Un cerebro compartido

La poesía, la ciencia, el teatro

Llevo años estudiando y hablando de la parte menos conocida del teatro, ese espacio incómodo que respira técnica en vez de regalar poesía. Y siento que vivo en el lado oculto de la Luna sabiendo que el otro es el conocido, el que se estudia, se frecuenta, usa y disfruta. Es entendible, en definitiva, es el que el público recibe y esto va de trabajar para y con el público, ¿verdad?

¿Recuerda el lector la columna al respecto de lo falso de asumir que tenemos tres cerebros evolucionados desde el reptiliano al emocional y, finalmente, al racional? Pues igual que no existe un cerebro que evoluciona con los años de lo animal a lo racional, no existe un teatro que solo sea poesía; hasta esta está cosida a retales de técnica y ciencia.

Como siempre, en mi búsqueda por las fronteras conocidas del teatro, hablo hoy de las similitudes entre la ciencia y la poesía escénica. Son más parecidas de lo que pudiera pensarse, no en vano, poesía, ciencia y filosofía fueron inicialmente uno. Para empezar, ambas comparten la esencia de la intuición para edificar su saber, exigen un salto al vacío y olvidarse de objetivos definidos. Ya nos dijo el poeta que estos últimos, como el camino, se encuentran andando. Es preciso romper las reglas que nos marca la realidad para inventarnos modelos que la fabrican y así llegar a hallazgos inesperados, bocanadas de realidad fabricada. Esa libertad para inventar y no copiar es parte de la receta del teatro que se cocina desde la técnica para bañar de poesía al espectador.

Construir puentes y fomentar complicidades entre ciencia y humanismo es una de las urgencias de la cultura actual. Esta última frase no es una mía, es del poeta y científico David Jou, de quien aconsejo conocer su trabajo. Léase, por ejemplo, su poema dedicado a la teoría de la relatividad de Albert Einstein a la que interpreta entre la luz y la materia y dice saberle a estrella. Otro ejemplo de alguien que frecuentaba la poesía es el de Marie Curie, premio Nobel por su trabajo sobre la radiactividad a quien el poeta alicantino Juan Gil-Albert dedica su poema “Los átomos”.

Al hablar de la ciencia y el teatro, no hablo de divulgar ciencia a través del teatro, para ello ya existen institutos como el InCiTe que, según se lee en su web, crean proyectos escénicos para la comunicación social de la ciencia en una iniciativa con vocación de concienciación y transformación social, trabajo necesario y loable. Pero la unión de la que me quiero hacer portavoz es la de la ciencia que está en el lado oculto de la poesía, la que permite que esta emerja tamizada por la realidad que se fabrica y no se copia. Y una primera reflexión nos acerca a la biología que hace posible que esto suceda. Volvemos al origen donde todo saber estaba menos atomizado y se hablaba poesía al razonar. 

¿Cómo podemos vivir en una sociedad que obvia de manera tan flagrante que, en nuestros orígenes, el arte como expresión para la recreación se apoyaba en elementos entonces indivisibles de este, y hoy ajenos?, ¿por qué hemos dejado que el teatro vaya en el vagón de cola de otras manifestaciones mainframe? El avance tecnológico, siempre deseado, parece en parte responsable de que hoy el arte escénico se quede para unos pocos, pero eso no es correcto. Somos nosotros los que hemos dejado que esto suceda sometidos a los intereses de tal o cual que, por lo general, obvian la cultura. Es como si viviéramos dentro de tren que escupe aire sucio por los respiraderos y nos impele a respirar de todo menos arte, nos vuelve grises. 

En fin, puede que divague, lector, pero atrapado en este destierro voluntario de la trastienda del teatro, busco construir puentes para que esto no suceda.

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