Zona de mutación

La genealogía del artista pobre

“No teman a los errores. No hay ninguno”.

Miles Davis

identi-kit, una concepción: Ya el pretender hacer la genealogía de un hombre pobre es paradojal, sabiendo que esta es una cuestión de poder. Es decir, genealogía tienen los poderosos. Es curioso que lo mismo podamos decir de las palabras, lo cual autoriza a pensar en ellas o de los saberes en general, en una dimensión de poder. Cuando uno, por interés genealógico, va hacia atrás, al origen, lo hace con la intención de ‘des-ambiguar’ los términos de análisis que usamos, pero al volver hacia delante, nuestras intentonas poéticas son ‘ambiguantes’, en la convicción de que en esa borrosidad de sentido si bien hay una polisemia, ésta resultará portadora de ‘origen’. Uno cree que la polisemia, la multiplicidad, pone a la gente a trazar una cartografía interpretativa o creativa. Es distinto a ponerse en un plano demostrativo o explicativo, cual si fuéramos unos positivistas de la palabra. Lo que no se explica es, quizá, por qué se interpreta antes que sentirse uno en la obligación inmodesta de convencer a nadie. Yo siento que el ejercicio de las poéticas puede que produzca eso, una galaxia de pequeños astros titilantes, que existen y están ahí. Están porque están. No cumplen la misión de estar para satisfacernos particularmente a cada uno. Están porque son. Eso es mágico. Aunque no sepamos a qué distancia, ni podamos precisar cómo son. Es probable que todo lo que yo no sepa, sea eso, lo que yo no sé. Eso fastidia un poco, pero produce una humildad que no parece ostentar aquel que quiere la fórmula, la receta petulante que lo explica todo. Reconocer que no se sabe impone esa posición porque es la única forma de desafiarnos a investigar, a activar la imaginación como puede ser inventarnos un telescopio, e invitar a alguien que nos gusta para hablarle sobre saberes cósmicos que inventamos en el momento nada más que para sentir también, como en la ‘Balada para un loco’, que con eso inventamos el amor. Hasta nos damos el lujo de mostrarle a esta persona especial, una estrella no registrada en los mapas estelares, porque seguramente la acabo de descubrir en ese preciso momento. Sin tomar muy en cuenta en que el mapa que le muestro es falso, es decir, cargado con mis inconfesas intenciones. ¿Por esa mentira podrá detenerme la policía del espíritu? Espero que no. Aunque hay gente que se traga la curva de las metáforas o la de la ficción y se da con el muro de la realidad. No lo dudo. Para ese desprevenido no hay guard-rail que se ponga. Es que las poéticas no se explican, son el ‘es’ de la cosa. Las interpretaciones, ya sabemos, son intercambiables y algo infinitas. Es posible pensar que el decir poético contiene la experiencia del ser que se vive fuera del discurso. Detrás de los rigores lógicos, está lo inefable del que hablan los artistas. Porque está produciendo desde su isla, desde su parte, desde su borde, una repercusión ontológica integral, no tanto intuir que hay planos de invisibilidad, sino la sugerencia experimental de los hilos secretos que traman la multiplicidad. Esa visión integral es compleja, mal que le pese a quien le pese. El poeta crea lo Real, porque restituye a la luz los contrastes de la sombra. Es decir, no se trata de plegarnos a esa mistificación que trata de compensar ficcionalmente (auto-engañándonos) reemplazando la realidad. Incluso reivindico tener una visión materialista de la vida a través de esta visión integral no deformada por el proceso ideológico. El poeta es superior al ideólogo.

una provincialidad activa: La minorización deleuziana podría entenderse en el mejor de los casos como una concentración en ‘lo pequeño’, pero también como un status devaluado, una degradación. La conciencia de lo que el teatro en el siglo XX dejó de ser produce esa conciencia provincial de lo pequeño. Ante ella cabe el ‘complejo de inferioridad’ o la entereza genuinista de lo que es pese a todo y a mucha honra. Esa minorización vende también la idea de una pseudo-democratización, cual es la de la habilitación de un territorio de lo no-profesional, en el que se vive con la megalomanía de que cualquiera puede ser un rey de las tablas, en un lugar de abducción, de adviento, de apparition como dice Adorno, del que el teatrista es un beneficiario. Esta ‘pobreza’ tiene el riesgo de que se viva éticamente como un complejo compensatorio de poder, en cuyo caso, ya que hablamos de teatro, no pasa de ser un terreno de posibilistas que hacen lo que pueden. Esa pobreza es miserable.

