Velaí! Voici!

Democracia distópica

¡De acuerdo, no hay que ser extremistas ni kamikazes! Pero tampoco ser pactistas y hacer continuas concesiones.

¿Qué es la política? ¿Es el arte de hacer posibles utopías de mejora y progreso social? ¿Respeto a las minorías? ¿Preservación de las diferencias que fundan la diversidad de los individuos y de los pueblos e igualdad de derechos y obligaciones para no marginar a nadie?

Cuando la política pierde los ideales utópicos y se parapeta en ideas centradas en la conveniencia económica se transforma en mera gestión al servicio de un sistema de valores más bursátiles que éticos, más industriales que humanos.

Pero el trabajo y la industria, el dinero, ¿para qué sirven? ¿Son la finalidad o el medio? ¿El trabajo y el dinero deben servir para vivir mejor o, por el contrario, la vida sirve para producir más, acumular más dinero? Por ejemplo, una tienda de ropa ya no es rentable si no explota a sus trabajadoras/es con salarios bajos a cambio de horarios extensos y fabricando en países tercermundistas o sometidos a regímenes dictatoriales que abaraten al máximo la producción. Esta realidad del sistema consumista, igual que otras, las conocemos perfectamente, pero no hacemos nada, al contrario: participamos como clientes y somos, por tanto, cómplices.

La realidad del Estado español y de muchas de sus autonomías es que están gobernadas, dentro del juego democrático, por políticos distópicos. Personajes sin un discurso culto que sea capaz de generar ilusión, incluso muchos de ellos con un pasado turbulento y con un currículum de acciones nefastas.

Me pregunto, por ejemplo, si podemos considerar civilizado a un país que vota, por mayoría absoluta, a un político que cuando fue la catástrofe del petrolero Prestige hizo unas declaraciones en plan: «No pasa nada, sólo se trata de unos hilillos de plastilina en estiramiento vertical.» Para referirse al petróleo que se estaba vertiendo en el mar y que, poco después, inundaría las costas atlánticas y cantábricas produciendo innumerables daños ecológicos y económicos, sin contar la salud. Y el país va y, unos años después, le concede una holgada mayoría absoluta para que gobierne.

Con esa mayoría absoluta pueden privatizar servicios básicos de sanidad, educación y cultura. Con esa mayoría absoluta se sienten legitimados para aprobar leyes regresivas en la educación, en el trabajo, en lo social. Pero el miedo sembrado por el sistema de consumo en la población, basado principalmente en el dinerito y el patrimonio, los mantiene en el poder de seguir gestionando nuestra miseria.

Me pregunto, ingenuamente, claro está, si es posible concebir una izquierda de señores y señoras preocupados por su patrimonio y su matrimonio. La sacrosanta familia y la Iglesia Católica, cuyas listas de bautizadas/os etc. siguen siendo enormes y también mayoritarias. Por eso tenemos la Santa Misa en las televisiones públicas estatales y autonómicas, por eso en la escuela pública y privada se atiende, igual que en la declaración de Hacienda, a la Religión Católica.

Nos hemos hipotecado, porque en nuestro estilo de vida, el que hemos mamado, es importante tener un pisito o una casita en propiedad. Ahora tenemos que vivir para pagar la hipoteca, tenemos que vivir para tener un sueldo con el que pagar también las facturas de las empresas de telefonía etc. Ante tanto gasto y tanta factura ¿quién va a pensar en la utopía? ¿quién va a acudir a las urnas, en unos comicios electorales para votar a un partido que no esté al servicio de los oligarcas y de las grandes multinacionales que nos explotan y a las que les compramos todo ese marchamo de «bienes» (?) de consumo?

El miedo cerval a perder el trabajo, el salario, la propiedad, etc. nos atenaza y sólo nos queda protestar, de vez en cuando, en alguna manifestación o en alguna huelga, esporádicas y, por supuesto, legales.

Desde ese punto de vista, las protestas tienen una rentabilidad psicológica, son como cuando damos una limosna y nos sentimos un poco aliviados.

Por supuesto, existen ciudadanas/os y políticas/os emancipadas/os, que son una excepción y que enarbolan discursos utópicos, progresistas y de cambio (¡Ay qué miedo al cambio!), pero sólo son una minoría que no cuenta y que no es respetada. El problema, seguramente, debe de estar en la base: en nuestros hábitos de vida. Mientras estos no cambien…

Para acabar, un consejo paternal: «No hay que morder la mano que te da de comer». Y así nos va.

Mostrar más

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba