El carnaval, el teatro y lo infinito
Quizás una de las facultades más necesarias del ser humano es la transformación. El ser se identifica por mantener una historia coherente, basada en la unidad de carácter, que evoluciona lentamente a lo largo de los años. Ser implica un estilo de vida, una manera de pensar, unos hábitos, una forma de vestir y de mantener nuestra apariencia externa, que también acaban moldeando el cuerpo. Todo esto, más la genética y el contexto geográfico y sociocultural, configura la identidad y el personaje: el relato en el que se codifica o explica la persona.
Pero la persona es mucho más que eso, es infinita. Por ese motivo creo que necesita salir de su personaje habitual y jugar con otras máscaras (personajes). El carnaval juega ahí un papel fundamental, desde los más antiguos de mi cultura, en Galicia: Xinzo, Verín y Laza, en la provincia de Ourense, hasta todos los carnavales que ahora están de moda: el de verano en Redondela (Pontevedra), los disfraces que fantasean con trasladarse a la época romana en el Arde Lucus (Lugo), o a la Edad Media en la Festa da Istoria (sin h) de Ribadavia (Ourense), etc.
Las figuras casi totémicas y misteriosas de los Peliqueiros de Laza, los Cigarróns de Verín y las Pantallas de Xinzo de Limia; el Oso de la aldea de Salcedo en A Pobra do Brollón (Lugo) y el de la aldea de Sande en Cartelle (Ourense), que nos recuerda los rituales para alejar el miedo a los animales salvajes, que son una alegoría de los males; el “vermut de las señoritas” de Lalín (Pontevedra), donde los hombres hacen de mujeres y las mujeres de hombres, en una divertida inversión de género; el carnaval es un acontecimiento parateatral que nos permite jugar con la identidad, con el camuflaje, para liberarnos un poco, dentro de un tiempo acotado, previo a los viejos rigores de la Cuaresma.
El carnaval expande y desborda nuestro ego cerrado, abriéndolo a la celebración del cambio de nuestra apariencia externa. Al igual que el teatro, puede ser un ejercicio para ampliar también nuestra empatía al ponernos, aunque sea a través de los mecanismos cómicos de la hipérbole o la caricatura, en la piel y los zapatos de la “otredad”. Sacarnos un poco del ser (de la historia) que llevamos constantemente encima, hacerlo explotar en la diversión y la fantasía de aparecer como cualquier otra cosa o cualquier otro ser.
Incluso habrá quienes, en ese disfraz, encuentren la realización de una parte reprimida de su personalidad. Es aquí cuando las máscaras nos ayudan a liberar aspectos que en nuestra vida cotidiana no suelen estar bien vistos, porque no encajan en los estándares, por ejemplo, del género que se nos ha asignado (mujer/hombre), o no forman parte de las normas del decoro y la belleza. Por ejemplo, eso es lo que sucede con los Merdeiros de Vigo, en su alusión directa a lo feo y a lo escatológico. Transgresiones a todo nivel, desde la burla a las autoridades, poderes e instituciones, hasta la generación de compensaciones respecto a la norma y las obligaciones de mantener el tipo y la corrección en todo momento. Velahí, por ejemplo, las máscaras de sacerdotes, obispos, cardenales, monjas, alcaldes y primeros ministros e incluso dictadores, especialmente los más opresivos o autoritarios. Este año no faltarán mascarillas de Donald Trump.
El carnaval y el teatro, sin duda, son de la misma familia y responden a una necesidad ineludible del ser humano. No son un lujo ni algo prescindible. Son necesarios porque están relacionados con la salud de un pueblo, con la compensación ideológica y psicológica, y con la expansión, a través de una cierta catarsis, de la empatía y de la personalidad. Porque la persona es infinita y necesita espacios donde pueda testar ese desbordamiento.