Un cerebro compartido

Teatro sin ambigüedad, chocolate sin azúcar

Partamos de una hipótesis: La calidad de una propuesta escénica está relacionada con el grado de activación que ésta genera en el cerebro del espectador, quien, inmerso en un juego de significantes y significados explícitos o sugeridos, es estimulado perceptivamente en un grado que abarca desde la inactividad hasta la renuncia temporal de su yo. En ese abanico, la ambigüedad es un factor determinante para conseguir espectadores activos.

 

Las resonancias sensoriales y motoras del espectador o su conciencia receptora son las que mantienen activa la comunicación bidireccional entre el patio de butacas y el escenario habilitando a la representación teatral como un sistema autónomo capaz de alimentarse y mantenerse por sí mismo. La importancia de esta conciencia receptora ya es patente desde los comienzos de la teoría teatral contemporánea occidental. En sus famosas veladas, Filippo Marinetti, padre del movimiento de vanguardia del Futurismo, alternaba teatro con exhibiciones de obras de arte figurativo, con provocaciones al espectador al que colocaba chinchetas en los asientos o vendía la misma entrada a dos espectadores distintos; buscaba un desplazando en el concepto teatral del plano de la representación al de la acción donde la resonancia sensorial del espectador eran constantemente sacudidas. Sergei Eisenstein también teoriza sobre la construcción de movimientos expresivos, orgánicos y de acciones físicas en el actor, y el modo en que este, de manera inductiva, genera resonancias en el espectador al someterlo a estímulos de acción psicológica y sensorial con el fin de producirle un choque emotivo, con el fin de conquistarlo.

Se ha teorizado ampliamente sobre las resonancias en espectadores pero aún no se ha estudiado una aproximación desde las ciencias cognitivas que, entre otras bondades, facilitan el acceso al estudio de la ambigüedad. Existen unas áreas cerebrales poco estudiadas con el proceso espectacular relacionadas con la identificación del yo y la resolución de conflictos. Una es la corteza orbito frontal dentro de la región del lóbulo frontal relacionada con el procesamiento cognitivo de la toma de decisiones, y por tanto, afectado por la ambigüedad, en nuestro caso la ambigüedad escénica. Otra es la ínsula, que actúa como zona de asociación especialmente en lo que se refiere a la asociación entre percepción y emoción.

Pienso que el arte debe presentar márgenes de indeterminación, donde reside la ambigüedad, para excitar estas áreas. En la literatura, Wolfgan Iser es conocido por sus Leerstellen o espacios vacíos. Afirmaba que «siempre que los segmentos de texto se encuentran abruptamente, hay espacios vacíos que interrumpen el orden esperado del texto». En estos espacios el lector es desafiado a relacionar los segmentos de texto. El trabajo del lector es relacionar estos elementos narrativos diferentes entre sí, relación que no está predeterminada por el texto. Llevando este concepto a la escena, el cerebro del espectador activo es uno que, durante una representación teatral, está preparado para crear significado, para adquirir conocimiento, es uno lo suficientemente flexible para entender situaciones con interpretaciones evidentes pero también con interpretaciones ambiguas que completará según su grado de actividad. El cerebro del espectador debe decidir cuál es la solución más probable ante las variantes posibles que le presenta la dramaturgia escénica, y para ello solo tiene una opción: tratar a todas las soluciones con igualdad de probabilidad dando a cada una de las soluciones un lugar en su estado de consciencia, pero de tal forma, que solo sea consciente de una de las interpretaciones en un momento dado. Cada individuo de manera autónoma infunde sentido a lo que percibe apoyándose en su léxico de acciones, y este no tiene por qué coincidir con el de otro agente receptor. Esto es interesante porque no significa que lo que un espectador perciba sea lo correcto frente a lo que perciba otro: todas las conclusiones, percepciones, son válidas. Esta idea coincide con la definición que el neurobiólogo Samir Zeki hace de la ambigüedad: La ambigüedad no es incertidumbre, sino certeza, la certeza de muchas interpretaciones igualmente plausibles, cada una de ellas válida cuando ocupa la etapa consciente. 

Así se llega a una conclusión interesante: no existe la interpretación correcta de una escena o de una obra. La ambigüedad nos regala la posibilidad de pensar y dos espectadores nunca pensarán de igual manera porque sus recursos sensoriales y motores son, evidentemente subjetivos. Sin vaguedad en la propuesta escénica el teatro puede llegar a ser chocolate sin azúcar. 

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