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10.000 gestos en coreografía de Boris Charmatz

Es muy probable que una persona, durante su vida, realice más de 10.000 gestos diferentes. Catalogarlos o contarlos debe de ser una tarea titánica y quijotesca, también cómica por lo extemporáneo de la misma. En Francia siempre han existido espíritus tan inquietos y curiosos como el de Étienne Souriau y su estudio titulado Les Deux cent mille situations dramatiques (Flammarion, 1950), Las doscientas mil situaciones dramáticas. Ahora, en la danza, el coreógrafo Boris Charmatz ha generado una dramaturgia colaborativa con 23 bailarinas/es, cuya consigna básica parece ser la realización de gestos y movimientos únicos, producidos por cada una de las 23 personas a lo largo de 1 hora, haciendo, en total, una suma de 10.000. Ninguno de ellos se puede repetir en esa hora de duración que abarca la pieza. Por tanto, la propia idea de pieza es paradójicamente contestada con esas células de movimiento, los gestos diversos, cuya atracción radica, precisamente, en su calidad inmanente y formal de ser efímeras. Gestos como fulguraciones que se encienden y se extinguen para que aparezcan otros gestos, sin una solución de continuidad causal apreciable. De esta manera, estamos, todo el tiempo, ante una continua sorpresa, ante una continua novedad multiforme y, consecuentemente, multi-emocional. Porque los movimientos y los gestos, en muchos casos, también mueven emociones en la recepción.

 

Acabo de anotar el empleo paradójico de “pieza” para referirnos a una propuesta en la que cada elemento constitutivo o compositivo es irrepetible y, por tanto, no experimenta un desarrollo ni tiene una continuidad que pueda estabilizarlo y darle un sentido de unidad. Sin embargo, esta premisa dramatúrgica es simplemente una opción, quizás la más clásica, para generar la sensación de obra de arte. En 10.000 gestes, que pude ver en el Teatro Municipal do Porto Rivoli, el domingo 16 de febrero de 2020 (estuvo también en los Teatros del Canal de Madrid el 26 y 27 de febrero), la fragmentariedad y el paisaje, característicos de las dramaturgias postdramáticas, encuentran su coherencia y cohesión artísticas, no solo en la bella musicalización de esos gestos y en la tensión rítmica por acumulación de la diferencia, que genera una especie de hipnosis en la recepción, sino también en el contraste entre la masa y la singularidad.

La mirada periférica de nuestros ojos es atraída constantemente por cualquier movimiento, al mismo tiempo que la mirada central focaliza sobre un estímulo determinado que, de manera misteriosa, capta nuestra atención.

El exuberante bosque de gestos que despliegan las/os 23 bailarinas/es constituye una plétora kinésica que, así, de primeras, impresiona, por la entrega y la singularidad energética de cada una de las presencias distintas que se mueven sobre el escenario.

Un movimiento que desborda el escenario, debido no solo a los desplazamientos, a veces vertiginosos, desde el foro hacia el proscenio y viceversa, o en diagonales y círculos. El ímpetu de la mayoría de las secuencias gestuales y dancísticas, semejante a la electricidad del Requiem de Mozart, en una grabación de la Filarmónica de Viena, conducida por la temperamental batuta de Herber von Karajan, produce una amplificación de la energía y del movimiento, de una fuerza centrífuga que alcanza la platea.

Eso acontece también porque no solo se trata de gestos corporales, sino también de gestos vocales, que incluyen sonidos guturales, algunos derivados del propio esfuerzo físico, como prolongación del movimiento y otros, como puede ser el grito máximo, que, en si mismos, poseen una fisicalidad vocal focalizadora. Por tanto, en estos casos, la fisicalidad vocal se impone y prevalece sobre la morfología corporal del movimiento que se esté dando en ese mismo momento. Gestos vocales de sonido inarticulado, entre la animalidad y la humanidad. Gestos vocales en los que aparece la palabra, en frases sueltas, en vocablos dispares, que contrastan con el contexto por su propia deslocalización, por su propia disfunción pragmática.

Hay una vibración física constatable debida a los gestos vocales, así como a otros sonidos producidos por el cuerpo, por ejemplo, al palmear diferentes partes del mismo, ya sea de una persona hacia otra o de una persona percutiendo en su propio cuerpo, o con alguna parte del cuerpo sobre el suelo. Todos esos gestos sonoros, en su naturaleza de ondas sonoras, vibran y tocan nuestra piel y nuestros tímpanos, de una manera análoga a cómo, en el nivel visual, somos afectadas/os por los impulsos personales que laten en la producción de los gestos faciales y corporales. Se trata, por tanto, de una irradiación que tiene su base en las personalidades, en la individualidad, dentro de una simultaneidad que origina oposiciones y complementariedades, analogías y disyunciones, dispersión y concentración.

