El Hurgón

El Contador Descontado (Capítulo XVII)

Durante la ausencia de Guzmán hicieron tránsito por la cabeza del director pensamientos que tuvieron como objeto ayudarle a ignorar el paso del tiempo y a domar los temores creados por los comentarios.

Sólo por jugar, intentó entender cómo sería su vida alejado de la dirección del Centro, pero el ejercicio de este pensamiento no tuvo al principio mucho éxito, porque Sueva no se explicaba la vida de manera distinta a como siempre la había llevado, y porque no estaba habituado a los pensamientos y reflexiones orientados a calificar su conducta, porque siempre daba por sentada su infalibilidad.

Sin embargo, con el paso del tiempo y la incertidumbre del regreso de Guzmán, la imagen tentada por el juego cobró forma y Sueva tuvo la necesidad de pensar en cómo actuar para evitar un mal desenlace.

-¡Oh! – exclamó, recordando sus tiempos de actor de tragedias- ¿cómo voy a defenderme?

Se sintió dentro de un cerco que empezaba a contraerse y pensó, esta vez en serio, en su estabilidad como director del Centro. Se lamentó de no haber detenido a Guzmán hasta que terminara de contarle todo. Miró hacia el teléfono, pensando en él, pero cuando estaba a punto de echarle mano al auricular canceló su intento, preguntándose:

-¿Si se verá bien que sea yo quien llame?

No obstante la mano terminó su descenso hacia el teléfono, porque en ese momento sonó el timbre, y Sueva, suponiendo que se trataba de Guzmán, quien tal vez llamaba para explicar su tardanza, tomó el auricular de un manotón y se lo llevó al oído.

-¿Aún estás ahí? – preguntó alguien al otro lado de la línea, y el director, respondió, ansioso:

-¡Sí, sí, sí!

-Bueno, pues sigue ahí –dijo la misma voz, que finalmente no reconoció, y luego se escuchó que colgaban.

-Alguien viene – supuso Sueva, tomando el llamado como una solicitud de espera. ¿Quién será? – se preguntó, curioso.

Pero siguió pasando el tiempo y nadie apareció.

-No quieren que salga – pensó, mucho rato después, agregándole dimensión a la imagen creada en el juego, aumentado su inquietud y encendiendo su deseo de averiguar qué estaba sucediendo afuera de su oficina, de donde no se atrevía a salir, para no malograr las pesquisas que seguramente estaba haciendo Guzmán, porque en ese momento, todavía creía que este había ido a traer alguna prueba de cuanto le había contado.

Se agachó un poco y metió la mano derecha por debajo del escritorio, y accionó un botón que encendía el sistema de micrófonos ocultos, cuya red cubría todo el Centro, inclusive lugares tan privados como los aseos, y cuya consola se escondía entrando por debajo del escritorio, sobre unos rieles, pero ésta no registró sonido alguno. Entonces, empezó a rondar por el cuarto, para mirar a través de los visillos, que le ofrecían múltiples ángulos de observación, porque cuando la oficina había sido construida, él había ordenado hacerlos, para vigilar desde allí los movimientos de quienes permanecían en el Centro y de sus visitantes, pero no vio moverse nada ni a nadie.

Después de hacer sobresaltados análisis, para llegar a los cuales debió librar duras batallas con la ansiedad y la incertidumbre, que hicieron varios intentos para arrastrarlo hasta el terreno de la desesperanza, Rodolfo Sueva calificó la ausencia de Guzmán como parte de un complot urdido en su contra, y dedujo que su visita había tenido el objeto de distraerlo. A esta conclusión llegó, cuando terminaba de dar una de tantas vueltas por su oficina, caminando con la cabeza gacha y las manos entrelazadas a la altura de los glúteos, sin saber qué pensar, con dirección al escritorio, adonde se detuvo, asió el auricular del teléfono con la mano izquierda, pulsó con el índice de la misma mano cada uno de los tres dígitos de la extensión de su secretaria, se llevó el auricular al oído derecho, y esperó. A los cuatro timbrazos descolgaron, pero nadie habló. El director empezó a decir: ¡aló, aló, aló!, elevando poco a poco el tono de voz, y cuando este estaba en los linderos de la histeria, colgaron.

-¡Sí, es un complot! –se afirmó, corriendo la silla para sentarse. Abrió la gaveta central, sacó una hoja de papel sin usar, tomó un lapicero que llevaba en el bolsillo de la camisa y empezó a escribir lo que tituló: Estrategia para afrontar la amenaza, y que en resumen abarcaba tres puntos sobre los cuales iba a tomar decisiones inmediatas y que fueron: Recorte de nómina, disolución de la sociedad con Trevi e iniciación de un proceso de camaradería con los estudiantes, para tenerlos de su lado en situaciones de división como la presente.

