Zona de mutación

La radicalidad protegida

Autoafirmarse en un clasicismo ‘qué me importa’, si se quiere ortodoxo, resulta no obstante igual de obvio que pretendidos radicales protegidos o subvencionados (Castro Florez). Hay que reconocer que en teatro existen territorios culturalizados que tienen instaurado una oferta acorde a la dinámica perceptiva de un público que no está para que le cambien las reglas formales, mucho menos las de su consumo. En todo caso, es la confirmación antropológica de un gregarismo que funciona en el reconocimiento de gestos y detalles que se potencian en el exhibicionismo de su mismidad. No pocos realizadores, se hacen los tontos, reclaman no sólo una condición de éxito por reconfirmar los formatos canónicos, sino que finge que de ese lustre depende la salud y bienestar de la actividad. Mientras tanto, la pretendida fluctuación con una supuesta necesidad de ruptura expresa una sístole diástole un tanto cansadora en este berequetún y tole tole consabido. Debe asumirse que las superficies de separación son lo suficientemente viscosas como para no tornar impenetrables, pero quedan todavía los viajes interzonales de los artistas exitosos del underground, susceptibles de ser vistos en la programación de ese teatro que confirmándose en su tradición, aspira a que sea la taquilla quien pueda coronar con algún alcance comercial. De la misma manera, que los que trastabillan en el star-system, aún pueden dorar opacidades cambiando prestigio en el circuito alternativo, a falta de otras remuneraciones. Llega un punto en que las transgresiones, oposiciones, no son sino la nostalgia encubierta por lo que el tiempo será capaz de arreglar a favor de los artistas, que dentro de todo, autogestionan sus aptitudes, sin un mínimo de inversión tanto de públicos como de privados. Al menor golcito en las canchas del ‘off’, se entiende que la natural eclosión de los jóvenes talentos, aún con sus arideces e impertinencias, sea para nutrir la bolsa de un teatro profesional donde la vara de emolumento y comida, justifica blanquear que lo que parecía proyecto y fin en sí mismo en cuanto ‘teatro artístico’, no sea sino tránsito irremediable a las ligas regidas por la ‘avida dollars’. El fuego alternativo termina siendo ‘La Masía’, el semillero del teatro sistémico (o sistemático). La barra de la presunta dualidad torna en un aguijón injusto. Indigno e incomprensible. Hay un sentido común en este orden donde lo que en realidad bucea, y eventualmente tiene algo por decir, no viene a ser sino el precedente, el paso previo, el peldaño para ese campo donde el teatro se deja ser lo que es dentro del sistema económico imperante, sin aditamentos ni espumarajos éticos. Es un gran triunfo de ese andarivel instrumentalizante, mercachifle y mercenario. El teatro puede hacerse a base de digresiones, de derivas miserables, de abjuraciones. La supuesta dualidad no es sino un sistema jerárquico, donde servidores pardos, cumplen sus funciones intercambiables en uno u otro. Los narcisos, los fetichistas, saben berrear y soltar escupidas de ‘enfant terribles’, lo que no constituye sino un mecanismo de presentación en sociedad bajo el atento mimo de quienes van a endilgar ese talento hacia réditos previsibles. Así, más que pelear por libertades, se embozan servidumbres. En ese contexto, el no venderse es la excepción. Los críticos cocinan fórmulas donde hacen caber los tipos que aseguran de limpiar de los acosos de las erinias de la moral artística. Los críticos, en un sistema que los centrifuga porque no da para agudezas analíticas, se arrastran por motejar y tratar de singularizar lo que no es más que un acto de venal instalación de un producto. En la imposibilidad de la cultura de creación para neutralizar los impulsos que la banalizan, se decide parte de lo que verosímilmente, aún el teatro puede brindar como partícipe de un proyecto colectivo.

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