Esa singularidad, de cada bailarina y cada bailarín, en 10.000 gestes, también la pude apreciar en el propio Boris Charmatz, hace años, cuando le vi bailar a dúo con Anne Teresa de Keersmaeker en Partita 2 (Cour d’Honneur du Palais des Papes, 25/07/2013), en el Festival d’Avignon. No estaba viendo a un bailarín intérprete, en el sentido de un bailarín reproductor, sino a un bailarín creador, con una presencia y una calidad, una poeticidad del movimiento, muy personales e intransferibles.

La coreografía de Charmatz no parece transitar por los parámetros más convencionales o habituales, según los cuales percibimos una “voz autoral” o una “poética autoral” inscritas en cada movimiento de las/os integrantes del elenco y en la marcación de la partitura de esos movimientos. Aquí, en 10.000 gestes, la coreografía parece establecerse a partir de una organización o agrupación de gestos personales, por analogía, por diferentes familias e intensidades. Por ejemplo, secuencias de movimientos pantomímicos danzados, secuencias de movimientos clownescos danzados, secuencias de movimientos y gestos más abstractos y desvinculados de cualquier referente, secuencias de movimientos y gestos más suaves, frente a secuencias de movimientos y gestos más fuertes e incluso agresivos, secuencias de simulacros de peleas, secuencias de simulacros de sexo o de movimientos y gestos relacionados con la ternura, el erotismo o el amor, secuencias de movimientos y gestos relacionados con la desesperación y la crispación, secuencias de movimientos y gestos relacionados con la alegría y la fiesta, secuencias de movimientos y gestos animalizados, secuencias de movimientos y gestos en los que prima la verticalidad, el salto, el aire, frente a secuencias en las que prima el peso, la horizontalidad, el suelo… Etc. etc. etc.

Esas familias de movimientos y gestos, corporales, vocales y sonoros, en interacción con la fuerte personalidad mozartiana que se canaliza en el Requiem, van orquestando zonas diferenciadas con un cierto desarrollo, que se mantienen activas, estabilizándose, hasta el cumplimiento de una atmósfera, sensación y grupo de emociones que, una vez explotado, transita, sin pausa, hacia otra zona, con otra familia de movimientos y gestos de diferente tensión.

Se puede percibir, por tanto, una evolución de las premisas de intensidad que le van dando un recorrido a esta aparente anti-obra, a través de esas zonas de familias gestuales. Por ejemplo, gestos y expresiones de desesperación, gestos y movimientos para gastar bromas, gestos y movimientos para asustar(se), cargadas, portés, caídas, giros, luchas…

Una anti-obra caracterizada por la tensión rítmica de la diferencia de gestos y movimientos, en el eje sincrónico y en el diacrónico. La unificación, el sentido de unidad, viene dada por el tempo (velocidad) y la intensidad de los gestos y movimientos diversos, o bien por disposiciones espaciales, en su diseño y recorrido, en su dispersión o concentración, en grupos numerosos, en dúos, tríos, cuartetos, etc.

La diferencia también se marca por el vestuario heterogéneo, que va desde unos slips o un tanga como única prenda, a los monos negros, de cuerpo entero, a los vestiditos femeninos, a mallas que imitan pantalones tejanos, hasta trajes fantasiosos de factura más teatral. A veces es la piel, en el caso de los bailarines que van semidesnudos, a veces es la tela, de aquellos que van casi totalmente cubiertos por los monos negros, a veces son las falditas, etc., que también intervienen en algunos movimientos y no solo en la visualidad de la apariencia, contribuyendo a esa acentuación de la diferencia.

El fluir, por las diferentes zonas o pasajes coreográficos, incluye algunos momentos de pausa y quietud del grupo, concentrado en el foro, en contraposición con el inicio de la pieza, en el que comenzaban a moverse en el proscenio mirándonos y adelantando esa relación con el público que, en la última parte, acabarían por perpetrar saltando a la platea y abordándola literalmente.

Así, de la hipnosis generada por ese bosque danzante, heterogéneo y fluctuante, al desbordarse hacia la platea y mezclarse con las espectadoras y espectadores, se produce una activación directa, de contacto.

