Un cerebro compartido

Teatro democrático

1876. En Bayreuth, Alemania, se inaugura el Bayreuther Festspielhaus (Teatro de los festivales de Bayreuth) financiado por el rey Luis II de Baviera en cuyo diseño y construcción toma parte Richard Wagner. El compositor, director de orquesta, poeta, ensayista, teórico musical, dramaturgo, escenógrafo y libretista estaba convencido de gozar del beneplácito del pueblo alemán y afirmaba que sus composiciones eran el máximo exponente artístico. Su famoso Gesamtkunstwerk (obra artística total) era lo más de lo más en la exaltada época del Romanticismo del XIX.

 

Paradójico que bajo esta perspectiva tan prepotente naciera el diseño de teatro democrático, acepción justificada ya que en el proyecto realizado en Bayreuth no se construyeron zonas de privilegio para ningún espectador, no hay paraísos ni butacas, por no haber, hasta hace pocos años no había ni almohadones en las sillas de una platea con asientos de madera y con solo dos vomitorios en los extremos (si te toca sentarte frente al escenario, levantas a media fila para salir) Como única concesión se construyeron unos sencillos palcos para el rey y su séquito, y es lo que tiene financiar el proyecto, se te trata bien. Para el resto del público todas las localidades contaban y cuentan con los mismos privilegios e incomodidades y no hay que olvidar que, casi cada verano desde su inauguración, en el Festival de Bayreuth se programan partes de la tetralogía del “El anillo del nibelungo” con representaciones que no bajan de las cuatro horas.

Este fue el primer teatro en el que se deja a oscuras al público durante la representación, y además, Wagner diseñó un foso para la orquesta que ocultó bajo una gran concha para evitar que los movimientos de los músicos distrajeran la atención del espectador, eliminó la barrera musical entre el público y la representación. Al estilo del teatro de Epidauro en Grecia, se prepara al espectador para una percepción sin distracciones. Quería la atención total de los casi 1900 espectadores que constituyen el aforo y a tenor de las crónicas de entonces y las actuales, se consigue. ¿Se puede decir que Wagner pensaba en cómo maximizar la experiencia del espectador por sus sugerencias en el diseño de un espacio democrático? El compositor establece cuáles son las reglas del juego para que el espectador no tenga distracciones durante las representaciones, pero los sienta en bancos corridos de madera sin reposabrazos así que no, creo que no pensó especialmente en el espectador sino en cómo este debe admirar su trabajo. Desgraciadamente, para rentabilizar una producción operística y muchas teatrales, estos mega-espacios son necesarios, pero nosotros, que ya sabemos algo de esto, no vamos a ir a paraísos o gallineros donde intuimos más que vemos y oímos pero no escuchamos. El verdadero teatro democrático es el que da la oportunidad de experimentar lo mismo a todos los espectadores. Y digo experimentar, no intuir.

En “Quemar la casa”, Eugenio Barba hablando de la cenestesia o sensación interna de los movimientos propios y ajenos, afirma que las tensiones y modificaciones del cuerpo del actor provocan un efecto inmediato en el cuerpo del espectador hasta una distancia de diez metros y que a medida que esta distancia se incrementa el efecto llega a desaparecer. Los diseños de los teatros actuales, son lo que son. No sabría a quién responsabilizar de los mastodónticos diseños de teatros públicos y la sobredimensión de muchos privados, que más que pensar en el espectador están construidos para hacer caja llenando una platea sobredimensionada con más de treinta filas, con paraísos y con entradas de visibilidad reducida (o nula, que las he visto). Pienso que un teatro capaz de hablar a cada uno de los espectadores es posible. Recuerdo en este sentido el teatro de las trece filas de Opole en el que Grotowski trabajó más de cinco años pero también, y sobre todo, pienso en la mayoría de las salas de la red de teatro alternativo (sugiero el cambio a experiencial) donde el teatro se puede masticar en vez de olerse en la distancia.

Al espectador no hay que quitarle la capacidad de intervenir en el proceso creativo del intérprete o este se encontrará perdido. Como intérprete he tenido ocasión de trabajar la misma obra en auditorios con aforos para más de mil espectadores y en teatros para menos de doscientos, y puedo asegurar que tanto desde escena como desde el patio de butacas, la obra, siempre viva, sufre una metamorfosis. Desde la neurobiología hace años que se definió el concepto de Espacio de intenciones compartidas, que define zonas cerebrales donde se producen mecanismos neurológicos para entender la intención de las acciones de los demás sin necesidad de que haya una comprensión analítica. A un espectador hay que darle la posibilidad de que estos grupos neuronales se le disparen experimentando el trabajo del intérprete y así participar de la comunicación bidireccional que es el teatro, y para eso, no podemos sentarlo en paraísos. Barba afirma que la distancia ideal son diez metros, bueno, por qué no, pero desde luego, si tiene pensado ir a una representación en vivo, tenga la prudencia de no sentarse en localidades donde adivine movimientos en vez de percibirlos y donde no vea la expresión del intérprete. Son entradas más económicas, lo entiendo, pero no lo disfrutará igual. Piense si es mejor ir al teatro con menos frecuencia pero que a la salida pueda hablar de experiencia, o más veces y que a la salida hable de la cerveza que le espera. Al teatro se va a vivir, no a ver. Teatros democráticos, teatros íntimos, teatros de cerca y el paraíso… para otros. Posiblemente sea una utopía, pero me da igual.

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