Críticas de espectáculos

Quiero ser ángel, bayeta y pavo

Quiero ser. Lo quiero.
Lo sería, pero sé que se acabará,
que te dejaré y que me dejarás.

Alberto Cortés es intransitividad de un ser teatral. One night at the golden bar tiene color: es áureo y blanco; tiene apariencia: es la fragilidad de un espesor efímero. Se iniciará como una escena entumecida, porque es estética comprometida con mecer, dulce y cálida, la disyunción entre artista, obra y espectador. En este bar de pliegues dorados por la luz del canto y su movimiento, no la había. Nunca hubo distancia. Alberto es dramaturgo y artista que pisa, corrompe y pregunta directamente a los ojos frontales, guapos para la ocasión, predispuestos a la conmutación de un testigo abandonado en ángel o bayeta.

¿De qué hablar para que se ciña al estatuto esperable? No importa. Alberto inicia la obra desde la pérdida de la verticalidad, y no importa. Porque su poética cristaliza la forma de lo frágil y lo masculino en un espacio donde ‘nadie tiene la culpa de na’, no, nadie tiene la culpa de na, no. Nadie tiene la culpa. La repetición de estos soplos los fija como pequeñas estructuras que se alteran de acuerdo a la fluidez de un discurso que denuncia su propia consistencia: durará en el tiempo de torcedura de una muñeca a la vez que toma altura y distancia del cuerpo; en el del quebrado de las rodillas hasta girar en un potro; en el del pulso que recorre los dedos hasta conseguir la rigidez de una pierna. La duración es intensa. Insiste en la necesidad de detener el ritmo rápido y cortado de la vida fuera del espacio de representación. ‘¡Baja, Ángel Gabriel! Anúnciame una alegría grande’. Voy y no llego.

Figura de belleza mórbida, ¿no eres fragilidad de un silencio entrecortado por sollozos? Masculinidad, yo te protejo, porque te amo. No te amo, pero es que ‘de la cárcel se sale, de ti no’. Te protejo. Te nombro y me destruyo. Me construyo en un humo de poni azul. ¿Soy un ángel o una bayeta?—se pregunta Alberto. Reconstruye diálogos que no esperan nada.. las palabras consumadas son clichés cada vez que pasan por la garganta y la boca: ‘me dicen … pero yo oigo…’. El nexo sensoriomotriz ha caído en la ingravidez del texto. Se escucha lo que se siente: salva la bello. Te protejo. Y me avergüenzo. El ángel se disloca porque lo que pide a una figura vacía, a un inmaculado cliché, es algo de lo que ella carece: orgullo, amor, parresía de ser y actuar con humanidad. La música cubre y satura esta vacío en busca de un sentido más oblicuo: ahora es figura musical que reorganiza los pliegues y cadenas para que dibujen volúmenes de tela y piel. Buscan una salida en el vapor de un soplo, de un gemido que pedirá ser sodomizado, ser abordado. Ser, definitiva y desarmada, y desde este bar, en este monte.

Alberto detiene las voces para que el cuerpo grite; calma los espasmos del cuerpo para que la melodía se repita: ‘soy aquí, con una soga al cuello’. El ángel-bayeta suscita el canto del patio de butacas, que no dudan en marcar el tiempo de este desarme. Colapso de la intensidad. One night at the golden bar es poema de hechos mentales que se materializan y son visibles desde el envés de la piel. Sus versos escriben el silencio, acotado espacio donde la rigidez del cliché se desparrama cuando la poesía lo derrenga a su estado de fragilidad y mito. El discurso teatral llora porque siente la fragilidad en el seno del estatuto de virilidad. Y es que el Hombre es serie de imágenes de una opacidad repasada capa a capa, siglo tras siglo, hasta endurecerse en una silueta que, de tan profundo grosor, ha terminado por ahogar al cuerpo contenido en ella. La masculinidad aferrada al cliché es signo vaciado por su propia pesadez. El ángel lo sigue velando y se sigue asqueando de sí. Dale una estrella, un Edén, pero no le des menos. Y si es así, dale un martillo para que se horade el cráneo hasta llegar al fondo de ti mismo. ‘Cuánta intensidad tiene el querer’. En metonimia constante y volátil, la pregunta se pulsa: ¿soy un ángel o un pavo? No importa, porque es ambos, en la multiplicidad que resulta de su ser fundido. Lo hemos conseguido, peña: la figura ha perdido el nombre en este acto de poesía contemporánea. Ahora es Nadie. Solo pide un nombre que no sea olvidado, Samuel. Se muere al mirarle.