En un momento dado, antes del abordaje de la platea por la mayoría del elenco, dejando el escenario vacío, antes de eso, ya habían ido bajando, en algunos momentos. Una bailarina se aproxima y me pregunta, en francés, si me puede besar, yo le digo que sí y entonces me besa en la boca. Yo no me mantengo en una actitud pasiva y también la beso, un beso con lengua largo y placentero que me deja un poco perplejo. A ella supongo que no le da tiempo a sentir perplejidad alguna, porque después del largo beso salta, de nuevo, al escenario, para sumarse al bosque de gestos y movimientos, en el pasaje correspondiente a ese momento.

En la parte final de 10.000 gestes, como acabo de apuntar, baja un amplio grupo de bailarinas y bailarines a la platea. Algunas/os se mueven por los corredores, otras/os se encaraman a las butacas y movilizan a algunas espectadoras y espectadores, ya sea levantándonos y cambiándonos de sitio, ya sea moviéndonos los brazos y enlazándonos las manos, ya sea cambiándonos piezas de ropa, sombreros, chaquetas que reposan sobre los regazos, etc. En ese momento un bailarín se dirige a mí, me carga y me sienta en el proscenio, donde manipula mi cuerpo. Desde ahí observo cómo todo el teatro se ha convertido en el bosque de movimientos que antes estallaba en el escenario. Es como si toda la pieza fuese una acumulación, una suma, de gestos y movimientos que fueron aumentando la temperatura de la sala y expandiendo su exuberancia, su vitalismo, hasta alcanzarnos directamente en la última parte.

Esa mezcla final de bailarinas y bailarines con espectadoras y espectadores, hasta que toda la pieza se traslada a la platea y el escenario permanece vacío, es la constatación de una horizontalidad que desmitifica la idea de obra de arte, que la baja del altar del escenario, para ponerla al alcance del pueblo y entre la gente. En este sentido, 10.000 gestes también puede parecer una anti-obra, en esa especie de disolución de la coreografía en la mezcla del elenco con el público y en la interacción directa que propician.

Una vez más, también, pude constatar, con admiración, el hecho de que la singularidad de cada integrante del elenco, el hecho de tratarse de personas y no de personajes (relatos deducibles), mantiene en el anonimato y en el misterio a esas mismas individualidades que, aquí, se abren a lo grupal. Esto puede parecer una contradicción, pero, en realidad, no lo es. En la medida en la que se afirma la singularidad de cada persona en el escenario, en esa misma medida, los entes transmiten desde su propia inmanencia y materialidad, desde su fisonomía, su fuerza, su energía, su piel, su mirada, sus gestos y movimientos, sin más coartadas ni explicaciones, sin argumentos, sin justificaciones, sin posibilidad de encasillar o definir esas identidades que se nos escapan. Identidades que se nos escapan igual que se nos escapan los gestos que vemos o hacemos. De esa manera, cada persona es única, irrepetible, nos produce la sensación de autenticidad y singularidad y, al mismo tiempo, resulta un arcano, un misterio.

En 10.000 gestes el goce de los sentidos, ante el arrebato pletórico de los estímulos gestuales, físicos (visuales) y sonoros, nos enajena (nos saca) de nosotras/os mismas/os, también disuelve nuestro personaje social, nuestra identidad, y también nos enajena del concepto dramatúrgico que está detrás de esta propuesta. Pero, a posteriori, ese concepto puede aparecer como consecuencia de lo vivido y lo experimentado. El razonamiento o la cuestión sobre qué es lo que acabo de ver, qué es lo que acabo de experimentar, incluso, qué es lo que me acaba de pasar, es muy probable que pueda darse, porque esta pieza, que acentúa la experiencia compartida de la danza, también propone, creo yo, unas cuestiones conceptuales a posteriori. Danza que nos hace vivirla, hasta el punto de olvidarnos que estamos ante una pieza de danza. Danza que nos conecta con lo multiforme y lo multiexpresivo, con lo humano, al mismo tiempo que disuelve prejuicios y relatos. Danza que se afirma en el goce de lo efímero. Danza que nos hace pensar porque rompe nuestros esquemas y previsiones.

 

Afonso Becerra de Becerreá.

 

P.S. – Artículo relacionado, en esta misma sección de Artezblai:

Más allá de la danza. Cuaderno d’Avignon”, publicado el 16 de agosto de 2013.

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