Mirada de Zebra

Lo que crece en las cicatrices

El particular gusto por la imperfección de la tradición japonesa proviene, al parecer, de la ceremonia del té del siglo XVI, cuando los objetos encontrados al azar como piedras irregulares cubiertas de musgo o maderas esculpidas por la naturaleza (elementos no sometidos, por tanto, por el diseño preconcebido del humano) empezaron a utilizarse como asientos, faroles o cuencos para contener la infusión. Esta estética de la fealdad florecía particularmente en la cerámica donde empezaron a proliferar utensilios de formas insospechadas, como si las tazas y tazones hubieran sido dibujados por niños. En el arte de la reparación de la cerámica conocido como kintsugi incluso se celebraban las rupturas de los objetos, pues ello permitía repararlos creando nuevas junturas que, lejos de disimularse, se subrayaban coloreándolas con tonos dorados: una especie de ritual que festejaba las cicatrices que el tiempo deja. El kintsugi es un ejemplo concreto de lo que propone la estética tradicional japonesa llamada wabi-sabi: la visión de un mundo basado en la imperfección, lo mutable y lo incompleto.

Generalmente la filosofía wabi-sabi se antepone frontalmente, como el blanco al negro, al pensamiento occidental de origen griego basado en la perfección, la belleza y el raciocinio. Se puede pensar que la ciencia es una de las cumbres de esta filosofía occidental, dado que al contrario de lo que propone el wabi-sabi, lo científico se une con la búsqueda de la perfección, la reproducibilidad y lo universal. Resulta curioso, sin embargo, que algunos de los avances científicos más relevantes no se basen en estas características, sino en errores que a la postre resultaron extremadamente útiles: si el Dr. Fleming hubiese sido escrupuloso en la limpieza, no se habría posado un hongo en su cultivo de bacterias y no habría descubierto la penicilina; si Wilson Greatbatch no hubiese colocado mal una resistencia en el dispositivo con el que pretendía escuchar los latidos del corazón no habría descubierto el marcapasos; si Arno Penzias y Robert Wilson no hubiesen persistido en explicar lo que parecía un hallazgo accidental, la teoría del Big Bang habría quedado en el olvido como un simple error de las antenas con las que detectaban sonidos del espacio.

La penicilina, el marcapasos o la teoría del Big Bang son como las junturas doradas del kintsugi: reparaciones que revalorizaron lo que a simple vista fue sólo un error; reacciones brillantes que dieron un nuevo sentido a las cosas cuando los planes previstos fallaron o se desviaron.

“Error” en latín significa, precisamente, “desvío” o “merodeo”, es decir, algo que encontramos al salirnos del camino trazado de antemano. El error no implica, por tanto, algo necesariamente vergonzante o a evitar, puede esconder el desvío hacia un hallazgo. Y, al igual que la ciencia, la historia del teatro también está sembrada de desvíos fértiles que permitieron descubrir formas innovadoras de hacer y de pensar, a las que no se hubiese llegado de seguir los procedimientos más transitados.

Uno de estos fructíferos desvíos fue el de Artaud que malinterpretó un espectáculo de danza balinesa, lo que le permitió cristalizar su visión del Teatro de la Crueldad, sin la cual no puede explicarse el actual teatro contemporáneo. También el de una actriz de Jacques Copeau, a quien se le paralizó el cuerpo en un ensayo y para solventarlo, el director francés le tapó la cara con un pañuelo, lo que a la postre permitió el descubrimiento de la famosa “máscara neutra”. O el de una actriz de Grotowski que caía constantemente en expresiones demasiado emocionales y, para remediarlo, el director le aconsejó congelar la cara en un gesto fijo. A partir de ese momento todo el elenco empezó a entrenar ese tipo de “máscaras faciales”, lo que acabó dando lugar al training actoral que se expandió en infinidad de grupos y compañías posteriores.

La palabra “trovador” proviene de “trovar” que significa “hacer versos” y, al mismo tiempo, “encontrar”. Este doble significado de la palabra describe ese antiquísimo oficio: los trovadores de la Edad Media que improvisaban en las calles eran artistas que iban al encuentro de versos que cantaban inmediatamente – a diferencia de los poetas que buscaban y predefinían de antemano sus versos antes de hacerlos públicos. Los trovadores deambulaban sin rumbo fijo confiando en que el azar dejaría, ante sus ojos, hilos sueltos con los que tejer coplas. Más que ir a buscar poemas, eran los poemas quienes les encontraban a ellos. Ese saber mirar de los trovadores que convierte lo fortuito en obras inesperadas, es el que opera también cuando lo accidental deviene descubrimiento en otra área, como la ciencia o el teatro: no se trata de buscar para encontrar lo que estaba previsto, sino de dar espacio para que lo que accidentalmente se encuentra pueda ser lo que inadvertidamente se estaba buscando.

Los errores, por tanto, pueden ser el punto de palanca que conduzca a grandes hallazgos. En el ámbito artístico y en una escala más pequeña, aquello que nace error, pero se persigue y moldea con artesanía, puede crear las tensiones indispensables para que un armazón creativo se muestre vivo y sorprendente. En este sentido, Eugenio Barba diferencia errores “sólidos” de los “líquidos”: los primeros son meros errores que conducen a un callejón sin salida, mientras que los segundos pueden esconder indicios reveladores si se sigue su rastro. Por su parte, Bogart sostiene que dar entrada a los errores en el proceso creativo permite crear las disonancias necesarias para que el acto artístico adquiera su particular resonancia.

Los “errores líquidos” de Barba y las “disonancias” de Bogart hablan de la fertilidad inesperada de algunos errores: aquellos que, bajo su apariencia calamitosa, atesoran el itinerario de un descubrimiento.

En escena un error fértil puede ser la arista que convierte lo anodino en algo artísticamente admirable. La acción que quiebra lo esperado. La pausa no prevista que permite al silencio habitar la emoción. La grieta por donde irrumpe lo incompresible avivando la curiosidad. El peligro invadiendo la aparente seguridad del patio de butacas. Un momento suspendido que deja el raciocinio en suspenso. Lo que juzgamos incorrecto, pero se celebra en el carrusel de los sentidos. El tiempo y el espacio cayendo de repente sobre la escena aquí y ahora.

Y así, un espectáculo puede ser un conjunto de errores fértiles que, al ensamblarse, contienen la catástrofe y, al mismo tiempo, cautivan los sentidos de quien se acerca a ver.

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