La tercera escena

El mensaje en el teatro, fidelidad o traición

Nadie duda de que el teatro es un proceso difícil y laborioso de comunicación, que consiste en la transmisión, a través de una puesta en escena, del mensaje que el autor del texto o guion desea trasladar al espectador a través de su obra. Pero no siempre ese mensaje llega al público con toda la riqueza de matices que el autor plasmó en el texto, bien sea porque el director y/o equipo técnico y artístico han sido incapaces de descifrarlo o bien porque, aun habiéndolo entendido, prefieren reescribirlo mostrando una lectura alternativa del texto que se distancia del original, pero pretendiendo en algunos casos imponer como auténtica su “revisión” del mensaje.

Todo texto o guion, de una obra destinada a ser representada sobre un espacio escénico, contiene un mensaje tácito y en ocasiones muy explícito. El autor incluye en el propio texto, en los parlamentos de los actores y en las acotaciones, las claves o códigos necesarios para una correcta formulación y transmisión del mensaje que desea trasladar a los espectadores. Corresponde al director la tarea de descifrar esos códigos que le ayuden a desvelar el mensaje real de la obra y a transmitirlo de la forma más fiel posible.

Son escasísimas las ocasiones en las que el responsable de la puesta en escena tiene el privilegio de poder mantener una relación directa con el autor de la obra, que desea corporeizar sobre el espacio escénico, para poder aclarar cualquier dificultad en la correcta formulación del mensaje. Pero, en los casos en que el director no pueda acudir al autor para resolver sus dudas, estará obligado a desentrañar y reconstruir sobre la escena el mensaje reflejado en el texto bebiendo de sus propias fuentes, y arriesgarse a transmitir su propia interpretación del mensaje que no siempre se correspondería con el original en todos sus tintes y matices. Puede intentar ser fiel al “original” o realizar su propia “lectura”, interpretación o visión -no siempre acertada- del mensaje. Es ese el momento en el que pueden aparecer los primeros dislates, los primeros desajustes en los engranajes del proceso de transmisión del mensaje. Si un director olvida, o no sabe entender el mensaje, o conjunto de códigos, símbolos o señales que el autor expresa en un texto o guion, este nunca llegará al espectador como el autor lo ideó.

No seré yo el que niegue a un director la posibilidad de servirse de ese mensaje, una vez desentrañado, para recrear su propio punto de vista, distanciándose del original expresado por el autor, deconstruyéndolo, reestructurándolo o introduciendo matices deformantes. La elaboración de este “nuevo” mensaje es admisible cuando se trata de una versión libre, de una obra inspirada en la original o cuando se intenta ofrecer un punto de vista innovador, una perspectiva arriesgada o el enfoque a través de una lente transformadora. La creación escénica, como todo proceso creativo, debe gozar de una gran libertad expresiva. Lo que no parece éticamente defendible es que, esa “lectura” alternativa, “filtraje” o “revisión” del mensaje, se haga pasar por el original y verdadero del autor.

El mensaje, que cada obra, texto o guion encierra, debe ser respetado. Lo que la obra dramática escrita expresa debe reflejarse en la obra dramática representada. Otra cuestión son los aspectos formales estéticos o plásticos, es decir los códigos y signos auditivos y visuales, de los que nos podemos servir para hacer llegar este mensaje al destinatario. Un breve paréntesis… en su artículo «Le signe au théâtre: introduction à la sémiologie de l’art du spectacle.» (Diogène nº61. 59-90), el semiólogo del teatro Tadeusz Kowzan (1922-2010), delimita los principales sistemas de signos -13 en concreto- de los que se puede hacer uso en una representación teatral.

La cantidad y variedad de matices a la hora de aplicar esos códigos y signos es prácticamente ilimitada. Pero conviene recordar que la pluralidad de expresiones de un mismo signo puede dificultar su comprensión. Si no se da con el signo adecuado, o si no se presenta este en el formato o dimensión más conveniente, podemos estar confundiendo a un público, que desea entender lo que se le muestra y descifrar lo que sus sentidos perciben.

Así como Picasso realizó más de una cincuentena de variaciones sobre las Meninas de Velázquez en las que indagó diversos aspectos de la célebre tela o Francis Bacon pintó el “Estudio del retrato del Papa Inocencio X de Velázquez” una versión reinterpretada y distorsionada del retrato velazqueño, resulta imposible imaginar las veces que habrá sido “versionada” o adaptada la tragedia sofocliana “Antígona” desde que su autor la presentó en la Acrópolis ateniense allá por el año 441 a. C. Desde esas primeras representaciones hasta nuestros días, los escenarios han acogido el alumbramiento de numerosas versiones de la Antigona primigenia. La “antigone” del dramaturgo francés Jean Anouilh estrenada en 1944, la por algunos tildada de fallida versión Antigonemodell 1948 de Bertolt Brecht o, por citar alguna que nos es más cercana, la versión reciente actualizada y rompedora que el dramaturgo y director mexicano David Gaitán montó en su país y luego trajo a España de la mano de El Desván Producciones… son creaciones o adaptaciones distantes tanto en el tiempo como en la elección del ámbito escénico, el contexto social o en su concepción técnica, estética o artística.

En cada caso de los antes mencionados el proceso de transmisión del mensaje del autor, incluido en la obra primigenia, habrá corrido distinta suerte. Pero es indudable que, cualquiera de los responsables de esas puestas en escena, han podido asumir el riesgo de presentar un nuevo y arriesgado enfoque porque antes han descifrado, interpretado y comprendido el texto original y el mensaje en él incluido. Es el conocimiento profundo del texto original y del mensaje en él encerrado lo que permite que germine el poder mágico de la libertad creativa.

