El factor indefinible

Detalle y escena

En su libro “El teatro posdramático”, Hans-Thies Lehmann identificaba el “cuerpo posdramático” con la “pausa de sentido”, permitiendo que surgiera lo que Barthes llamó “punctum” en la fotografía. Esto último sería “el detalle casual, la individualidad, una singularidad que no se puede racionalizar en lo reproducido, un factor indefinible”. De ahí, como supondrán, proviene el título de esta sección que comienza hoy.

El espacio escénico o la hoja en blanco necesitan con desesperación un “punctum” al que asirse. Un dramaturgo se enfrenta a él con frecuencia. Lo que provoca esta experiencia es desestabilizar el esquema previo, volverlo todo irregular. Esta experiencia genera una conveniente distorsión en la realidad imaginaria. Rompe con lo establecido, con las reglas autorizadas, con lo retórico y hasta con lo políticamente correcto o lo mal llamado “bien pensante”.

Todo se puede contar de mil maneras. Hasta lo indefinible. Pero el poder de atracción que supone la visión irracional desemboca en lo múltiple. Así, el “punctum” de Barthes se multiplica. Y la imagen en escena evoluciona en muchos sentidos. En España tradicionalmente se ha temido o se ha llegado a censurar, incluso, ese tipo de visión. Se teme la poesía en escena. Se teme la falta de comprensión cuando no hay nada que comprender. Se teme el poder de lo irracional.

El “punctum” actúa de una forma discreta. Me refiero al poder de atracción de los detalles. Veamos. Si consideramos la escena como una fotografía en movimiento con la que cambiamos sus masas de tinta, sus cuerpos, acabamos fijándonos en elementos insignificantes que nos atraen poderosamente. Una obra dramática puede convertirse en otra posdramática escogiendo los aspectos insignificantes, aleatorios, propios de la subjetividad. Y así cualquier exposición de la realidad, cualquier hecho que suceda en la vida cotidiana puede transformarse en un detalle, en un factor indefinible.

La poesía en escena debe mucho al detalle; y la fragmentación, a la velocidad del mundo moderno. Hasta hoy llega el impulso. En nuestros tiempos las redes sociales nos sitúan muy hábilmente en la poesía, pero no por la soporífera cantidad de egos poéticos que transitan por ahí, y que lo demuestran todos los días, sino por la normalidad con la que se han instaurado precisamente la fragmentación, las microcreaciones o el gusto por el detalle. Internet se ha convertido en una enorme masa irracional de elementos más o menos racionales. Además, si en tres, cinco o diez segundos nuestra atención decide cambiar de espacio no es otra cosa que una exhibición de “punctums” lo que encontramos. Lo que atrae es ese factor. No lo sabemos “a priori”, pero existe y eso es lo que hoy domina la escena mundial sin que lo percibamos de manera consciente. Nos pasamos cada día descubriendo detalles, sintiéndonos atraidos por algo que no preveíamos que existía.

El arte provoca y atrae con el detalle aleatorio, inesperado. Crece con él. Y, luego, se transforma en otra cosa. Por eso, la experiencia escénica puede crearse sin límites. Es posible concebir una obra de cinco horas solo con el nombre de una persona, por poner un ejemplo extremo, como única palabra pronunciada. Me gusta concebir una pieza a partir de detalles como ese. Se ensancha como las ondas en un río, después de ser lanzada una piedra al mismo. Y el público se acabará olvidando de ese nombre. Encontrará otro punto de fijación visual y renacerá de sus propias cenizas interpretativas. Así, innumerables veces. Porque tiene mucho que ver el espectador de una obra con el que cada día, en internet, descubre cualquier cosa que llama la atención. Por todo ello, me gusta ver al espectador como un natural “amador” de detalles, con un pie cerca de lo poético, cerca de esa libertad que regala una sorprendente visión de cada instante. 

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