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El Conde de Torrefiel en una imagen interior

Siempre me ha llamado poderosamente la atención el teatro que es capaz de producir pensamiento y, a la vez, sin ilustrarlo o representarlo, en paralelo, generar estímulos estéticos que nos afectan de diferentes maneras.

El teatro que juega con el pensamiento de una manera literal y sin complejos. El teatro que se atreve a hacer filosofía, sin necesidad de que entremos en las aulas de la facultad para una clase magistral o en la complejidad de un ensayo.

No se trata, aquí, de la representación dramática de una historia de la que se puedan inferir o deducir ideas sobre el mundo y la existencia, como en La vida es sueño de Calderón de la Barca, o Hamlet de Shakespeare, por citar solamente dos ejemplos que me parece que son incontrovertibles a este respecto.

El teatro, sobre el que pretendo pensar aquí, opera como si cogiésemos de la obra de Shakespeare o de Calderón todos aquellos párrafos en los que los personajes reflexionan sobre cuestiones relevantes y, a través de la acción directa del pensamiento crudo, ingresásemos en una experiencia estética abierta y magnética.

Todo esto tiene que ver con el sello inconfundible de El Conde de Torrefiel y, más concretamente, con su último espectáculo: ‘Una imagen interior’, que estuvo programado en el Teatro Municipal do Porto, en el Gran Auditorio del Rivoli, donde yo lo pude ver el 1 de abril de 2023.

“La realidad es lo que no desaparece cuando se deja de creer en ella.” Una frase de Philip K. Dick, que podemos leer en este espectáculo, que arranca reflexionando sobre nuestra manera de concebir y de ver el mundo. Lo que hay y lo que vemos.

Todo el teatro, también la danza, incluso sin necesidad de que aparezca la palabra, nos ofrece una imagen del mundo. Más fantástica y onírica o más realista, incluso en lo real en escena, lo que hay en el escenario conjuga una óptica.

El Conde de Torrefiel juega con lo real en escena. Una performace que transita por el filo de la sublimación estética sin exhibicionismos, sin la pretensión de epatarnos o imponernos la sorpresa o el reconocimiento de lo bello. Porque la belleza estética parece como si surgiese en el escenario desvinculada de referentes plásticos o de clichés visuales. Y esto, a mí, es lo que más me sorprende, habituados como estamos a espectáculos que reproducen, mezclan y realizan intertextualidades con otras fuentes artísticas. Habituados a ver espectáculos que nos obligan a flipar con sus alardes explícitamente estéticos, inspirándose o copiando secuencias cinematográficas, cuadros pictóricos, conjuntos escultóricos u otros espectáculos de éxito.

Contrariamente, en ‘Una imagen interior’, El Conde de Torrefiel nos sitúa como sujetos activos de la lectura estética y también de la literal. La estética porque la belleza no se ancla en clichés, sino que emerge, ante nuestros ojos, de manera procesual y, aparentemente, sencilla, agarrada a lo real, sin subrayados y sin situarse sobre ningún pedestal. La literal, la de la letra, porque nos da texto para leer en pantallas que ocupan, en algunos momentos, el centro del escenario. Mientras la performance actoral ejecuta actividades de manera post-espectacular, sin proyectar su presencia, sin un plus extra-ordinario de energía, de manera aparentemente desafectada.

Los actores actúan como técnicos o los técnicos son actores colgando, al inicio, una enorme lona blanca llena de trazos de pintura de gran movimiento y colores vivos. Un enmarañamiento de trazos de colores que sorprende por su simetría, por el impacto visual y por la libertad que promueve en la recepción. Podemos, en esa abstracción, tan llena de color y movimiento, participar componiendo, en nuestra lectura visual, figuras diversas. Una simetría parecida a la que hay en las láminas del test de Rorschach, en las que podemos proyectar nuestras tendencias o ganas de ver esto o lo otro. Una lámina gigante que, por un sistema de poleas, avanza desde el foro casi hasta el proscenio, a una velocidad constante y que, con el efecto de la luz, parece hacernos entrar dentro de esa maraña casi psicodélica de la imagen.

En las últimas escenas asistiremos a cómo esa comunidad de personas, que están en el escenario, realiza, con botes de pintura, sobre una lona extendida en el suelo, esa obra colectiva de trazo libre. En el texto podemos leer la reflexión en la que se establece algo semejante a una analogía entre esa reunión fantástica de seres humanos, que disfrutan compartiendo ese momento de hacer arte, con el de aquellos otros seres humanos prehistóricos, que pintaban en las paredes de las cavernas.

