Mirada de Zebra

Puentes al aire

En un oficio donde la precariedad no es algo achacable a una crisis circunstancial y lo verdaderamente estable es la permanente inestabilidad, resulta muy difícil apoyar el impulso ético y artístico sobre cuestiones solamente materiales. En un oficio donde la vocación es el principal motor, uno no debería dejar que sus convicciones artísticas sean veletas que se mueven con el viento cambiante del número de funciones, de los salarios acordes con el esfuerzo y el talento, o de horarios que se ajusten a nuestra comodidad. Ello no significa que no se luche por obtener el mayor número de funciones en unas condiciones profesionales justas ni por alcanzar condiciones de trabajo dignas (no se puede renunciar a esta reivindicación eterna y necesaria); quiere decir que aquello intangible que moviliza la vocación y el deseo por hacer arte no puede (o no debe) sostenerse exclusivamente en argumentos tangibles. El instinto y el raciocinio tienen lenguajes diferentes y no hay traducciones posibles de un idioma al otro, de tal manera que lo irracional difícilmente se deja atrapar por lo racional, y viceversa.

En un día a día que constantemente se ve abrumado por tangibles en forma de facturas, funciones que salen o no salen, horarios, ensayos, entrenamientos o clases, muchas veces es difícil encontrar los asideros donde trascender tanta actividad aparentemente imprescindible. La cadena que empieza en la producción-creación de un espectáculo y acaba en su posterior difusión, es frecuentemente eso: una cadena que nos ata y nos impide llegar allí donde el arte se hace sólido en lo invisible, donde las razones que justifican la necesidad del arte son tan evidentes que no necesitan palabras.

En medio de la vorágine que confunde colectivos artísticos con empresas o industrias culturales, y las creaciones artísticas con productos, uno busca salidas, tender puentes que ayuden a trascender tanto pragmatismo.

En mi caso y en el de mi compañía, uno de esos puentes hechos con ladrillos de aliento se construye sobre la siguiente convicción: una compañía de teatro es una sociedad en miniatura, por lo que uno debería crear un colectivo artístico en base al modelo de sociedad al que aspira. Nuestra ideología política que tan fácilmente se evapora en palabras, se vuelve real y tangible cuando determinamos la manera en la que se toman las decisiones dentro del grupo, la forma en la que se reparten las tareas o se crea la atmósfera de trabajo. Si bien en el terreno puramente artístico las decisiones tienden a ser de carácter tiránico, pues dependen de sensibilidades, talentos y otros factores que no se pueden pesar, la organización interna de una compañía revela con facilidad las contradicciones que aparecen la hora de trasladar a la práctica nuestros ideales: ¿Quizás se nos llena la cabeza y la boca con conceptos de democracia e igualdad o ideas antiliberales, y después construimos una compañía de jerarquía vertical, desigual en sus deberes y derechos, y sustentada en valores exclusivamente comerciales? Créanme, no es tan difícil caer en esta incoherencia.

Otro de esos puentes metafóricos tiene que ver con el proceso de creación y cómo el proceso no es sólo un medio para llegar a un fin, sino un tránsito que permite a los miembros tomar posición respecto al mundo que les rodea. Sin despreciar el resultado final, el proceso así planteado es también un lugar que da fruto y no solo una fase mecánica, donde la necesidad se da la mano con el aburrimiento, y simplemente se siguen directrices que se dan desde afuera.

Pese a lo que pueda parecer, un planteamiento que pretende revalorizar el proceso desde esta perspectiva, interrogando y comprometiendo la visión del mundo que tienen los integrantes, no necesita explorar grandes temas ni tener pretensiones superlativas. Un ejemplo. Supongamos que interpretamos a un personaje que dice: «Gracias a Dios». Y a partir de ahí nos preguntamos: ¿Es el personaje religioso? O mejor: ¿Queremos que sea religioso? ¿Dónde sitúa a Dios el personaje? ¿En el cielo como lo harían los católicos y cuando dice Dios señalamos hacia arriba? ¿O preferimos hacer un gesto que sitúe a Dios en otro lugar, por ejemplo, en su propio cuerpo, asumiendo que el destino del personaje depende de él mismo y no de un Dios en el que no creemos? A partir de esta frase anecdótica, uno empieza a interrogarse sobre la obra, pero también sobre ciertas convicciones propias: ¿Qué peso y cualidad queremos dar a lo religioso y a lo espiritual en esta obra y por extensión en nuestro teatro?

El entrenamiento es otro de estos puentes que recorremos en nuestra compañía y que busca crear un espacio donde el actor y la actriz se encuentra con un teatro libre de condicionantes. Un espacio de entrenamiento que tiene entidad al margen de la creación de los espectáculos, y donde uno se confronta con sus dificultades y sus talentos, al tiempo que descubre sus inquietudes artísticas y sus posibilidades de evolución. Una exploración que asume el aprendizaje continuo como estrategia para no retroceder y que centra todos los retos en cuestiones puramente artísticas como la presencia escénica, el canto escénico, la capacidad de composición grupal o la capacidad de narrar en primera persona, y que intenta no estar condicionada por factores que no tienen que ver con lo teatral, por todo aquello que implica obtener un rendimiento económico en cada actividad.

Hablamos de puentes a la hora de concebir una compañía de teatro, un proceso creativo o una forma de entrenar. Son puentes alzados en el aire por encima de lo objetivable. Puentes donde uno intenta pisar fuerte para tener sensación de verdadero recorrido, aunque a la vista de los demás no nos hayamos movido de lugar. Puentes que uno imagina transitar para sacudirse el fango que se va acumulando en los zapatos.

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