Mirada de Zebra

No todo se vende

Liubliana hace unos quince días. Último día del proyecto europeo «Kids on the corners» en su expedición a Eslovenia. Habíamos quedado para cenar todo el equipo artístico con el fin de celebrar los días de trabajo conjunto, que por cierto habían ido francamente bien. La cita era en un piso a las afueras de la ciudad, así que mientras unos fueron en coche, mi compañero y amigo Djordje Balmazovic y yo decidimos ir en bici. Ya saben, por esa idea bucólica de conocer la ciudad de una forma natural, ejercitar las piernas, respirar aire puro, sentir la brisa en los mofletes y tal. Y oigan, después de dos semanas de soportar un sol que nos puso la piel a la parrilla, fue coger la bici y empezar a llover como si las nubes soltasen de golpe toda la rabia acumulada tras meses de ausencia. Y no sé si conocen la experiencia, pero andar en bici mientras llueve es una forma eficacísima de empaparse por completo, casi tan rápida y eficaz como tirarse directamente al río. De frente eres una fuerza voraz de coger gotas de lluvia, y por detrás la rueda trasera distribuye por tu pompis y espalda, a la velocidad del rayo, todo el agua que chupa de la carretera. El mecanismo de bañado es impecable.

No habíamos recorrido ni media avenida, cuando el agua había llegado ya a esas zonas del cuerpo que solo alcanza cuando uno se ducha a conciencia. Así que al avistar el primer bar con toldo, allí que nos resguardamos. Tomar asiento y aparecer el camarero fue todo uno. Su mirada se podía leer perfectamente: «sé que no os apetece tomar nada, que tenéis más líquido encima del que podéis beber, pero estar protegido de la lluvia en mi bar no os va a salir gratis». Así que, un agua y un refresco, plis, si es usted tan amable.

Tras días donde las conversaciones habían girado en torno al proyecto artístico, por fin teníamos un hueco para hablar de cualquier cosa. La tormenta iba para largo, pues los truenos se escuchaban como si tuviéramos auriculares puestos, por lo que propuse un tema del que tenía ganas de que Djordje me hablara. No lo he dicho aún, pero Djordje es serbio, y vive con gran intensidad todos los aspectos socio-políticos de su país. Así que mientras me secaba manos y cara, y comprobaba que las servilletas de los bares de Liubliana son tan absorbentes como las de Bilbao, que a su vez son tan absorbentes como una piedra, le pregunté: ¿Cómo viviste la Guerra de Yugoslavia, Djordje? Sabía que había sido soldado durante parte de la guerra. Había, por tanto, tela que cortar.

Primero me habló con añoranza de la época de Tito. De su comunismo, que nada tenía que ver con el de Stalin, como me quiso aclarar bien pronto. Vivíamos mejor, decía. Éramos más solidarios, más comprensivos, más humanos. Éramos felices. El problema vino tras su muerte y sobre todo con la llegada de Milošević. Para entonces sus ojos ya se habían encabronado, como el cielo. Uno de los mayores capitalistas que ha parido Europa y además maquillado de comunista, puntualizó asomando el colmillo. Luego me ilustró sobre el complejísimo juego de religiones, etnias y políticas diversas, muchas de ellas contrapuestas, que hicieron de Yugoslavia un polvorín que no tardaría en saltar por los aires. No procede que me pierda ahora por laberintos históricos, pero me quedé con la sensación de que el día que quiera volver a saber sobre Yugoslavia y sus guerras, mejor sería volver a escuchar aquella conversación en lugar de comprar cualquier libro.

Sí me quiero detener en un comentario que surgió entre trueno y trueno. Y es que, más allá de las guerras, una vez dejado el periodo comunista atrás, el bueno de Djordje me confesó que le había costado adaptarse. «Había llegado el capitalismo y yo no había aprendido a poner precio a mi trabajo». Me lo dijo en pasado, pero sus ojos delataban que es algo que le ocurría también hoy día. Esto tampoco lo he dicho aún, pero Djordje es arquitecto y artista plástico. Aquella amarga frase condensaba su pasión por los procesos creativos por encima los resultados, pero sobre todo revelaba las dificultades que debe afrontar para sobrevivir con su trabajo creativo actualmente.

Salvando muchas distancias, en aquel comentario vi reflejado el discurrir de muchas compañías cuando evolucionan de lo amateur a lo profesional. Un cambio que nace de la conjunción platónica entre amor y arte, de tantos esfuerzos sin cuentakilómetros, con la solidaridad siempre por delante, y que debe evolucionar hacia una supervivencia sostenible, digna, que permita ganarse el pan sin perder la miga de la creación. En esa difícil metamorfosis es donde hay que aprender a poner precio al trabajo de uno. Al de los actores, al de dirección, a los aspectos técnicos, a la gestión y distribución, y a otras tareas intangibles como la coordinación o la limpieza. Equilibrar horarios, esfuerzos y remuneración. Tratar de instalar en el grupo esa democracia e igualdad que uno no acaba de ver fuera de él.

El hecho de saber poner precio al trabajo de uno implica no sólo cuantificar su valor, es un acto que reclama la dignidad del oficio artístico, que anhela poner en relieve aquello que tiende a pasar desapercibido. Un paso imprescindible si uno milita en la idea de que el trabajo creativo merece igual consideración que otros trabajos cuyo rendimiento se traduce más fácilmente a lenguaje puramente económico. Y sin embargo en ese trasvase, uno corre el riesgo de sucumbir al mercantilismo por el mero mercantilismo y que los números sepulten la naturaleza misteriosa que determina la identidad de lo que hacemos. Me refiero a esa parte indefinible que hace del arte un intercambio esencialmente humano y no un simple negocio de entretenimiento. Esa parte que ningún economista podría contabilizar. Lo intangible. Aquello que te recuerda que hay cosas que no se pueden vender.

Entorno a esta idea se ha construido precisamente la última instalación artística de «El Cajón», un grupo de artistas que desde hace más de 25 años muestran periódicamente obras de forma gratuita en su escaparate. Se titula «No todo se vende – telf. 9442115775». Y porque uno no sabe si va persiguiendo coincidencias, o son las coincidencias quienes le persiguen a uno, hace unos días me encontraba charlando con ellos en la terraza de un bar sobre estas cuestiones, pero esta vez bajo un agradable sol. Encima de la mesa, el precio que le pone uno a su trabajo, lo que se vende y lo que no se vende, los artistas y su otra cara de la moneda, la supervivencia. Y en estas que se nos acerca una mujer paseando en curvas, cigarro a medio consumir en una mano, y lata de cerveza como cenicero en la otra, y nos suelta, interrumpiéndonos la conversación: ¿50 céntimos, chavalotes? La verdad que la mujer no inspiraba ninguna compasión. A las dos del mediodía aún parecía tener la noche encima, y su cerveza parecía la última pieza caída de un largo dominó. Pedro, uno de los creativos de «El Cajón», tras decirle cortésmente que no, continuó el debate: «No todo se vende, pero regalar por regalar tampoco, ¿no?». Era una clara alusión a la mujer que se dejaba perder calle abajo.

Desde entonces me he quedado rumiando estas conversaciones de terraza que sucedieron bajo el cielo de Liubliana y Bilbao. Doy vueltas a las frases aparentemente contradictorias. Busco la lógica en sus reversos. El sol en la lluvia, la lluvia en el sol. Saber poner precio al trabajo – No todo se vende – No hay regalo que no implique un trueque. Quisiera encontrar un sentido al arte en algún lugar común de estas ideas.

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