Zona de mutación

Desapropiar el teatro

Marina Garcés crea el concepto ‘desapropiar la cultura’, aclarando que esto no implica connotación relativa a propiedad. Se refiere más bien a despojar a la cultura de aquello que le es propio, lo que se dispensa como comodidad o craso acostumbramiento. Lo que se da a priori por descontado y no hace más que terminar siendo una prerrogativa que le impide capturar su condición de ‘activa’, de factor crítico que coadyuva dentro de la sociedad a que esta se piense y se clarifique a sí misma, que no es sino lo mismo que cabe esperar del teatro como uno de los factores determinantes para solventarse en primera instancia como actividad de creación. Desmarcarse de sus propias sublimidades y mitificaciones, lejos de ese sistema de culturosidad operante en su carácter de purgante o mecanismo de conformidad dentro de la polis.

Desapropiar el teatro hará pensar siempre en tomar distancia de sus seguridades cómodas ganadas de antemano, previo a cualquier demostración de eficacia.

Desapropiar el teatro es tomar por asalto principalmente a quienes beneficiándose con lo que le es propio no hacen más que retardar lo que como arte está conminado a desatar.

Desapropiar el teatro es desalentar las ínfulas de quienes lo pegan a sus fines para llevarlo a la perdición de la instrumentalización del poder capitalista.

Cada tanto los arietes de esa desapropiación anulan las superficies de separación que hace ser una sola cosa a la mano con el instrumento, al medio con quien lo usa, en un virtual teatro encarnado en sus practicantes. Esto porque el teatro no es un bastión incólume que, eo ipso, gana sus posiciones. El teatro se revela como una embarcación guiada por un timonel (kibernetiké) capaz de viajar en el tiempo, adquiriendo una fuerza inercial que luego se pretende anule la imperiosa necesidad de conducción.

Garcés escinde creación de producción. El teatro antes de producir debe proponerse crear. La nave material, el dispositivo cultural llamado teatro tiene los formatos estratégicos adecuados para horadar los obstáculos de ese viaje. El tiempo no es uno de ellos, al contrario, el tiempo es la vía por la que se agota la gasolina de instantes de sus tripulantes y pasajeros. Los polizones son capaces de colonizar el cerebro que lo guía. Son capaces de alterar las hojas de ruta, su infinita y pareidólica gestalt. El teatro es un arma para la insurrección perceptiva. La base de un lenguaje y no un lenguaje que lleva inscripto su fin. La fiesta del significante y no la predestinación en el ‘opio’ del significado. Su excedencia define su inatrapabilidad.

El arte hace amar la riqueza de las experiencias. Esa riqueza amplía la capacidad de la piel. El teatro que se contrapone a aquello que el hombre ya ha abandonado como proyecto.

El teatro como reflejo de aquello que el hombre ya no se propone ser. El teatro como oposición al hombre como abandono de sí mismo. El teatro es un no olvido de aquella tekné que lo capacita a hacer con sus manos el símbolo que recuerda al mundo, cuando ya ha decidido olvidarlo.

El teatro es la larva en el pantano cultural, en el detritus donde pulula la alquimia vital que pulimenta en la pureza combinatoria, en el barro de los viejos agentes agotados en su mera pudrición. La química alimenta el ángel que contradice los reflejos deletéreos de lo degradado. El arte como contrapensamiento intensificado, expresión del hombre que crea.

Al mundo facticio, que se construye, siempre será posible hacerlo mejor.

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