Escritorios y escenarios

Cuando el teatro es la vida y la vida es el teatro

Hay muchas maneras de pasar el tiempo o de que el tiempo se le pase a uno, no sabría decir cuál de estas dos opciones es la correcta, si es que se puede hablar de lo correcto. Personalmente, detesto esa palabra. A veces, cuando uno está contento y haciendo lo que le gusta se pierde dentro de sí mismo o en los otros, si es que se encuentra acompañado, hasta que, repentinamente, uno sale de sí o de los otros y se da cuenta de que el tiempo se ha marchado. Entonces se nos escapa un sorpresivo pensamiento: –&%$@*!, se me hizo tarde–.

En otros instantes el tiempo parece desafiarnos pues percibimos que un minuto se extiende como si fuera un año, lo que generalmente sucede cuando nos invade el aburrimiento, la crisis existencial, la ansiedad de que algo se resuelva, etc.

El planteamiento podría reducirse a que si uno está feliz el tiempo se convierte en algo imperceptible, ligero, que danza alrededor sin perturbar y que más temprano que tarde te da un mordisco, ahí donde más sorpresa te produce, y se planta frete a ti para decirte –hey, ya pasó–. Contrariamente, si uno está desganado e inapetente la apreciación sobre el tiempo es otra, se convierte en algo verdoso y negruzco que pesa más que un elefante y que avanza a la velocidad de un caracol.

Durante estos días de festejos, con sus tradicionales implicaciones sociales, comidas, compras, visitas, multitudes en la calle y grandes dosis de ridiculez humana –cosa que hay que permitirse de vez en cuando–, existe un tipo de gente que en cualquier época del año, sea otoño, invierno, el día del cumpleaños, de la Independencia o la navidad, continúa trabajando. Se trata del mismo grupo de personas que están dispuestas a trabajar un domingo a las nueve de la mañana. Y no me refiero a los bomberos o a los chóferes de ambulancia. Más bien se trata de esa gentuza a la que le gusta aprender, que lee, que escribe, que estudia, que experimenta, que se equivoca pero que vuelve a empezar, que se cuestiona la vida, que interviene en la realidad proponiendo otras miradas, cuestionando ideas, tradiciones, des-automatizando a través del arte.

Pues bien, de esta calaña espelúznate hacen parte los teatreros, teatristas, teatrólogos o, para no discutir, la gente que hace teatro.

Y es que, precisamente, estando en uno de los planes sociales de está época, el de la visita, reafirmé que en el mundo del teatro, el teatro es la vida y la vida es el teatro. Una amiga aterrizó en Madrid, nos encontramos y de visita en visita relucieron simpáticas anécdotas de juventud –y no lo digo porque hoy sea más vieja, sino porque antes era más joven–, pero tan solo una me quedó sonando. Tanto mi amiga como mi hermana y yo hicimos teatro en aquella etapa en que la vida se complica por el estimulante efecto de las hormonas, sin embargo, como ustedes podrían comprobar, solo una, quien estas palabras escribe, sobrevivió a prueba tan exigente para muchachitas entre los 15 y 17 años. No obstante, nunca participamos las tres en la misma obra, y ella dos, que continuaron en el grupo cuando yo me retiré para empezar la licenciatura, terminaron desertando antes de completar el montaje. –¿Por qué?- preguntó alguna.

–Porque había que ensayar los sábados y los domingos todo el día, de nueve a nueve y algunas tardes entre semana.

–Y entonces ¿cuál era el tiempo para la vida?

–Pues, precisamente.

–Precisamente ¿qué?

– Esa era la vida.

Así reconocí que cuando alguien se dedica al teatro, no de una forma diletante, sino con una entrega total, el teatro no se puede separar de la vida. Por eso aunque llueva, truene o relampagueé, sea el día de la Inmaculada Concepción o el día en que nos invadieron los extraterrestres, esa clase de seres humanos no puede evitar imaginar una obra, empezar a escribirla, cuestionar una teoría, hacer un ensayo, proponer un calentamiento e impedir que el tiempo se pase, pues pasan el tiempo creando, construyendo y formulando pensamientos con un apetito voraz, como si no hubiera tiempo que perder, por eso el teatro no se puede separar de la vida, ni la vida del teatro.

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