Desde la faltriquera

«¡Cuán gritan esos malditos!»

«¡Cuán gritan esos malditos! // Pero ¡mal rayo me parta // si en concluyendo esta carta // no pagan caros sus gritos», dice don Juan estos días al alzase el telón del Tenorio en muchos lugares de España. Y nadie sabe, a ciencia cierta, si Zorrilla se refería a la algarabía de la taberna de Butarelli o al enfado que le producían los gritos de los actores de su tiempo, que tanto complacían al público al tiempo que destrozaban la musicalidad del verso, y si pagaron por su habla destemplada y vociferante, lo que tampoco parece.

Con el correr de los años, Valle Inclán se posiciona con mayor claridad contra gritos, destemplanzas y gesticulaciones. Arma un escándalo en medio de una representación que dieron con sus huesos en la comisaría, por el altercado producido en el patio de butacas. Ante los gritos de los actores en situaciones melodramáticas de la alta comedia decimonónica y la respuesta fervorosa del público, Valle se levantó, se alzó de pie sobre la butaca y, con un pañuelo sacado del bolsillo y agitado con fuerza, solicitó voz en grito la oreja para aquel cómico. La petición no fue atendida y sí la de algunos espectadores que reclamaron la presencia de la fuerza pública. Días después, a propósito de este incidente escribiría: «el teatro nuestro es casi exclusivamente de acción y gutural. Las cosas las expresamos a gritos (…) El teatro castellano es eso, gritos. Los éxitos de Echegaray no se deben más que a que en sus obras colocaba muchas situaciones para que los actores gritaran. Y cada grito es una ovación».

Si hoy viviera Valle ignoro si volvería a sacar el pañuelo blanco ante esa caterva de actores gritones de vieja y nueva escuela, o bien el pañuelo verde, para que la autoridad devuelva el toro al corral, ante el sinnúmero de intérpretes a los que no se les oye o no se les entiende. El desconocimiento de la técnica para proyectar la voz y la incompetencia para vocalizar impide que muchos parlamentos «no traspasen la batería». Decir sólo con el impulso y la resonancia de las cuerdas vocales sin impulsar la voz desde dentro es una asignatura pendiente del teatro español, del cine o la televisión pues, aunque la técnica amplifica, en muchos casos, es tan sólo el ruido o el murmullo inarticulado lo que se escucha, obligando al espectador a rellenar intuitivamente las casillas de las palabras vacías.

Los problemas de esta impostación o balbuceo, de la declamación y el habla enfática o, por el contrario, del ininteligible susurro se producen por los textos, la fonética castellana y las escuelas de teatro. De estos tres factores, los textos cada vez son menos «factores de riesgo», pues la ampulosidad y grandilocuencia del lenguaje, desde hace años, se remplaza por una coloquialidad que acarrea otros problemas, pero no de dicción enfática de los actores.

La fonética castellana sí es una dificultad, aunque cada lengua tiene las suyas. Las sólo cinco vocales y el elevado número de sílabas de consonante más vocal no ayudan a los modulaciones prosódicas, por el contrario contribuyen a crear una cadencia monótona del habla. Tampoco facilitan los cambios de tonalidad el ochenta por ciento de palabras graves de nuestro diccionario, así como el pronunciar como se escribe, que no obliga a colocar la lengua en diferentes posiciones, ni a utilizar y entrenar la variedad de músculos fonadores, que matizan, acentúan o tornasolan los sonidos. Estos inconvenientes pasan factura en el aprendizaje de otra lengua, añadida a la proverbial falta de oído musical de los españoles, y al arte interpretativo.

A estas dificultades fonéticas, se añaden otras de índole comprensiva. El bajo índice de lecturas y conocimiento del lenguaje de una legión de actores y directores conlleva la ignorancia del significado de un buen número de palabras, más si el texto pertenece al siglo áureo; el desconocimiento de la estructura de la lengua a ignorar la palabra clave en una expresión y su importancia, de tal manera que achacado por Valle Inclán al intérprete latinoamericano de su tiempo, ahora nos los podrían echar en cara de allá a acá: «Ustedes los americanos carecen de fonética. Un español dice en un restaurante: ¡Qué comida! y al punto cualquiera interpreta el grado exacto de su impresión. Los americanos, en cambio, faltos de acento deben agregar un adjetivo que califique y precise el dictamen, de lo que desean expresar.»

Existen más problemas en la comunicación, como la impericia para hablar en público, materia ausente desde las escuelas de primaria, que se traduce en miedos, inseguridades y comerse sílabas o palabras, pero a estos defectos de base se agrega uno más, la escasez de profesores de calidad contrastada en escuelas de arte dramático. Vicente Fuentes ha ejercido el magisterio en la Resad durantes décadas hasta su jubilación y ahora se propone formar en este difícil arte de hablar mediante una Fundación, creada por él y con sede en un paraje apartado y montañoso de Salamanca. Confiemos en que él y algunos otros puedan modelar una generación de actores que no se debatan entre el grito o el susurro.

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