Foro fugaz

El poder del aplauso

Cuando las sirenas de la escena cantan se escucha un clap-clap-clap, pero no son las olas que chocan contra los acantilados de la ilusión, son los aplausos que los creadores creen escuchar para confirmar su éxito. No siempre son aplausos generosos, muchas veces son aplausos de cortesía, tímidos, tibios, porque ya nadie se atreve a gritar a la mitad del foro: «Esto es una mierda». 

 

Por cierto, así empieza la obra de Alfred Jarry Ubu Rey, con el grito de guerra: Mèrdre, (Mierdra), como primera palabra del espectáculo. Y pum-pas-pum, un escándalo de los mil demonios estalla en 1896, durante el estreno de la obra. En esos siglos pasados los escándalos y batallas entre el público y a veces con los actores calentaban el humor de las salas. 

Hernani de Victor Hugo causó en 1830 lo que la historia del teatro llama La batalla de Hernani, porque en la respetable Comedia Francesa cada noche que se representaba, se reunían adversarios y seguidores de la obra, y se provocaban duelos y quebrantos. Eran públicos tumultuosos dispuestos a señalar sus preferencias y rechazos como fanáticos de futbol, público apasionado por lo que ocurría en la escena. 

En 1913, en París, hay una batalla campal en el teatro de Châtelet durante el estreno de La Consagración de la Primavera, un ballet con música de Stravinski, entre los admiradores de la obra y sus críticos más acervos. Las crónicas de esa noche de estreno son épicas, y señalan que el propio compositor tuvo que intervenir desde bambalinas para marcar los tiempos de la música, porque los bailarines no podían escuchar a la orquesta, tal era el barullo de la sala. Pero para que terminara el escándalo el ballet emigró a Londres en donde fue juzgado con más serenidad. 

Incluso Esperando a Godot provocó, en 1953, un pleito entre espectadores exasperados que gritaban “!En esta obra no pasa nada!”, durante sus primeras representaciones en París. Después todo el mundo se precipitó para ver la obra de Samuel Beckett dirigida por Roger Blin que duró un año en cartelera, porque como dice Brigitte Salino crítica de Le Monde, «el escándalo llama al éxito». 

Hoy ya nada nos sorprende, tenemos el paladar acostumbrado a los excesos y somos incapaces de gritar «esto es una porquería», tal vez porque eso sería un triunfo para directores que quieren épater le bourgeois. Somos público depredador y manso. Tenemos devaluado el aplauso porque somos incapaces de abuchear. Público conformista y resignado, empezando por mí. Cuántas veces me hubiera gustado gritar El rey está desnudo al final de una obra, pero me ha faltado la inocencia infantil y la osadía del público del siglo XIX. 

Pero, ¿qué es el aplauso, esa manera anónima de expresar un sentimiento? La unión de los dos hemisferios cerebrales para disipar el temor, conjurar la fuerza del destino de lo que acabamos de ver, de expresar nuestro contento. Aplaudir es participar. La culminación de una obra es el aplauso. 

Aplauso y abucheo son las voces del público, que a veces también usa los pies para marcar sus placer o su disgusto. El aplauso es una voz colectiva, y un Standing ovation es sin duda una aspiración general al final de una representación. Es la percusión que define a un espectáculo vivo, la grata melodía del éxito, el «seguimos vivos y aquí estamos unidos en la comedia o la tragedia». El aplauso como las matracas sirven para ahuyentar a los espíritus. 

He sido testigo de la intervención del público japonés en el Teatro Kabuki. Su expresión en los momentos culminantes tiene más que ver con un «ole» taurino, que con un aplauso, y ocurre en los momentos menos esperados de un monólogo. Aunque esa reunión de tiempos, personajes y espíritus termina siempre con un aplauso. En nuestro teatro occidental, al aplauso se añaden los «¡Bravo!» que dan relieve al aplauso de pie. Todo es vida colectiva, espectáculo en su más pura esencia, un momento de unión entre espectadores y creadores. Vida de teatro.

Olvidaba hablar de ‘la claque’, ese parásito que se hacía pasar por público para exaltar o disminuir a las obras. Y en el siglo XIX cada teatro oficial tenía su claque, al menos hasta los inicios del siglo XX cuando fueron suprimidos. Claque que aplaude, ríe, llora y suspira en los momentos debidos. Hoy la claque se ha diluido, aunque no ha desaparecido. Son las indicaciones que recibe el público que asiste a un plató de televisión, las risas grabadas en los programas cómicos para señalar los efectos de una escena pretendidamente graciosa. 

Ahora creo que la vitalidad del público en el espectáculo se fue a los eventos deportivos, esos que se han convertido en eventos planetarios. El canto de las sirenas han cambiado de rumbo y nosotros aplaudimos con esmero y corrección a espectáculos que no nos apasionan.

París, febrero de 2021

Mostrar más

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba