna con la iniciativa necesaria para plantearse la necesidad de estudiar el receptor del trabajo, curioso, ¿no?
Las neurociencias son un aliado de este binomio y lo son porque nos ayudan a comprender el sistema nervioso, tanto de los que generan acción física (sobre el escenario) como sobre los que generan acción no física (desde el patio de butacas) entendida como percepción. Esa percepción genera una devolución, digamos energética, que condiciona al intérprete. Obviar esta realidad significa asumir que se trabaja para un auditorio inerte, aceptarla significa incorporar al espectador a la ecuación de la creación y, finalmente, abrir esa endogamia a su infinita presencia. Qué interesante incluirlo y qué error obviarlo.
No quiero dejar de escribir al respecto de la Escuela de Espectadores que me he encontrado en Málaga después de que Google me lo chivara. Se definen como la “primera iniciativa realizada en España, para la creación, formación y dinamización de públicos”, fantástica iniciativa andaluza que confieso desconocer y prometo indagar. Ese cuarto autor que es el espectador, como dicen en su web, (http://hechoenmalaga.es/), es esencial para darle estabilidad y veracidad al proyecto sustentando de manera clásica por el autor, dramaturgo e intérpretes.
Un teatro moderno se construye con conceptos transversales. Estudiar al espectador es tan necesario como estudiar cualquier técnica teatral o adentrarse en las neurociencias, porque de no hacerlo, hablaremos un lenguaje que solo entenderán los endogámicos puros.

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