Zona de mutación

Perros de presa que comemos el estiércol de los amos

En primera instancia, reivindicar las preocupaciones, reflexivas o prácticas que se hacen, en una zona de lucha y no en la ‘pars destructio’ (lugares donde el arte no está) en la que no importa ni positiva ni negativamente, respecto a los destinos de una actividad que sólo se mantiene en vilo en el tesón de quienes se ofrecen no sólo a cultivarlo sino a defenderlo. Porque aparte de los avatares computables, sufridos por el teatro en su historia, hay un teatrismo que se ejerce con hidalguía cuando se sostiene que el teatro no morirá porque es un ‘arte presencial’, porque favorece la convivialidad, porque en él hay contacto piel a piel, etc. Ya el pensar con frases hechas, que las lides temporo-espaciales de un arte de aparición, de roce háptico, de presencia, traspasan al terreno de la imagen y la figura inevitable, donde lo bueno conocido será la opción más llevadera antes de soñar poner la pica en Flandes de su destino como actividad cultural de creación. Llegando para ello a sustraer las pruebas de realidad a las artes contemporáneas, con los ácidos simpáticos que revelan sus altas intensidades reales a partir de sus dotes de existencia propia. Tampoco faltan los escamoteos y las trampas que hacen ‘como si’ algo pudiera figurar como arte, cuando en realidad no lo es. La renuencia a abrir la puerta que deja ver los cadáveres de esta realidad pasar, ultimados por las balas de lo consabido. Pero negarse a ver caer la nieve desde un cielo del que nada te han contado, es un desafío que no se resuelve en la rodomontada profanadora que sólo cuajará en la sincera comunión. Al franquear la puerta, la escritura será en otros medios, en otras superficies. Se escribirá con sangre, sudor, lágrimas, o se hará con el pigmento loco que rezuma como jugo la nueva experiencia. Revolver en la ceniza de las viejas catástrofes, para cubrir las apremiantes intemperies, en los desechos de unos tiempos que dan a comer de la basura, justificados en la inequívoca certeza de vivir en tiempos duros. Lo peor, en cuanto al rango religioso que asume disponer de un destino, es profanarlo vulgarmente haciendo todo lo que sea, no sólo para no cumplirlo sino para denegarlo como tal. Cada golpe de muerte tiene su sesgo, su estilo y su sello, pero también la contra-forma que lo niega. Lo malo que hay en Segismundos contemporáneos es, que cuando va en pos de lo fijado por la voz de los designios infalibles, desviarlo de su rumbo princeps: la conciencia. Su regreso de la furia encarnizada, a los niveles corticales donde por simple equilibrio cósmico, por deseo de las fuerzas ecológicas, él ostentará lo que es suyo. No siendo así, se trataría de una doble penalización fatal: que el inventor de catástrofes, por ser sincero, las provoque él mismo. Enamorado de su propia desgracia. Un desperado sin articulación a lo humano. Un sociópata que no alcanza a cohonestar su pulsión emocionalmente primitiva, con las asignaciones que los tiempos difíciles promueven. Levantar misológicamente las consignas estéticas, haciendo que el delirio se ufane y autojustifique en su ir en el mismo sentido en el que van los factores que impiadosamente nos niegan un futuro. Mucho más, siendo cómplice con ellos. Cuando la ira del cerebro medio inunda con la vasoconstricción generalizada que su pulsión animal impone, las viejas artes de la cetrería que combinaban las potencialidades de hombre-bestia, se degradan a un punto de lectura tan venida a menos, que sólo se mide por el volumen de daño que se es capaz de producir a otro. Allí, aunque la belleza baile desnuda en la ventana que da a lo desconocido, ya no se está, por imperio de los condicionamientos, en situación de poder comprenderlo.

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