Críticas de espectáculos

De la concreción beckettiana a la metafísica polaca

De la concreción beckettiana a la metafísica polaca

 

Obra: Fin de Partida – Autor: Samuel Beckett – Intérpretes: José Luis Gómez (Hamm), Susi Sánchez (Clov), Ramón Pons (Nagg), Lola Cordón (Nell) – Dirección, escenografía e iluminación: Krystian Lupa – Traducción: Ana María Moix – Vestuario: Piotr Skiba – Proyecciones: Alfonso Nieto – Composición musical: Pawel Szymanski – Producción: Teatro de la Abadía – Del 10 de Abril al 23 de Mayo.

 

Decir de entrada que, a mi entender, este Fin de Partida de Krystian Lupa salta por los aires por un fallo garrafal del director polaco. Y es que su Clov no encaja. Encarnado en escena por la actriz Susi Sánchez, cuya cálida voz y agradable presencia se dan de bofetadas con la “voz blanca, la mirada fija y el paso envarado y vacilante” de la criatura imaginada por Beckett, el Clov de Lupa parece venido de otra galaxia, de un mundo todavía vivo, el nuestro, en el que la confrontación entre Humanidad y Naturaleza no se ha resuelto aún en la aniquilación final. Un cosmos que nada tiene que ver con ese “refugio” en el que, a la espera de una muerte que, en el peor de los casos, pudiera no llegar, se consume Hamm, ciego, inválido y podrido por dentro, repitiendo una y otra vez el mismo mantra por ver de retrasar la infausta visita. Alrededor la nada, un recinto desnudo y unos cuantos accesorios de tramoya. Y fuera todavía menos: el sol, desaparecido, ha dado paso a una luminosidad incierta, así como grisácea o “negro claro”, las olas ya no rompen sobre la playa, son “de plomo”, y la arena de ésta, “un polvo negruzco”. En definitiva, un mundo a punto de extinguirse que nos describe Clov con su habitual concreción: “Zéro”, “Mortibus”.

¿Cómo van a representar al alimón dos personajes que proceden de mundos tan distintos? Máxime si el juego que interpretan no es otra cosa que un acto de payasos en donde la compenetración entre el clown (¿Clov?) y el augusto debe resultar tan ajustada como la maquinaria de un reloj. Así está urdida la trabazón primordial del texto, en pequeños bloques de réplicas muy breves entreverados con los típicos “números” circenses: Clov yendo a mirar por la ventana y olvidándose siempre de algo que necesita, bien sea el escabel o el catalejo; Clov espolvoreándose las partes con toneladas de insecticida por mor de acabar con una pulga; Clov haciendo esfuerzos por pensar… Sobre este cañamazo vienen luego a hilvanarse los monólogos donde, como si fuesen héroes de la tragedia antigua, Clov y Hamm se despojan de su imagen mortal, preparándose Hamm al fin de su partida e imaginando Clov su futuro sin Hamm. O se imbrican relatos como el chiste del sastre que Nagg le cuenta a Nell, residuo estrafalario de un mundo tan caduco como ellos; o el de la imaginaria “novela” que concibe Hamm con tanto esfuerzo, testimonio cabal del bárbaro presente en el que sobrevive.

Como alguna vez dijo el propio Beckett, ese conjunto de textos cristalinos y acotaciones transparentes constituía el “objeto” que brindaba a la escena. Nunca aventuró en público significado alguno de sus obras pero, como hombre de teatro que era, sabía perfectamente que, tras su paso por actores, directores de escena, crítica y público, esto es, por todos los filtros y remansos que conlleva la representación, quieras que no lo terminarían adquiriendo. De modo que pronto comprendió que, para salvaguardar su sentido (o, al menos, el que él tuviera de ellas en su fuero interno) su responsabilidad como artista le instaba a llegar al final del proceso, acomodando el caos (su texto) a la forma (la representación). Este convencimiento le llevó a dirigir él mismo las puestas en escena de sus obras o, cuando no era posible, a supervisar las de los demás. En cuanto a los actores, tenía fama de no dejarles “interpretar” sus personajes sino de pedirles que se limitaran a hacer lo que él les indicara, llegando a decir que “la mejor pieza posible sería aquella en que no hubiese actores, sólo texto”. Pero su férreo control de lo que ocurría sobre el escenario no pudo extenderse a la opinión del público y la crítica por lo que, seguramente muy a su pesar, el hecho de carecer de referencias establecidas por el propio autor para su obra ha terminado dando lugar a un sinfín de interpretaciones de la misma.

Y ése es el debate que se plantea a la hora de comentar el espectáculo de la Abadía. ¿Hay que seguir representando un Beckett canónico, por no decir arqueológico, como aquí comentamos hace unos pocos meses a propósito del Krapp´s Last Tape del San Quentin Drama Worshop, o cabe presentar una versión renovada de sus obras, acorde con los tiempos que vivimos? Está claro que a esta pregunta sólo se puede contestar con la segunda alternativa pero, dada la categoría estética de la obra del autor y el hecho de que, como se ha anotado más arriba, la forma sea para él la exteriorización del contenido, el director de escena tendrá que andar con pies de plomo para hacer “su” Beckett sin traicionar a Beckett (sabido es el rapapolvos que don Samuel echó al American Repertory Theatre cuando este grupo montó Endgame en una estación de metro abandonada, calificando el espectáculo de “parodia” al tiempo que aclaraba que cualquier producción de una obra suya que ignorase sus indicaciones escénicas era totalmente inaceptable).

