Críticas de espectáculos

Una Mirada al Mundo /Rojo reposado/Guy Cassiers

Rojo reposado, un relato alucinógeno

La peripecia de este monólogo que nos presentan el Toneelhuis de Amberes y el ro theater de Rotterdam dentro del ciclo Una Mirada al Mundo que se está celebrando en el María Guerrero de Madrid, parte de una situación muy parecida a la que se narra en El imperio del sol (1987), la película de Steven Spielberg escrita sobre el libro homónimo de J.G. Ballard (1984). Sólo que, en este caso, el recuerdo que obsesiona al protagonista es el de un campo de concentración, también japonés, pero situado en Indonesia, cerca de Yakarta, en donde estuvo confinado, junto con su madre, su abuela y su hermana pequeña, durante la Segunda Guerra Mundial. Y lo que era en el film la crónica de un niño que se va curtiendo como persona a base de enfrentarse a las dificultades de su cautiverio, en Rojo reposado (Sunken Red) se convierte en un ajuste de cuentas del niño ya hecho hombre con la figura de su madre, trasunto por demás del resto de mujeres que encontrará en su vida. La obra está basada en la novela autobiográfica Bezonken rood (1981) del autor neerlandés, nacido en Indonesia, Jeroen Brouwers (1940), viene adaptada y puesta en escena por el director flamenco Guy Cassiers, con la inestimable ayuda de Peter Missotten como responsable de la escenografía, la luminotecnia y el vídeo, y está interpretada por el también flamenco Dirk Roofthooft.

Pocas oportunidades hemos tenido hasta la fecha de acceder al teatro en lengua neerlandesa que es, hoy por hoy, uno de los más renovadores de Europa. Y de entre sus muy numerosos creadores (Jan Fabre, Jan Lauwers, Johan Simons, Ivo van Hove…) Guy Cassiers es uno de los más relevantes. Nacido en Amberes en 1960, su formación es la de un artista plástico que pronto se interesó por el teatro, más atraído por el manejo de las artes escénicas que por sus contenidos dramatúrgicos. Ese desinterés por el texto de autor, tan en boga hoy entre sus compañeros del teatro postdramático, le llevó a adaptar sobre todo escritos literarios, destacando entre sus realizaciones la versión de A la búsqueda del tiempo perdido de Proust que montara en cuatro entregas en el ro theater del 2002 al 2004.

Otro ciclo de corte literario que alcanzó una gran repercusión recientemente fue su Tríptico del poder, iniciado en 2006, año de su nombramiento como director del Toneelhuis, con Mefisto for ever, la historia de una “troupe” teatral en la Alemania nazi adaptada del Mephisto de Klaus Mann por Tom Lanoye, uno de sus dramaturgos habituales. La trilogía prosiguió con Wolfskers (2007), un día en la vida de Lenin, Hitler y el emperador Hirohito en plena guerra mundial, inspirada por tres films de Aleksandr Sokurov que desarrollaban el mismo tema. Y se clausuró con Atropa, avenging peace (2008) en donde, de la mano de nuevo de Tom Lanoye, revisita la guerra de Troya a través de una visión familiar de tres tragedias griegas: el Agamenón de Esquilo e Ifigenia en Aulis y Las troyanas de Eurípides. De modo que, como ocurre con otros creadores del momento – véase Krystian Lupa sin ir más lejos – es el magnetismo de la narración el que incita a Cassiers a representarla sobre un escenario.

En cuanto a su segunda faceta, la investigación de las posibilidades de expresión de las artes escénicas como complemento de la interpretación de los actores, se ha ido convirtiendo con el tiempo en una verdadera pasión por introducir las nuevas tecnologías – sintetizadores de voz, microcámaras de vídeo, proyecciones láser – en la aplicación de dichas artes, hasta hace poco casi subalternas, a sus montajes. Una tendencia ésta cada vez más marcada entre directores contemporáneos como Thomas Ostermeier, Krzysztof Warlikowski, Robert Lepage o Tomaz Pandur, entre otros.

De haber un espectáculo que, por el momento, mejor pudiera conjuntar la querencia por la tecnología con la devoción literaria de Guy Cassiers, ése sería sin duda alguna Rojo reposado (2004), su elaborada puesta en escena de la autobiografía de Brouwers. Cuando comienza la función, Dirk Roofthooft está en el escenario quitándose las callosidades de los pies. Su rostro, amplificado en una pantalla, denota un permanente sufrimiento que se refleja en las arrugas que le cercan los ojos, los labios entreabiertos, la barba a medio afeitar. A través del micrófono que lleva conectado oímos cómo respira dificultosamente, se aclara la garganta, traga un sorbo de agua, gargajea. Su presencia física nos invade. Se levanta en pijama, con un vaso y un kleenex en la mano, y avanza hasta el centro del escenario. Un láser rojo delimita su posición dibujando un cuadrado en el suelo a su alrededor. Ahora es toda su figura la que se proyecta junto con su sombra en el fondo del escenario, sobre una gigantesca pantalla de lamas giratorias, reclamando nuestra atención. Y es entonces cuando Roofthooft, que se sabe la obra en cinco idiomas, se dirige a nosotros en un perfecto castellano. Lo hace de esa manera susurrante y un tanto desmayada que suele utilizar un hombre exhausto cuando nos habla de tú a tú y, una vez establecido el contacto, nos cuenta de un tirón su vida entera.

Es el momento clave de la representación. Si Roofthooft consigue “enganchar” al público al comienzo de la narración, todo va sobre ruedas hasta el final. Si no, la función se convierte en un interminable soliloquio, un martirio de casi dos horas para el sufrido espectador. Hablo por experiencia. Vi Rojo reposado por vez primera en Wroclaw, donde se representó en abril de este año con motivo de la entrega a Cassiers del Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales. Dicha en inglés y sobretitulada en polaco, mi atención se centraba esencialmente en intentar comprender qué se decía, un esfuerzo que, como a la mayoría del público asistente (que, además, leía al tiempo la traducción simultánea) me sumió de inmediato en el sopor. Ayer en el María Guerrero, ya prevenido, me dejé llevar por Roofthooft desde el principio, por su manejo de la palabra (que ya no tenía que traducir), su convicción a la hora de encarnar a su personaje, su manera de dominar la escena. Y me di cuenta de que la obra arrastra no por su historia, no por el qué se dice, de sobra conocido por el hábito que ya tenemos de otros relatos concentracionarios, sino por cómo se dice o, al menos, por cómo nos lo dicen Guy Cassiers y su actor.

Y es que, al contrario de lo que opinaron algunos críticos sobre la “parafernalia” que rodea a Roofthooft y la “evidencia” de que podría actuar solo sobre un escenario vacío, pienso que, para ser efectiva desde el punto de vista dramático, su exquisita técnica actoral necesita de la del director y su equipo. Porque ese espacio lumínico, visual y sonoro que delimita su actuación, como los rayos láser lo hacen con su posición sobre la escena, nos induce a un estado hipnótico donde, como ocurre en la propia mente del protagonista, pasado y presente se confunden. Y es en ese estado alucinado cuando sobrepasamos el horror de los hechos recordados, por muy desgarradores que estos fueran, para entrar en la agonía de las heridas que quedan sin cerrar. Porque cuando Roofthooft se pierde en las tinieblas preguntándose – preguntándonos – “¿Qué puedo hacer?” no hay respuesta posible, sólo compadecerle y esperar que los hados nos sean más propicios. Como en la tragedia, espanto y piedad. Y la tecnología como instigadora de una nueva catarsis.

David Ladra

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