Críticas de espectáculos

Versos que resisten entre bronce y ceniza

Numancia, de Cervantes, levantó el telón del 71 Festival de Teatro Clásico de Mérida el pasado jueves. No es, sin embargo, una recién llegada a las veteranas piedras del Teatro Romano: desde la versión de Sánchez Castañer y José María Pemán que José Tamayo estrenó en 1961, hasta la del extremeño Florían Recio dirigida por Paco Carrillo en 2015, la tragedia cervantina ha derramado su sangre épica sobre estas gradas una y otra vez, como si las ruinas necesitaran recordarnos su propia memoria.

La «Numancia» actual, versión y dirección de José Luis Alonso de Santos, producción de la Comunidad de Madrid para Teatros del Canal, vio la luz hace apenas unas semanas —el 13 del mes pasado— en el Festival de Clásicos de Alcalá de Henares. Llega ahora a este certamen emeritense que sus promotores proclaman, con pecho hinchado, «el más longevo y el más importante de tema clásico». Ironías de la autopropaganda: en lugar de estreno absoluto, la obra aterriza en segunda parada de una gira que apenas ha comenzado.

Pero que nadie se llame a engaño: cada vez que los numantinos suben al escenario, la dignidad late como un tambor antiguo y la derrota se vuelve victoria poética. Quizá sea esa la verdadera grandeza del Festival —más allá de los eslóganes—, permitir que la misma historia se reinvente y, al hacerlo, ponga en evidencia la vanidad de quienes confunden solera con márketing y tradición con simple cartel.

Pero más allá de esos detalles menudos con que suelen abrumarnos nuestros gestores culturales, confieso que me llena de alegría la presencia de Alonso de Santos en el Teatro Romano. Su mano creadora ha regalado al Festival algunos montajes memorables, y tuve el privilegio de compartir con él varias aventuras escénicas para el Centro Dramático de Badajoz en aquel luminoso lustro de 1980 a 1985. De todas ellas, brilla con luz propia la gestación de «Golfus de Emérita Augusta», un canto jubiloso al teatro clásico concebido para celebrar el bimilenario de la piedra que lo sostiene, precisamente en 1983, cuando el Festival auténtico alzó por primera vez su telón imaginario.

La »Numancia» —compuesta entre 1580 y 1585, en el plenilunio del teatro renacentista español— corona el tragaluz del siglo XVI. Cervantes toma el asedio arévaco de 133 a. C., cuando las legiones de Escipión cercaron piedra y orgullo, y lo transforma en un paisaje de hambre elegida antes que humillación impuesta. Bajo su crónica de huesos y ceniza late la lección que juzgó imprescindible: el patriotismo, ese antiguo elixir con el que las naciones curan sus dudas. Historia, invención dramática y alegoría se funden hasta borrar sus costuras, levantando un canto áspero a la libertad: humilde en sus héroes, inmenso en dignidad. Por eso la obra resuena aún —cada vez que un poder arrogante llama »paz» a su conquista— como espejo incómodo que recuerda que hay derrotas celebradas porque rehúsan rendirse.

La versión de Alonso de Santos honra ese espíritu con admirable fidelidad filológica y pulso dramático, acercando el verso clásico al oído contemporáneo. El texto se escucha con placer y se entiende con nitidez; la épica coral vibra sin anquilosamientos y el sacrificio común se eleva como símbolo de libertad, dignidad y honor. Sin embargo, esa elegancia formal —que deslumbra por la idea— a veces conmueve menos por la emoción: la tragedia se admira más que se sufre. Al domar su crudeza, se atenúa parte del fuego interior.

Numancia
Numancia

La puesta en escena, rigurosa y sobria, rehúye artificios y deposita el protagonismo en el verso y el coro, evocando el rito más que el espectáculo. La contención estética es casi ascética: el director maneja muy bien un espacio romano que conoce, con escenografía mínima, símbolos austeros, luces precisas y una música sugerente bastan para enmarcar el sacrificio. Hay una nobleza deliberada en esta renuncia al artificio: aquí se nota que no se pretende deslumbrar ni imponer firma de autor, sino dejar que sea Cervantes quien hable. El conjunto coral construye una atmósfera grave donde lo colectivo pesa más que lo individual. Esa contención, empero, marca su límite: el dolor se dice pero no siempre se encarna, la Numancia que resiste interpela menos a la España que todavía lucha.

El reparto actoral ofrece un ejercicio de precisión técnica y fidelidad estilística. Arturo Querejeta alza a Teógenes con voz firme y temple clásico. Su presencia impone: cada verso resuena con la gravedad de un bronce antiguo, y su figura —serena, austera— parece esculpida bajo la luz oblicua de un templo en ruinas. A este gran actor, referente de aquella época dorada del Centro Dramático de Badajoz —inolvidable en «El reclinatorio» de Miguel Murillo y «La loca carrera del árbitro» de Manuel Martínez Mediero—, le basta un gesto mínimo para gobernar la escena. Su dicción impecable, la respiración que dosifica el pulso trágico, la sobriedad férrea con la que construye un héroe casi estoico lo convierten en el pilar del elenco. Quizá se echa en falta una fisura, esa grieta humana por donde asoma el temblor. Pero dentro de la arquitectura abierta que propone Alonso de Santos, Querejeta cumple con solvencia magistral.

Frente a él, Javier Lara aporta un Escipión preciso, que convence desde la frialdad estratégica y se agradece por su humanidad sin concesiones demagógicas. Destellos de emoción más cruda los aportan Andrés Picazo, cuya interpretación de Marandro sangra y vibra en escena, y Carmen del Valle, que en su fugaz pero intensa encarnación alegórica de «La Guerra» aporta una fisicidad poética que convulsiona la escena. También Ania Hernández, con su delicadeza como Lira, y Karmele Aranburu como «España», imprimen lirismo a sus roles desde una gestualidad sutil, bordando momentos de hondura silenciosa. Jacobo Dicenta, casi espectral desde la voz, funciona como una conciencia narrativa eficaz, David Soto suma humanidad desde su pequeño pero cálido papel. Pepa Pedroche, como «La Fama» y madre en esta versión de «Numancia», aporta una voz femenina poderosa que realza la vigencia del protagonismo femenino en la obra cervantina. Desde el coro, su presencia destaca por dotar al personaje de una fuerza contemporánea y activa en el conflicto. Conjuntados con el resto del elenco, privilegian la palabra sobre la carne, manteniendo un tono solemne que si bien puede parecer distante por momentos, resulta fiel a la estética trágica y coral que define esta puesta en escena.

Al término, los aplausos largos y los «¡bravo!» consagraron a Alonso de Santos, que, a sus 83 años, dirige con innegable energía una excelsa «Numancia» que no clama, pero perdura.


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