Por medio, el arte se cruza, casi como de manera inevitable, con la ecología. Del homo sapiens al ser consumidor, que pasea por superficies comerciales. Ya pueden ser ciudades o supermercados, o paisajes convertidos en parques temáticos del turismo. Esto no lo dice El Conde de Torrefiel. Esto lo pienso yo después de ver su espectáculo. Supongo que lo pienso porque su texto refiere personas, que deambulan por un supermercado, buscando productos para alimentarse, igual que pueden deambular por una sala de un museo. Personas vestidas como vestimos todas las personas clase media consumidora, tal cual dictan las tendencias del mercado global. Personas con sus dispositivos electrónicos. En el museo una audioguía, en el supermercado los cascos y el móvil. Pero el escenario sigue siendo el escenario, el decorado es verbal, es el texto el que nos indica que están en un supermercado, también el carrito de la compra que empuja una actriz o la cesta que lleva un actor, en su deambular entre las estanterías invisibles.

Curiosamente, la escena del supermercado es la anterior a la del paisaje de la hecatombe, realizado con grandes lonas de plástico que, desde la vertical, invaden el suelo, llenándolo de pliegues y rugosidades. El plástico que envuelve la mayoría de los productos que podemos comprar en un supermercado es el que genera ese paisaje informe, por el que camina un actor con un traje de protección y una lámpara que nos ciega, como quien busca resquicios de vida entre las ruinas después de una explosión nuclear, la explosión del consumo.

Todo esto sin sobresaltos, sin presiones, desde ese tiempo real de la lectura del texto, en simultaneidad con la performance actoral y de los elementos escénicos. El tiempo de la lectura va marcando el ritmo, en complementariedad con el tiempo de las actividades y movimientos escénicos.

Leemos las reflexiones, como parte fundamental de nuestra recepción-participación, mientras las actrices y actores caminan por el escenario como si estuviesen en un museo de historia natural, en un supermercado con estanterías llenas de productos plastificados, entre los restos de un planeta bombardeado y reducido a escombros, o en el espacio de un sueño en el que se encuentran viejas amistades, algunas vivas y alguna, incluso, muerta. Leemos el relato de una ficción que se extiende sobre la acción escénica real, condicionando nuestra mirada y, al mismo tiempo, haciéndonos conscientes de esa condición. El mecanismo ficcionador está al descubierto y es, también, objeto de observación.

La mención y evocación de los sueños aparece como espacio para la creación artística y esta, a su vez, como espacio de pensamiento sobre las realidades-ficciones con las que damos sentido y ordenamos nuestras vidas.

‘Una imagen interior’ es un posdrama filosófico existencial, que se recibe con placer por la singular plasticidad y belleza de la imagen performativa de las acciones escénicas.

La imagen que me da es aparentemente tranquila, de personas que intentan sobrellevar la oposición entre su consciencia y valores éticos, entre el hecho de pensar y de pensarse, y el hecho de ser consumidores y destructores. El hecho de ser una sociedad que puede crear, pensar, construir, pero también destruir(se).

El ser consumidor de productos bien empaquetados y diseñados: arte, comida, bebida, ropa, tecnología… Yo diría que hay también aquí una predominancia de la soledad. El consumo, quizás, invita a eso, el pensamiento también.

El Conde de Torrefiel pensó y compartió, pero también nos hizo pensar y entrar en una inquietud escénica, que nos retrata desde las cavernas prehistóricas hasta hoy. Un continuum en el que, tal vez, la abstracción artística, en aquella pintura realizada en el escenario de manera colaborativa, puede ser una forma de salvación o de liberación.

Hay, en todo ello, la potencia de la imagen interior frente a la exterior. La interior conformada por lo que leemos, lo que vemos, lo que escuchamos y dónde estamos y la exterior de la materialidad de esos estímulos. La imagen interior de cómo nos afecta el exterior y cómo, a su vez, nosotros afectamos y moldeamos ese exterior. Un paisaje retroalimentado en ese artefacto teatral que El Conde de Torrefiel pone en marcha.

P.S. – Artículo relacionado:

“Arte y revolución. El Conde de Torrefiel”, publicado el 30 de enero de 2021.

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