El teatro es la zona de lo no-dicho, de una sombra desde la cual, vale pensar, saldrán obras como visiones de mundo, obras como pariciones cosmogónicas que ofrendan y confirman antropológicamente, la capacidad demiúrgica del artista como contestación en sí misma, a las taras de la modernidad del desastre. Hacer teatro conlleva una sensación de aventura heroica, de proeza, de lucha, de actitud que supera las ansias del retiro espiritual a la intimidad sublimante. Este destino se apoya en la singularidad peligrosa, auto-afirmativa, de un caos de yoes auto-abastecidos, de amores propios refulgentes y pagados de sí mismos. Una ‘profesión delirante’ que se nutre de buscar la opinión de los demás, como decía Paul Valery. Se juega a la fantasía, como en ninguna de las otras artes, que lo que yo hago, no lo ha hecho nadie más.

El teatro es la región de un tembladeral, una zona de auto-engaños y decisiones fuertes, de autonomías difíciles y complacencias fáciles.

Decir ‘provincialidad activa’ es confrontar con las soberanías industriales, acaparantes e imperializantes. El teatro contemporáneo se opone de por sí a los discursos totalizantes. Cada obra de anónimos grupos de provincias, pueden ofrecer una ruptura, una contra-hegemonía a la estructura del genio y de sistema único.

La onda teatral es un efluvio entre los meandros quietos de una comunidad bombardeada. La cultura de la que el teatro forma parte, es benefactora como un abrigo.

El teatro es la luz prometeica que conmueve en la sociedad a la Ley del Padre, a base de poesía. En mi obra ‘Jeremías’ de 1985, según Teatro por la Identidad la primera obra argentina que plantea el caso de los niños apropiados por la Dictadura, el protagonista lo decía así: “aquí estoy entero hermanos parricidas, solteros concubinos, estupradores de libélulas, fértiles y engendradores. Me tienen con ustedes violadores de rutinas, pensadores espontáneos. Cachadores de patriarcas. Aquí me ofrezco, destructores de pináculos, trampeadores de tarimas. Afiladores de vértices, baqueanos de derechos (…) A todos los que pasan una pluma por mis plantas, y hacen de mi risa una memoria, aquí estaré, contando el infortunio inmenso de todas las censuras.”

 

la quimera independiente: Lo independiente como elección, no como fatalidad. El teatro-forma de vida, como modelo múltiple. Respecto a lo formativo, uno no va a las escuelas a que te formen, sino que en ellas es uno el que va a formarse. Eso sí es un destino, una búsqueda perpetua conducida por uno mismo. El teatro es una contestación a las inducciones enajenantes del capitalismo. Uno, a la postre, es un agente autopoiético que, como dice Judith Butler de la sexualidad, se construye a sí mismo. La autopoiesis deniega los discursos totalizantes, que luego pueden entenderse como imperializantes, monopólicos y totalitarios. Ya sea que vengan de las usinas metropolitanas de poder, de las Academias, de las inducciones mediáticas, de la moda, etc. El ‘crearse condiciones’ incluye esa denegación contra-hegemónica, border.

Uno no asume una forma alterna de vida por hedonismo, por bohemia o hippismo, sino porque en ella se sustenta éticamente la cosificación de la obra artística, que en sí, lleva implícitas su crítica y rechazo a la manipulación capitalista.

Para no dejarlo sin decir, el concepto que se impone en este cuadro, es el de nómade. Si ‘cada obra es un mundo’, como decía Joseph Chaikin, esto obliga a ser un mutante. Eso exige un largo y razonado trabajo sobre sí mismo. Es muy paradojal porque esto exige andar mucho tiempo solo en una actividad que cuaja a través del trabajo en equipo. Pero no hay que confundir, mucha crítica tiende a creer que el fracaso de Artaud deja a sus postulados teóricos en la imposibilidad de su práctica. Pero no es lo que dice Paule Thévenin, su gran albacea. Ella testimonia de lo que era capaz Artaud trabajando la palabra, lo sonoro, la respiración, el cuerpo en general, investigación de vida que no abandonó hasta su muerte. Ella cuenta de cómo escandía una frase, como emitía una unidad sonora, como fraseaba los flujos de intensidades en la emisión. Entonces, la conclusión es que el theatron donde se ve lo que hasta ese momento no se veía, empieza en el escenario de nuestra propia alma, por decirlo así. Uno se invisibiliza como enigma y cada obra es una respuesta al propio infinito.

La imagen final es la figura del poeta inatrapable atravesando el páramo. Esa inatrapabilidad es una forma de resiliencia espiritual. El viaje creativo no puede ser sino periférico, una experiencia de los límites en cada caso, un no-retorno a lo sabido. Pero la obra (el drama), es una genuina consecuencia y no una novedad premeditada que se caza echando mano a cualquier signo pródigo en repercusiones rápidas.

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