El giro hermenéutico

¿Quién teme a Virginia Woolf?

Casi todo el mundo se empeña en asociar el título de Albee a la canción infantil «¿Quién teme al lobo feroz?» Dicen que es una parodia de la canción de Los tres cerditos…. Woolf es lobo… Otros cuentan que Albee vio escrita en el espejo de un baño en un bar, la frase ¿Quién teme a Virginia Wolf?

Pero, ¿por qué el dramaturgo emplea el nombre de Virginia? ¿Juego de palabras? Sé que sonará descabellado, pero no pierdo nada con imaginar un ardid feminista de nuestro autor, precisamente él, acusado de misógino.

Escrita en 1961, la obra refleja un claro compromiso crítico del papel de mujer y la familia en Estados Unidos. Plantea una lectura crucial acerca de dos líneas ideológicas contrapuestas: el feminismo político e intelectual de las pioneras -como Virginia Wolf- y otro feminismo intrascendente y aparente que se instaló en Estados Unidos. Martha parece ser dueña de su espacio y su tiempo. La conquista del espacio y tiempo propio, parece conseguida. Pero se trata de una cortina de humo que esconde la sordidez y el vacío del tiempo que emplea en jugar y humillar, entre copa y copa, cigarrillo y cigarrillo, a su marido. Un feminismo aparente y vacío tras el que se parapeta con aires de razones de mujer fuerte, una mujer que lleva los pantalones en la casa, que decide qué juego jugar, a qué hora y en qué lugar. Martha es esclava del matrimonio y de su familia, y lo más importante: lo sabe. Su consciencia le permite parodiarse, dejar los márgenes y la periferia, históricamente asociados a la mujer, y situarse en el centro de la cuestión emprendiendo un macabro juego de descubrimiento.

Martha, víctima de sus miedos y angustias, se revela insatisfecha por no haber vivido su vida, sino la de los otros: la de su padre, la del entorno, la de su marido…. Martha entonces, se rebela- con b- a interpretar el rol de ángel del hogar; se niega a cumplir el papel de la buena esposa, paciente y comprensiva. Y se venga… hasta de sí misma. Con sus palabras –cargadas de violencia, tacos e improperios- , gestos- llenos de desprecio- y acciones –expresivas de la indignidad y la decadencia- emprende un ritual exorcista.

Martha ni siquiera vive una historia amorosa paralela y clandestina como Ana Ozores en La Regenta o Emma en Madame Bovary. Eso está superado. Intenta hacérselo delante de su marido, en su propia casa, perdiendo cualquier atisbo de dignidad… ¿Y ahora qué?, parecen preguntarse los personajes todo el rato. ¿Qué podemos hacer realmente revolucionario, conmovedor, resolutivo, original? La obra de Albee lanza todo el tiempo la misma respuesta: nada, nada, nada de nada. Pero Martha no deja de intentarlo. Necesita descubrir su propio deseo. Y nosotros, los espectadores, la vemos, la sentimos, y nos llega toda su rabia, todo su dolor, toda su impotencia. Su mascarada parapetada tras el canturreo de ¿Quién teme a Virginia Woolf?.

En la obra existen aires autobiográficos y metateatrales ya que, Albee fue un niño adoptado a las dos semanas de nacer. Un hijo que no es hijo -como en la obra-, sólo una ilusión, sobre la que un matrimonio edifica una aparente vida acomodada. El padre del dramaturgo era empresario de varios teatros de vodevil; casado en terceras nupcias con la que será su madre adoptiva, una modelo de alta costura, Albee ha contado que nunca supieron ser padres. Tampoco aceptaron su orientación sexual y su vocación de escritor y rompió su relación con ellos a los 21 años, marchándose a vivir a Nueva York. En ¿Quién teme a Virginia Woolf? hay que matar al hijo, desmontar la ficción para liberar la verdad. La verdad del conflicto contemporáneo acerca del matrimonio y la familia y sus modos de representación.

Otra guiño de Albee: los protagonistas de la ficción se llaman como el presidente norteamericano George Washinton y su esposa Martha.

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