Un director teatral se puede servir no solo de la palabra sino de una serie de signos no lingüísticos como son los movimientos del actor en escena, la mímica del rostro, sus gestos, el tono de su voz, el vestuario, el accesorio, el decorado, la iluminación, la música, el sonido, etc.

El problema surgirá cuando el espectador, conocedor de los códigos a través del que expresa su mensaje el autor en la obra original, no los identifica o reconoce en la “nueva” versión. Es así como las puestas en escena que no aciertan en una adecuada transmisión del mensaje acaban convirtiéndose en experiencias malogradas. Con pinceladas innovadoras, arriesgadas, quizás transformadoras, pero fallidas.

Un director de escena, como conductor del hecho teatral, dirige a ese grupo técnico y artístico como si de una orquesta, que desgrana sus notas en la escena, se tratara. Pero no siempre lo que “suena” en el escenario se corresponde fielmente con lo que el “compositor” recogió en su “partitura”.
Una partitura indica, a través de un lenguaje propio formado por símbolos musicales, como debe interpretarse una composición musical instrumental y/o vocal. La música es un lenguaje que nos permite comunicar con el público y transmitir emociones. Pero para ello debemos saber “leer” esa partitura y reconocer en ella esas herramientas que el autor pone a nuestra disposición para trascender la mera interpretación mecánica de las notas y sus valores. Son esas indicaciones de expresión (tempo, dinámica, acentuación y carácter, entre otras) las que nos muestran la verdadera dimensión expresiva de la obra y los códigos necesarios para una adecuada comunicación de su mensaje, sea este racional o emocional.

Del mismo modo, en un texto o guion teatral, debemos saber encontrar todas las referencias necesarias que el autor nos transmite en sus líneas para que su mensaje sea trasladado a la escena de la forma o con la intención que él lo concibió. Un texto teatral o guion no suele ser tan meticuloso y detallista a la hora de mostrar ciertos indicadores expresivos de precisión matemática que si aparecen en las partituras. Pero el propio texto, a través de los diálogos de sus personajes, de las acotaciones, notas o comentarios descriptivos, incluye las referencias que el autor considera necesarias para que ese texto se transforme en una puesta en escena.

Analizar en un texto el mensaje que el autor incluye en él, a través de sus diálogos (lo que se dice dentro de la escena) y acotaciones (para el director o para los actores), es una tarea ardua pero apasionante. Si deseamos trasladar a la escena un texto o guion debemos ineludiblemente y ante todo proceder a su análisis minucioso en búsqueda del mensaje. Evidentemente este análisis se complica cuando el texto, sobre el que queremos indagar, es una traducción de dudosa fidelidad a un original que fue escrito en otro idioma. Ciertos traductores hacen cierta la afirmación de Victor Hugo de que “la traducción es una anexión”. En estos casos es imprescindible el recurso al original o, en su defecto, a una traducción que nos garantice la más estricta fidelidad al texto original.

Pero en todo análisis hay dos cualidades que, no siendo malas ni buenas per se, debemos tener en cuenta para que no nos dejemos distraer por lo obvio y así poder sumergirnos en lo menos visible o evidente. Me refiero a la subjetividad y la intuición del analista. Al analizar un texto dramático es necesario eliminar, de ese estudio detallado de la obra, nuestra subjetividad, nuestro modo de pensar o sentir. Es necesario ponerse en la piel del autor, descubrir lo que este quiere expresar y no lo que nosotros queremos entender. También ayuda la renuncia a las primeras conclusiones que nos aporta nuestra intuición para poder profundizar en la búsqueda de lo menos obvio. Por otro lado, si como lectores intentamos identificarnos con el autor, entender sus palabras y comprender el sentido de su mensaje, nos aproximaremos más a una “lectura” optima de la obra.

En el texto encontraremos frases que escudriñan en la psicología de los personajes, en su temperamento, carácter y personalidad. Nos dejan entrever por qué dicen lo que dicen y se expresan como lo hacen. Y aquello que el autor no pone en boca de los personajes, lo explica a través de las acotaciones, tanto destinadas a los actores como al director. En ellas el autor acaba de perfilar los personajes mostrándonos, como se han de caracterizar, los desplazamientos o acciones que deberán realizar, las situaciones emocionales, el ritmo de sus diálogos, sus pausas y silencios e incluso su gestualidad. Además, las acotaciones nos muestran la atmósfera de la escena y sus características físicas. Describen la escenografía, la iluminación, el vestuario, la música, los efectos sonoros y todo aquello que el autor estima necesario para una mejor traslación de su texto a la escena y una idónea transmisión del mensaje que se desea trasladar a los espectadores.
Es verdad que no todos los autores son igual de prolijos, meticulosos y precisos a la hora de expresar el mensaje de la obra de forma clara e inequívoca. Pueden jugar con la ambigüedad, con la doble lectura o significado de ciertas expresiones frases e incluso introducir mensajes sutilmente disimulados u ocultos en el texto.

En las obras gráficas o visuales (cine, pintura, escultura) resulta más fácil descubrir esos mensajes ocultos o ciertas “travesuras” incluidas por los autores, que en un texto escrito. Es cierto que, en algunos casos, desentrañar la función de ciertas palabras o frases en el texto, no es tarea fácil. Máxime cuando los autores impregnan las acotaciones de valores literarios en vez de hacer descripciones más objetivas.

Si una cierta dificultad de análisis del texto original nos hace renunciar a la búsqueda del mensaje fidedigno, estaremos traicionando al propio autor y, por ende, al espectador.

Es verdad, aunque no una disculpa, que muchas traiciones al mensaje de un autor, son más debidas a la bisoñez, incapacidad o ignorancia del responsable de la puesta en escena, que a su voluntad real de traicionar.

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