Danza lo níveo. No es delicado. Vulnerable tan solo es una apariencia, un cliché. Está huyendo de allí, aferrándose a sí y a lo que aún no ha dicho. Nos llevará hasta el bar. Con las vibraciones del espacio sonoro de César Barco Manrique, Alberto encadena una imagen-cliché con la siguiente, siendo su voz, o mejor, una voz que ha encontrado y que no es suya. Nómbrame. Nómbrame. Nómbrame. Nómbrame hasta que las grafías signifiquen algo para mí. Nómbrame. Ya no sé lo que significa ‘Nómbrame’. ¿Acaso pido un sentido, si ‘ya no me importa na’? Llévame al Edén. Abórdame. Esta danza lo pide en una concatenación ajena a toda fisiología del respirar: su régimen visual es el soplo, el gemido ahogado que cabe en un soplo. Instante volátil pero infinito cuantas más veces es reiterado. Nómbrame tantas veces hasta expulsar su cliché como palabra-signo del lenguaje ordinario; sodomízalo hasta desmayarse de este lenguaje que sentencia, ya necrosado de tanto acallar su propio grito: marica, cuerpo sin coraje, ser sin derechos. Cosa. Hurraca. Solo importa que no estás en su mismo plano. Con esta articulación sobre la escena, sueña con querer ser significada por derecho esa noción tan difusa y espesa como es la masculinidad actual. Difusa porque la estructura de la sociedad la nombra desde un origen preñado de cliché.

‘La noche es estado de confusión entre la puesta de sol y el amanecer’. Hay un camino que se crea efímero entre el sol y la tierra. Son estados físicos fragmentados por el plano del recuerdo, del canto, de la danza y de la actualidad. One night at the golden bar es semiología de la fragilidad vista en clave de género en un teatro de voz múltiple, poesía de primera persona.

A ti, textura titubeante del mito de masculinidad caduca, sé que no hay futuro para ambas. Bella y cruda, como el grito que, a falta de expulsarse por la boca, corrompe todos los órganos y los hace fluir por las trabéculas. ‘Yo soy la persona que me quiere devorar. Yo. A mí.’ Contigo en el bar, en el golden bar. Una noche. Hope vestida de oropel. Una esperanza se libera entre sus yemas: es rocío connotado por la iluminación dorada de un foco. La luz tiembla a la cadencia de su extensión por el espacio. La figura de Alberto Cortés es la primera en elevarse de ese altar. La figura musical prosigue unos instantes más, hasta que la tenuidad resuene con la gravedad nacarada de lo mostrado esta noche, en este bar.

Andrea Simone

FICHA ARTÍSTICA:
•Obra: One night at the golden bar
•Concepto, dramaturgia, textos e interpretación: Alberto Cortés
•Música y espacio sonoro: César Barco Manrique
•Iluminación: Benito Jiménez
•Vestuario: Gloria Trenado
•Asistencia en movimiento: María Cabeza de Vaca
•Asistencia en espacio escénico: Víctor Colmenero
•Con la colaboración de: Teatro Calderón de Valladolid, Junta de Andalucía (Residencias Ágora), Centro Conde Duque y Graners de creació

Central Lechera, FIT de Cádiz, 22/10/2022

Fotografía de Lourdes de Vicente y Francis Jiménez.

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