Mirada de Zebra

Melón y jamón serrano: sobre el contraste y la atención

Cuando Michelangelo Buonarroti esculpió su famoso David, creó las pupilas agujereando el mármol y los iris surcando el círculo que los delimita; es decir, realzó su mirada dando relieve a los ojos, que en realidad son esferas planas. De esta manera consiguió la mirada profunda de quien se enfrenta a un gigante.

En la misma época del Renacimiento italiano emergía la técnica pictórica del “chiaroscuro”, la contraposición acusada entre claridad y oscuridad. Esta técnica no sólo permitía ilustrar objetos y cuerpos con gran realismo, reproduciendo el teñir de las luces y sombras sobre las superficies, servía también como estrategia narrativa: por un lado, ayudaba a subrayar la presencia de los personajes principales; y, por otro, permitía generar ambientes siniestros o extraños que enlazaban con ideas ligadas a lo religioso, al misterio o a los sueños.

La misma técnica del “chiaroscuro” se puede apreciar en el cine de la primera mitad del siglo XX, como en el expresionismo alemán, el cine negro o las películas de suspense, donde predominan atmósferas inquietantes. Hitchcock, particularmente hábil a la hora de crear mundos misteriosos y desasosegantes, ofrece un precioso ejemplo de cómo usar la contraposición entre claridad y oscuridad con fines narrativos: en la película “Sospecha” (1941) puso una luz dentro del vaso de leche que Cary Grant llevaba en una bandeja para que el espectador llevase su mirada a ese vaso, instalando así la sospecha de que la leche estaba envenenada.

En música encontramos en Beethoven otro imponente ejemplo en el juego de los opuestos: si su 5ª sinfonía –que repite 323 veces las cuatro famosas notas iniciales a lo largo del primer movimiento– se tocase sin las extremas variaciones en el volumen que proponía el compositor, ésta sonaría repetitiva y no alcanzaría la cota emocional y épica que habitualmente se asocia a su significado: la llamada del destino.

Todos los ejemplos arriba mencionados revelan algo que los artistas saben de forma intuitiva o consciente: el contraste es una estrategia fundamental para captar la atención. A esta misma conclusión llegó el neurocientífico V. S. Ramachandran cuando desarrolló una teoría neurológica del arte en la que el contraste es una de las leyes esenciales de la experiencia artística. Obviando que el de Ramachandran es otro caso donde la ciencia no revela nada nuevo, sino que certifica lo que la intuición conoce, lo interesante en dicha teoría es la raíz neurológica que sostiene la estratagema: existen células específicas en el cerebro cuya función consiste en detectar las diferencias entre los estímulos que llegan a los sentidos. El hecho de que el camuflaje sea un recurso abundante en la naturaleza tanto para depredadores como para presas, indica que la percepción del contraste es en origen un mecanismo de supervivencia tan antiguo como esencial. Nos permite, por ejemplo, detectar el movimiento de un atacante en la quietud del bosque, el ruido que precede a la caída de un alud en medio del silencio de la montaña o vislumbrar frutos rojos entre las hojas verdes de un árbol cuando tenemos hambre.

La relevancia del contraste en la percepción nos conduce a la cuestión de la atención del espectador. En este sentido, resulta útil entender la atención según la fórmula latina “ad-tensio”, literalmente “hacia la tensión”, pues indica que la atención tiende a sostenerse en aquellos estímulos que friccionan entre sí, sean colores, texturas, dinámicas de movimiento o sonido. El oficio escénico puede verse entonces como la creación de puntos de tensión para despertar la atención del espectador a lo largo una obra: la artesanía de situar en el espacio y en el tiempo estímulos que prenden los sentidos, como quien pone banderas para delinear el descenso montaña abajo de un esquiador, como un Flautista de Hamelin que compone melodías para atraer los sentidos.

El acto de trazar un itinerario para la atención del espectador resulta particularmente crucial en escena, pues la percepción del espectador tiene libertad ilimitada: hipotéticamente puede atender a cualquier punto en la tridimensionalidad del espacio, a cualquier instante en la longitud del tiempo, y atravesando todos los sentidos, particularmente la vista y el oído. Este no es el caso del cine, donde la cámara acota y decide en cada plano aquello que se ve y se escucha, es decir, censura aquello que en teatro aún sería perceptible. Pensemos en la película “Dogville” (2003) de Lars von Triers que se filma en una especie de escenario: si viésemos la acción en un teatro y no a través de la cámara, nuestra atención podría viajar por todo el espacio donde las escenas suceden simultáneamente, y no quedarse exclusivamente con el punto de vista del director que se plasma en la pantalla.

