Mirada de Zebra

Teatro, homeostasis y contemporaneidad

La semana pasada utilizábamos la imagen de la zanahoria para hablar de un estímulo aparentemente inalcanzable que es capaz de poner en acción todo el esfuerzo y la capacidad de un artista. El arte de la actuación, tan escurridizo a todo tipo de reglas que pretenden explicar sus secretos racionalmente, está plagado de sustanciosas zanahorias que el actor persigue incansablemente a lo largo de su formación. Uno de los conceptos-zanahoria más misteriosos y a la vez más habituales en este oficio es la “organicidad”. Intuitivamente, si confiamos en la experiencia de nuestro oído, asumimos que un actor orgánico es un actor vivo y natural y que, si no lo es, al menos está cerca de ser un buen actor. Pero, puesto bajo lupa, ¿qué es en realidad ser orgánico en teatro?

Echamos mano a los libros y ahora confiamos en lo que escribieron otros. El primero en aplicar el concepto al arte del actor, como en tantas otras cosas, fue Stanislavski. Para el pionero teatral ruso la organicidad era una premisa en el logro de la verosimilitud y la verdad escénica que exigía en sus actores. Como explica Eugenio Barba, con su mirada radiográfica puesta sobre el actor, la organicidad está ligada a una presencia y a un bios escénico del actor que lo vuelve creíble a los ojos del espectador, dentro de la concepción teatral en la que está inmerso. De tal manera, cada maestro, al menos en el siglo XX, buscó su particular concepto de organicidad en función de su visión del hecho teatral, en función de cómo quería plasmar la vida en su teatro. Así pues Meyerhold buscó la organicidad a través de la biomecánica, Artaud por medio de la “crueldad” del actor, Michael Chéjov con la imaginación y Stanislavski, en su última etapa, gracias a las acciones físicas.

En cualquier caso, remitiéndonos a lo sustancial las diferencias encuentran una raíz común. Si, por definición, lo orgánico es una cualidad del organismo en vida, significa que todas las partes que lo forman, desde las más grandes a las pequeñas (desde los órganos a las moléculas), están interconectadas y se influyen mutuamente para crear la sola unidad viva que es el organismo. Aunque la extrañeza frunza el ceño de los más escépticos, esto deriva en una perspectiva que puede ser útil para el actor. Siguiendo esta descripción de lo orgánico, una conditio sine qua non para alcanzar la organicidad en escena es que los elementos que conforman la expresión del actor estén en estrecha conexión. Así, la voz, el cuerpo, el pensamiento o la emoción deben armonizarse e influirse en cada acción. Esto puede parecer algo obvio, pero en las condiciones artificiales de la escena, lo habitual es que un actor en plena formación desconecte alguno de estos elementos, perdiendo en consecuencia toda organicidad. Si la voz reacciona, el cuerpo no le sigue; si el cuerpo reacciona, la voz se desvincula; si surge una emoción o un pensamiento es difícil que el cuerpo o la voz reaccionen en consecuencia. Las posibilidades que conducen a la falta de organicidad como las que conducen a la organicidad, son múltiples.

Ahondando un poco más, encontramos otro concepto de la jerga científica que describe esta interconexión elemental que caracteriza todo organismo vivo: la homeostasis. La homeostasis es el proceso mediante el cual un organismo vivo pone en relación todos sus órganos y compartimentos con el objetivo de obtener un equilibrio básico de todo el conjunto. Estirando el sentido de la palabra, podríamos decir entonces que en un actor orgánico todos sus elementos expresivos (del cuerpo a la voz, del pensamiento a la emoción) están en homeostasis, en un equilibrio básico, fisiológicamente consensuado.

No se vayan todavía, aún hay más. La organicidad, como pulso de cualquier organismo vivo complejo, no es sólo aplicable al actor, también podemos llevarla a la concepción de un espectáculo. Precisamente la búsqueda de un espectáculo orgánico fue lo que caracterizó, como detalla la investigadora italiana Mirela Schino, a los grandes directores del comienzo del novecientos. Cuando el oficio de director de escena recién emergía, reformistas como los mencionados Meyerhold o Stanislavski y otros como Appia, Craig, Vajtángov, Reinhardt o Dullin, se obsesionaron en armonizar los diferentes elementos de la puesta en escena. Por encima del atractivo y el talento de ciertos actores y actrices estrella, tan en auge a finales del siglo XIX, y sometiendo la obra escrita, hasta entonces intocable, a la concepción global del espectáculo, estos directores centraron sus esfuerzos en dotar a sus creaciones de un equilibrio artístico particular, de una homeostasis escénica donde debían converger en simbiosis escenografía, actores, iluminación, música, atrezzo y demás elementos.

Para finalizar, dejamos a un lado el retrovisor de la historia y miramos al teatro de hoy día. Una de las características definitorias de este nuestro teatro contemporáneo es, sin duda, el mestizaje de diversas artes no específicamente teatrales. Tanto es así, que a día de hoy desconozco si queda algún arte que no se haya intentado llevar a escena. Abundan, en consecuencia, espectáculos que mezclan todo tipo de expresiones: danza, teatro, títeres, circo, manipulación de objetos, música en directo, escultura, últimas tecnologías audiovisuales… Algunas de ellas son propuestas loables, sustentadas en una coherencia interna sólida y que, sin duda, deben ser un referente en la renovación futura del teatro. Sin embargo otras muchas, debido a la falta de cohesión entre sus lenguajes, adolecen de la organicidad mínima para considerarlas un espectáculo unitario. No hablamos ya de que exista una conexión en el nivel semántico, en aquello sobre lo que versan, lo cual se presupone, hablamos de que si todas estas artes han de convivir en un mismo espacio y tiempo, deberán dialogar, equilibrarse e influirse recíprocamente si se quiere lograr una creación de una homeostasis básica. Y es en este punto donde surgen las dificultades.

El impulso creativo del mestizaje que es tan contemporáneo, choca con una circunstancia igual de contemporánea: la falta de tiempo y la urgencia. Alcanzar la organicidad de un lenguaje artístico que se presupone nuevo, necesita (entre otras cosas) tiempo para que todas las partes que lo conforman puedan interrelacionarse y comunicar como un todo y no como una serie de elementos aislados que acaban anulándose. Si no se dejan macerar los diversos lenguajes de una propuesta escénica durante un periodo adecuado, éstos no enraízan entre sí y el resultado es un collage, tal vez curioso y sorprendente, pero definitivamente deslavazado y falto de organicidad. En estos casos veremos las plantas pero no el bosque. Y es que el hecho de subir una actividad artística a un escenario no la convierte necesariamente en teatro.

 

 

 

 

 

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