Así, la primera “traición” de Lupa está en los pequeños detalles que luego resultan ser determinantes. No me estoy refiriendo, por ejemplo, a ubicar a Nagg y Nell en los cajones frigoríficos de una “morgue” moderna en vez de en sus característicos cubos de basura. Bien está. Pero sí a ese oleaje o a ese viento que se oyen cuando las ventanas están abiertas y que, como hemos visto, no corresponden a esa naturaleza muerta que nos describe Clov. Todo sonido calla, sin embargo, tan sólo cuando el siervo de Hamm abre las ventanas por última vez. ¿Por qué? ¿se ha producido alguna degradación del mundo natural en el tiempo que dura la función? ¿o tan sólo se quiere “dramatizar” la posible muerte de Hamm y la inminente despedida de Clov (que, aquí entre nosotros, ni siquiera sabemos si van a suceder). Aunque con gran dificultad y a diferencia de lo que ocurre en el original, Hamm es capaz de mover su sillón rodante propulsándose con el bichero, ¿quiere eso decir que, como él mismo proclama, ya no necesita a Clov para valerse? ¿y que, por lo tanto, éste se puede ir sin mayor daño?) Una araña de cristal luce en el techo, ¿hay todavía fluido eléctrico o se trata de un mero efecto decorativo? ¿Y ese ruido como de tambores que se oye a través de la ventana abierta? Pequeños detalles, como digo, que rompen la cartesiana construcción que le dio el autor sin aportar, así lo entiendo al menos, nada a cambio.

La segunda traición, aunque al final estéril, resulta de bastante mayor envergadura en cuanto corresponde al intento de Lupa de vincular la pieza a unas líneas de Simone Weil que se citan en el programa de mano: “Todo el mal suscitado en este mundo viaja de cabeza en cabeza hasta que cae sobre un ser perfectamente puro que lo sufre eternamente y lo destruye…”. ¿Es Clov ese espíritu puro y Hamm la personificación del mal que le atenaza? ¿Nace de ahí la idea de presentarnos a Clov como un ser blando, una víctima interpretada por una actriz para mejor despertar nuestra empatía? Si así fuera, en el pecado lleva Lupa la penitencia al provocar esa disfunción actoral de la que hablábamos al principio y que tanto chirría a lo largo de toda la función. Y es que pecado es, y no venial, reducir toda la batería de sentidos, sensaciones y sentimientos que pueden surgir de una pieza de Beckett a un solo paradigma metafísico, por muy sugerente que éste sea. Me explico: toda la contención del autor irlandés, tanto en sus textos como en sus puestas en escena, está dirigida, creo yo, a que una única causa controlada, lo que se ve y se oye sobre el escenario, produzca múltiples efectos en función de la capacidad de recepción del público. No es que Beckett le intente poner puertas al campo resistiéndose a los significados que puedan nacer de su trabajo; lo que no quiere es que éstos se hagan patentes en escena y no en el imaginario de cada espectador. Es en este sentido en el que hay que entender el famoso diálogo de los protagonistas: “HAMM: ¡Clov! / CLOV (molesto): ¿Qué hay? / HAMM: ¿No estaremos… significando algo? / CLOV: ¿Significar? ¡Significar nosotros! ¡Ésa si que es buena!”.

Ni que decir tiene que la producción de la Abadía mantiene el nivel de calidad al que nos tiene acostumbrados dicho teatro. Y que, dentro de las observaciones que se han hecho, las interpretaciones de Susi Sánchez, Ramón Pons (Nagg) y Lola Cordón (Nell) están a la altura de las circunstancias. Pero hay que reconocer que lo más beckettiano de todo el espectáculo es el trabajo que lleva a cabo José Luis Gómez en su muy personal asunción del personaje de Hamm. No se trata del déspota frenético que hacía Roger Blin, su primer intérprete, sino de una caracterización más humana y doliente, pero que nunca llega a ser sentimental al mantenerse el actor siempre distanciado de cualquier extrapolación lírica, Una maestría que se hace patente en su doble juego de personaje y narrador a la hora de recitar su historia. Y eso nos demuestra una vez más que se puede jugar con la obra de Beckett siempre que se haga con respeto y delicadeza. Y que, como ocurre con las grandes obras pianísticas, se pueden componer “variaciones” sobre ella pero no desmontar (ahora se diría “deconstruir”) el tema principal.

Una última observación de tipo histórico. Final de partida (que me parece la traducción más correcta de Fin de partie) se estrenó en el Royal Court de Londres, en su versión original en francés, el 3 de Abril de 1957 bajo la dirección de Roger Blin. En España, la estrena Dido Pequeño Teatro, el grupo dirigido por Josefina Sánchez Pedreño, en Junio de 1958 con una puesta en escena de Alberto González Vergel y la interpretación de Luis Prendes, Manuel Díaz González, Adela Carbonell y Antonio Gandía. Lo anoto aquí para indicar que, a pesar del franquismo y la censura y gracias al interés y la sabiduría de los grupos teatrales más despiertos de aquel momento, una obra de la vanguardia más avanzada se representaba en nuestro país prácticamente al año de estrenarse en el extranjero. ¡Qué tiempos!

David Ladra

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