Críticas de espectáculos

Una versión de Julio César que acuchilla a Shakespeare

Comenzó la 68 edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida que -¡por fin!- parece plantearse el reclamado carácter internacional de hace años, con la participación de un espectáculo que llega desde Argentina. Se trata de «Julio Cesar» de Shakespeare, una producción del Complejo Teatral de Buenos Aires que ya se había estrenado en el Teatro El Plata en mayo de este año. «Julio Cesar», que había pasado por la escena del Teatro Romano en seis ocasiones desde la etapa de José Tamayo, se ha representado esta vez bajo la versión y dirección de José María Muscari (que «estrena» aquí por primera vez).
«Julio César» (1599), es una de las tragedias magistrales del autor inglés, basada en textos de Plutarco, que mejor explora las pasiones humanas que se mueven alrededor del poder, incluso del poder absoluto, sometido siempre a la presión inmisericorde de las ambiciones de oponentes, resentidos y enemigos. El argumento, que enfrenta esas dos maneras distintas de entender el poder público -como Monarquía o como República-, recrea la histórica conspiración en contra del dictador romano y su homicidio en los idus de marzo (del año 44 a. C.) por una nobleza dividida y enfrentada por la consecución de cargos públicos.
La versión de Muscari, autor/director/actor/docente, considerado un vanguardista de la actividad teatral argentina (fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura en el año 2018 por la Legislatura Porteña) por sus varios montajes de sello transgresor, no acabó de cuajar -y convencer a la mayoría de espectadores- en el Teatro Romano. La versión de este «Julio Cesar» revela en primer lugar la utilización de Shakespeare y de su texto ya consagrado, dándose determinados permisos y lujos en donde todo se complejiza sobre el contexto histórico clásico –en la síntesis de los hechos trágicos más relevantes- del personaje de Cesar y su entorno, planteados en su forma de escritura y de estética ligera, como si fuese una versión –alocadamente pensada por Muscari- de lo que Shakespeare alguna vez podía haber imaginado dialogando con nuestro tiempo.
La versión casi nada tiene ver con la obra inglesa. Claramente, esta versión acuchilla a Shakespeare como en la obra se acuchilla a Cesar. Además, no hay propuestas claras más allá de una indigestión de esa tendencia creativa rompedora –y diría que bastante comercial- que ha estado en la intención del autor/director: la combinación de las intrigas políticas, las nuevas tecnologías, un ícono gay argentino, Nathy Peluso y sus canciones, el barrio porteño de Mataderos, una actriz revelación, hombres haciendo de mujeres y mujeres haciendo de hombres. Todo un gazpacho teatral guiado por cierto clima moderno de la tecnología en donde el texto original, irreconocible y muy alejado de la tragedia –aunque su «meollo» no llegue a perderse del todo-, se desvaloriza o degrada.
Además, tengo que decir que esa propuesta de mensaje que desea transmitir Muscari y el elenco, manifestada en el programa de mano y en entrevistas, reflexionando -casi demagógicamente- sobre la defensa del feminismo y de la libertad sexual (un «ejercicio de empoderamiento de las mujeres y en defensa de esa diversidad», que decía también el director del Festival) no están bien ilustrados en el confuso juego de situaciones de mera apariencia de profundidad, en la realidad de lo que sucede en el escenario. Seguramente, porque el texto de Shakespeare no es el adecuado.
En el espectáculo, Muscari, que maneja perfectamente los cánones dramáticos hueros abiertos a esas múltiples interpretaciones que idiotizan a quienes no saben distinguir la oscura frontera entre el arte y la gilipollez, exhibe un atractivo abanico de recursos casi espectaculares y dinámicos que arropan muy bien la enrevesada versión (pretenciosa de ser un gran show multimediatico atravesado por la era de la comunicación, el audiovisual y la traducción). Se trabaja con cinco pantallas led que proyectan primeros planos del elenco detrás de una escenografía con sillones que sugieren un night club, teniendo de fondo el monumento romano. Pero merecen cierto elogio el trabajo que ensambla los diferentes aspectos técnicos: ambientación de luces, con el énfasis del impacto visual de un vestuario -extravagante con mucho colorido brillante- y musical a ritmos de rap o del hip hop de la Peluso (que podrían imitar un tipo de revista porteña).
En la interpretación, se nota la presencia de un buen elenco: Moria Casán (que encarna la figura de Cesar pavoneada con afanoso arte), Marita Ballesteros (Marco Antonio), Alejandra Radano (Bruto), Malena Solda (Casio), Mario Alarcón (Calpurnia), Mariano Torre, Mirta Wons, Vivian El Jaber y Fabiana García Lago, todos con oficio, con desenvoltura y organicidad en los gestos y movimientos, con perfecta declamación en la metamorfosis de sus roles. Aunque en los personajes femeninos representados por hombres se observaron ciertos clichés caricaturescos y superficiales que rozaban lo grotesco. Al público desde el principio le costaba mucho entender la mutación de estos personajes.
De los pocos más de 1.500 espectadores asistentes al estreno, vi que la mayoría siguió la representación con la cara seria y de perplejidad, tal vez perdidos. Creo que a muchos ni siquiera la adaptación de giros idiomáticos divertidos y anacronismos chistosos con referencia a España y Mérida les hizo gracia. Los siempre generosos aplausos del final no fueron esta vez demasiados y, además fríos.
José Manuel Villafaina

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