El factor indefinible

Sobre algunos ‘límites’ en el teatro

Hoy me gustaría hablar de algunos “límites” en el teatro.

Todo proceso creativo necesita profundas investigaciones. Cuanto más tiempo se dedique a ello probablemente los resultados serán más complejos e interesantes. Las perspectivas se amplían, las zonas grises se multiplican, se puede probar y fracasar de una manera flexible, el diálogo entre los creadores y sus obras avanza con solidez, los riesgos se asumen con mayor seguridad y más conocimiento, etc. En definitiva, todo crece. Por supuesto, depende de la constancia, de la profundidad, de la necesidad de explorar. Pero el primer dilema con el que se encuentra una compañía profesional de teatro es el tiempo. Sí, el tiempo del que dispone para investigar en cada proceso, que es limitado. Hoy todo el mundo tiene prisa. Y, si entramos con más profundidad en este asunto, se puede ver también que la creación acaba siendo condicionada por las obligaciones burocráticas, circunstancias económicas, espaciales, técnicas y de diverso tipo. Todo ello influye en los procesos y condiciona profundamente el resultado. Las realidades son muy complejas. Además, el sistema predominante en el que vivimos lo que quiere son productos y no tanto experiencias creativas profundas. Incluso hoy se tiende a sustituir la idea de “obra” por la de “producto”. Reconozco que detesto esta última acepción.

Por otra parte, siempre me ha llamado la atención cuando se habla en este ámbito de texto fácil, difícil o, incluso, imposible; es decir, que un texto sea representable o muy complicado de llevar a escena o que no se pueda representar, respectivamente. Y con estos límites iniciales ya se condiciona la comprensión de las ideas o la posibilidad de algo más. Muchos dramaturgos se han quedado en el camino por ser considerados autores imposibles. Están destinados a la marginación casi absoluta en este estado de cosas. Esa etiqueta que suena ridícula, en realidad, responde a la incapacidad de algunos directores para montar los textos. Porque no hay textos imposibles o difíciles. Todos pueden ser escenificados. Y lo imposible se vuelve posible porque hay diversas maneras de llegar a hacerlo, tantas como personas. A algunos directores les aterra la imaginación o la libertad total o se sienten abrumados por tanta fantasía. También puede ser por razones económicas o de otro tipo, por supuesto. Pero muchos de los responsables que han decidido no llevar estos textos a escena siempre, antes de admitir sus incertidumbres o sus miedos, prefieren apoyarse en que los espectadores no están preparados para entenderlos, por eso los llaman así: imposibles. ¿Quién puede determinar, entonces, lo que es o no representable? Porque todo es posible… Peter Brook lo esbozaba en El espacio vacío, a la hora de definir lo que era la realización de un acto teatral: solo alguien que “camina por este espacio vacío mientras otro lo observa”. Como se sabe, es una idea que se remonta a la antigüedad. Es lo esencial. En realidad, a partir de ahí, todo es representable, hasta una sola palabra puede ser el único texto de una obra de cinco horas.

Pero, siguiendo con esa idea, si necesitamos a dos personas para el acto teatral, ¿qué sucedería si solo tuviéramos a una sola y se reflejara en un espejo o se viera actuar, al mismo tiempo, en una gran pantalla o en un holograma? Podría tratarse de una especie de autorrepresentación. La actitud del actuante sería activa y pasiva al mismo tiempo, viviría su proceso como un acto de aprendizaje, pero también como un espectador de sí mismo, actuaría y recibiría sus propios estímulos, se aplaudiría a sí mismo o se rechazaría, dudaría de lo que estuviera viendo o no… ¿Podría tratarse de una especie de “selfie” teatral? Si, lo sé, tal vez resultase un poco absurdo (o podríamos pensar que se pareciera más a un ensayo), pero en esta era donde abunda la soledad física, podría darse esto o algo similar. Yo veo casi a diario a muchas personas llevando a cabo su mejor “selfie” ante lo que sea, grabándose en un vídeo o hablando solas por la calle porque les apetece y sin ningún motivo aparente, ni siquiera por una llamada de teléfono. ¿Si acabase el narcisismo, quizá ya no habría espectadores al otro lado? El cine y el teatro los han ido perdiendo. Nos recluimos cada vez más. La comunicación y la visión del mundo desde un ordenador en casa es cada vez más frecuente. Tenemos mucha información, pero estamos más solos.

¿Y un teatro sin seres humanos en el escenario o con inteligencia artificial únicamente? ¿O solo con animales, plantas…? ¿O solo con un paisaje de fondo? Esto último ya se ha dado alguna vez. La humanidad está empezando a dejar paso a la inteligencia artificial. ¿Lo hará en el teatro, también? ¿Se llevará a cabo teatro algún día solo para robots? Si fuera así, quizá ya nadie se plantee lo que es o si un texto debe ser posible o imposible o si es necesaria la presencia del espectador, tal y como la conocemos. Quizá el teatro pueda hacer referencia a algo que además exista sin nuestra “imprescindible” ejecutiva voluntad, puesto que sigue y seguirá constituyendo un mar de ideas dinámicas y cambiables, alimentadas por la transformación del mundo.

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