Desde la faltriquera

Arturo Ui y Hamlet o la vida de los montajes

Cuando en 1995 se estrenó en el Berliner Ensemble La inevitable ascensión de Arturo Ui de Bertold Brecht, con puesta en escena de Heiner Müller y protagonizado por Minetti el éxito fue clamoroso. El montaje se interrumpió con la muerte del director y dramaturgo, y la renuncia del célebre actor a interpretar Arturo Ui, pero Martin Wuttke, un actor en la cima de la fama, acompañado por un soberbio elenco de actores, recuperaban meses después la formidable escenificación. A las pocas semanas de la reposición asistí a la representación de esta obra en el Berliner Ensemble. En mi memoria quedó grabada un magnífico espectáculo donde, como un instrumento de relojería, todo funcionaba a la perfección y con intención.

En 2008, presencié en el Festival de Avignon la representación de Hamlet, dirigido por Ostermeier e interpretado por Lars Eidinger. Acababa de estrenarse en el Festival de Atenas y en otoño recaló en la Schaubühne. El director alemán atacaba la tragedia desde el célebre monólogo («Ser o no ser»), que repite hasta tres veces, y con una escena poderosa, el entierro del padre Hamlet en un crepúsculo lluvioso. La contundencia interpretativa, el sentido del juego, la concentración de personajes (seis eran suficientes para contar la fábula), la concepción del director con dos víctimas de un entorno hostil, el príncipe de Dinamarca y la mujer, en genérico, al fundir en una única actriz a Gertrudis y Ofelia, el distanciamiento de la tragedia mediante la ironía y la evolución del gestus social en una amplificación deliberada y significante de gestos cinéticos, eran algunos de los componentes de una propuesta memorable.

La inevitable ascensión de Arturo Ui y Hamlet continúan en repertorio desde las fechas de presentación en el Berliner Ensemble y en la Schaubühne. Se dosifican, pero todos los meses no faltan a su cita, que espera un colectivo de espectadores fans de esas propuestas. El pasado año tuve ocasión de asistir a la obra de Brecht y hace unos días a la de Shakespeare. La impresión fue idéntica: dos propuestas sobresalientes, pero sensaciones extrañas. Es cierto que uno de los ingredientes de la recepción teatral, la expectativa había desaparecido, como lo es que la memoria agranda y conserva los hechos agradables o significativos sin perfiles negativos. Mas no se trataba tan solo de una disociación entre recuerdo magnificado y realidad contemplada, en fechas más recientes las puestas en escena destilaban codificación y sobreactuación.

A Martin Wuttke y al elenco de actores, con caras más avejentadas pero con energía suficiente en su trabajo, les faltaba espontaneidad y frescura, para producir instantaneidad, a fin de que el espectáculo resultara claro y sintético, e inmediatez para conectar con el público directamente; le faltaba esa chispa, esa «pequeña llama, que inflama y da intensidad a ese momento comprimido, destilado», que es el teatro, en opinión de Brook en La puerta abierta.

A Lars Eidinger, le sobraba sobreactuación, recreación y exageración en aquellos momentos en que sus gestos, sus provocaciones al público o la interactuación con los espectadores, prevista desde el primer espectáculo, resultaba más cómplice. El resultado, la dilatación en la agogía de la escenificación (la propuesta se va más de 20 minutos sobre el original), la relentización del tempo y, en consecuencia, el cambio de relaciones entre personajes y del concepto del director (Hamlet ya no es un ser sufriente que escapa mediante el juego, sino una especie de demiurgo que organiza la actividad de palacio).

No pretendo con estas notas desanimar ni a cuantos quieran hacer una escapada a Berlín, ni a los programadores para traer estos espectáculos a España (¿ocurrirá esto alguna vez?), porque aún con su envejecimiento son espectáculos que perviven y forman parte de la historia del teatro; pero sí dejar planteada la reflexión sobre la excesiva permanencia en escena de propuestas que nacen con la divisa de la caducidad. Así Brook, en El espacio vacío, esccribe: pasados unos años, cada creador debe saber cuántos, los espectáculos parecen pasados de moda; y añade: «los elementos de la puesta en escena –el esbozo de actitudes que dan cuenta de ciertas emociones, así como los gestos y tonos de voz– fluctúan continuamente en una invisible bolsa de valores. La vida es movimiento, el actor se ve sometido a influencias, y el público y otras obras de teatro, otras manifestaciones artísticas, el cine, la televisión, así como hechos corrientes, se aúnan en el constante escribir de nuevo la historia y en la rectificación de la verdad cotidiana. Un teatro vivo que pretenda mantenerse aislado de algo tan trivial como es la moda no tarda en marchitarse. Toda forma teatral es mortal, ha de concebirse de nuevo, y su nueva concepción lleva las huellas de todas las influencias que la rodean. En este sentido, el teatro es relatividad».

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