El teléfono sonó de nuevo, y debido a que el director abrigaba en el fondo la ilusión de que todo cuanto estaba sucediendo fuera sólo una de esas ideas aprensivas que se le insertaba en el cerebro cuando amanecía con dudas sobre la eficacia de su existencia, creyó, una vez más, que se trataba de Guzmán, y en una exhalación dejó el lapicero sobre la hoja de papel y abalanzó su mano para tomar el auricular, pero ésta tropezó con éste, haciéndolo saltar de su base para después caer sobre el escritorio y producir un sonido fuerte y seco. Cuando lo recuperó y lo llevó a su oído, escuchó a alguien, diciendo:

-Parece que se está dando contra las paredes.

-¡Eh, hijos de p…! –quizás alcanzó a escuchar quien habló al otro lado, porque el …utas golpeó inútilmente al final de la línea, pues, habían colgado.

Sueva quizás quiso haber quedado como dicen en las novelas que quedan las personas cuando reciben grandes sorpresas, es decir, paralizado, para no salir de la oficina, en veloz carrera llevándose por delante todo cuanto hallaba a su paso, y arriesgando su integridad física porque cuando llegó al pasillo que conducía al salón principal, donde había una grada, tropezó y comenzó a dar saltos de marioneta para evitar la caída.

Cuando se repuso del susto lo primero que advirtió fue un inusual silencio. Empezó a recorrer el Centro, llamando a la puerta de cada una de las oficinas de los instructores, sin obtener respuesta, y a su paso por los pasillos se enteró de la ausencia de las estatuas que representaban los diferentes movimientos del tronco y de las manos de un contador de historias en acción.

-¡Malditos! – exclamó – me han abandonado, y se han llevado los símbolos.

-¡Ah miserable de Trevi!- protestó. Recordó que en alguna ocasión entre él y Trevi se había desarrollado una conversación hipotética, durante la cual se había jugado a decir qué se llevaría uno y otro en caso de que se liquidara la sociedad, y Trevi había sido enfático en afirmar su devoción por las estatuas.

Pasó por la oficina de Trevi y la encontró abierta y vacía, y lo mismo sucedió con la de Merlo, en donde sólo habían dejado un portarretratos con una foto de Kilovatio contando historias en un escenario desconocido para el director.

-¡Esto viene de tiempo atrás! – se dijo con amargura, mirando la fotografía fijamente para intentar reconocer el escenario que, a pesar de los esfuerzos mnemotécnicos no podía ubicar.

Sueva no consiguió explicarse en ese momento cómo había ocurrido tanto, sin que él hubiese detectado absolutamente nada, si existían allí los más estrictos controles de vigilancia que Centro alguna hubiese tenido en toda la historia de la formación de contadores de historias. Desde su fundación él había cuidado cada detalle concerniente al control y a la vigilancia, porque consideraba estas ayudas, fundamentales en cualquier organización, para mantener un adecuado control de las personas. Recordó que la red de micrófonos ocultos se había instalado a raíz del descubrimiento de un conato de conspiración, incoado por un nuevo alumno, a quien luego identificaron como un disociador, enviado por el director de otra institución de formación de contadores de historias y leyendas, con el objeto de crear desilusión entre los alumnos del Centro, hablándoles de enormes dietas que, según él, les pagaban otras instituciones a los contadores de historias mientras permanecían estudiando. Recordó igualmente que ordenó, bajo el más estricto secreto, la instalación de cámaras en las habitaciones de Trevi, de Merlo, y de algunos revisores de conciencia, cuando se enteró que en éstas hacían reuniones clandestinas a las que acudían alumnos del primer nivel, invitados por ellos.

Siguió recorriendo el Centro, preguntándose siempre lo mismo hasta llegar a la conclusión de que la falla fue haberle dado entrada a ese individuo llamado Kilovatio.

–¡Maldita sea!, no es la primera vez que nos mandan a un disociador. Recordó otros episodios, descubiertos por él, y se dijo:

-Siempre he sido hábil para percibir a tiempo los peligros que me asechan. ¿Qué me pasó?…,¿qué me pasó en esta ocasión? ¿Acaso existe alguien superior a mí? ¡Ni pensarlo!; ésta debe ser una prueba del destino.

Cuando llegó al salón de reuniones de directivas encontró las sillas volcadas, menos la suya, porque habían puesto encima una pizarra en la cual dibujaron una caricatura suya, en la que prevalecía una corona encasquetada al revés, acompañada de un texto en grandes caracteres, que decía: “aquí yace el rey de la farsa”.

En la cabeza de Sueva se aposentó la idea de poner el mundo patas arriba. Lanzó ternos contra sus antiguos colabores de institución y luego contra todo lo que estuviera relacionado con contadores de historias. Cuando salía del salón de sesiones preguntando a voz en cuello por “el miserable de Trevi, para ajustarle las cuentas” fue interceptado por cuatro loqueros, que fueron llamados por alguien sin identificar, “porque el director del Centro de formación de contadores de historias está sufriendo uno de sus habituales estados de locura transitoria y quiere acabar con todo”.

 

 

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