Críticas de espectáculos

Los días Felices de Samuel Beckett

Purgatorio de infelices
Obra: Los días felices
Autor: Samuel Beckett
Intérpretes: Ana Lucía Billate, Fernando Mikelajauregi
Escenografía: Jose Ibarrola
Vestuario: Eli Elizondo
Iluminación: Xabier Lozano
Dirección. Fernando Bernués
Producción: Julio Perugorria
Teatro Principal –Vitoria-Gasteiz- 01-10-01
¿Por qué un desierto, con una luz cegadora, puede ser la metáfora del ahogo, de la asfixia? ¿Es solamente la evocación a un enterramiento el motivo de esta sensación? ¿Dónde están Winnie y Willie? ¿Son vivos, son zombies, transitan hacia un estado gaseoso, están en el infierno? Tratar hoy a Samuel Beckett produce unos desafíos que van desde lo estructural a lo metafísico, desde una manera de colocarse ante una textualidad tan árida, hasta un cuestionamiento del propio mensaje latente.
¿Estamos ante una obra sobre la pareja, es un canto a la desesperanza, es una oda a lo cotidiano o acaso es un simple ejercicio formalista, o es un delicado homenaje a los pequeños placeres más aparentemente banales de la vida?
Estos dos seres conviven en una distancia física, es ella, la mujer, la que habla, y celebra que el otro la escuche. Y hasta que le hable. ¿Qué es la felicidad para ella? ¿Por qué puede ser considerado un día feliz, aquel en el que nada sucede, en donde la rutina se convierte en un ritual, en donde las descripciones de ciertas vivencias no son nada más que una entrega, una resignación.
Y en el desarrollo discursivo del personaje, los reproches se convierten en leves suspiros, en subrayar que el paso del tiempo, las relaciones personales, esto que podemos entender como la vida es algo tremendamente desértico, en donde te puede alienar de ti misma, enajenar la voluntad, el deseo, y hacer de esa felicidad tejida con renuncias, cariños, miedos, angustias, una máscara que se va convirtiendo en un infierno sin condena, posiblemente un purgatorio para las almas débiles, para todos los transeúntes de la historia, esos seres como Winnie y Willie, sin más antecedentes que su propia existencia, sus amores o desamores, sus anhelos y frustraciones.
La obra es compleja, arriesgada, una escenografía, en este caso luminosa para resaltar con la iluminación ese desierto en donde vive enterrada hasta la cintura en primera instancia y hasta el cuello en su segunda parte la protagonista, hacen que el texto, la interpretación sean fundamental, sean, casi lo único en donde se puede colocar el director, que debe buscar, primero desentrañar, y después concretar, hilvanar, sumar, colocar la acción en una supraestructura que no debe, por otra parte, opacar ningún destello comunicativo con los públicos de hoy.
Y ahí está Ana Lucía Billate realizando un trabajo inconmensurable. Por la solvencia técnica impecable, por su propio paso por el purgatorio de la soledad y la oscuridad ante un personaje tan difícil, con tantos matices, y que logra convertir en un ser entrañable, cercano, reconocible, y lo hace sin ninguna vulgarización, sin ninguna concesión a la galería, desde un minucioso trabajo de construcción, al que se une un buen pulso en la dirección y que se convierte en un regalo para el espectador por el talento de esta actriz que está en una madurez creadora magnífica y que demuestra una vez más, no solamente su capacidad, su categoría, sino su vocación para afrontar los trabajos más comprometidos.
Por todo lo anterior, es una espectáculo muy recomendable para los buenos aficionados, los profesionales, el público que quiera ver que existe un teatro donde prima la creación y que sin obviedades ni costumbrismos podemos hacer un viaje alrededor del alma humana. Es cuando el teatro es comunicación, cultura, belleza, duda, reflexión y comunión.
Carlos GIL

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