En esta disyuntiva entre teatro y cine, Dario Fo ofrece un bello ejemplo de contraste aplicando el lenguaje cinematográfico a la escena. Fo visualiza a cada espectador con una cámara en la cabeza y defiende que una de las destrezas básicas de un actor es inducir aquello que ese tomavistas capta en cada momento. Para explicarlo relata una secuencia de su espectáculo “El hambre del Zanni”, donde pretende que el espectador enfoque su atención en el centro de su cara, como si fuera un primer plano cinematográfico. La estrategia consiste en jugar con el contraste del movimiento: Fo inmoviliza todo el cuerpo y sólo acciona el rostro, de manera que el público concentra su atención en la nariz donde se posa una mosca que el personaje acabará cazando y comiendo.

Jugar con los contrastes corporales para captar la mirada de quien observa forma parte del saber actoral probablemente desde los orígenes, pues se trata de un principio presente en todas las tradiciones teatrales occidentales y orientales. Así, por ejemplo, tanto en la ópera de Pekín como en la biomecánica de Meyerhold el actor comienza todo movimiento en dirección opuesta hacia donde se dirige: si tiene que ir hacia la izquierda realiza antes un movimiento hacia la derecha, de esta forma la acción describe un arco más largo en el espacio y genera un efecto sorprendente. El mismo principio de contraste se encuentra también cuando el actor proyecta direcciones opuestas en diferentes partes del cuerpo. Es el caso de la posición del “Tribhangi” presente en las danzas clásicas hindúes, como la danza Odissi, donde la cabeza y las caderas van en una dirección y el tronco en otra. El cuerpo se dispone de forma similar en otras disciplinas codificadas de Occidente como el mimo corporal o el ballet. Todo ello es lo que Eugenio Barba denomina “danza de las oposiciones”: esa sugerente manera de moverse de los actores que es capaz de seducir la atención del espectador, como si le invitase a bailar con él en la intimidad de su quietud.

Lo dicho para el cuerpo se puede trasladar a otros elementos escénicos. La palabra que viene precedida de un largo silencio sonará subrayada. Un rostro es protagonista entre muchas espaldas. Es fácil recordar un grito que desgarra el murmullo de una conversación cotidiana. Lo que se acerca o ilumina adquiere relieve en la superficie del espacio. En un paisaje frenético la lentitud es el acento. Se puede concebir la escena como una geografía de aristas donde la atención quede suspendida.

De la misma manera que podemos confrontar estímulos para capturar la sensorialidad, se pueden contraponer ideas para condesar historias que cautiven. El ilustrador Adrian Tomine es maestro en esta técnica, tal y como lo atestiguan muchas de sus portadas para la revista The New Yorker:

Portada del 2 de enero de 2017: una pareja cierra el candado en un puente para sellar su amor, mientras por detrás un operario con actitud rutinaria y alicate en mano va cortando y echando a la basura todos los candados de otras tantas parejas que se prometieron amor eterno.

Portada del 24 de agosto de 2009: una muchedumbre observa el puente de Brooklyn en una gran pantalla debajo de ese mismo puente, reflejando un mundo que prefiere mirar lo digital más que lo real.

Portada del 9 de junio de 2008: una mujer recibe un libro de Amazon en su portal a pie de calle, al tiempo que cruza su mirada con el librero de al lado que abre su librería en ese mismo momento.

Todas ellas son historias con múltiples capas pero que se sintetizan en tan sólo una hoja.
En este sentido, siempre he pensado que las dramaturgias de Beckett quedan destiladas en imágenes más que en palabras. Winnie celebra la vida mientras inadvertidamente su cuerpo se va enterrando en arena (“Los días felices”). En “Esperando a Godot” la oposición entre naturaleza y personajes es a la inversa: el árbol donde Vladimir y Estragon quieren ahorcarse reverdece, al tiempo que la esperanza de los personajes se marchita. Los sombreros coloristas que ocultan los ojos de las mujeres de “Come and go” sugieren todo el misterio, la comunicación truncada y la belleza oscura que atraviesa la pieza. Son instantáneas donde los elementos narrativos van en direcciones contrarias y que captan la esencia de lo que cada texto plantea.

En una de sus últimas entrevistas la cineasta Agnés Varda respondía así cuando le preguntaban sobre la felicidad: «[La felicidad] es lo que he comido hoy: melón y jamón serrano. La mezcla entre lo salado y lo dulce… un trocito de queso y mermelada de naranja. La mezcla de tristeza y alegría, lo que está siempre dentro de nosotras… los contrarios conviviendo todo el tiempo.»

El contraste, por tanto, no es sólo un juego de oposición que se libra en la superficie de los sentidos; es algo que permite horadarnos para llegar allí donde las memorias y emociones tejen lo que somos. No se trata de provocar, se trata de buscar la entrada hacia la profundidad que nos conmueve.

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