Zona de mutación

El teatro en la era multitasking

El minimalismo espectatorial tiene su trampa, o su radicalidad, que se corresponde con la reducción a esenciales expresiones que promueven los artistas teatrales. Cual es directamente la de vivir el teatro sin la molestia de tener que ir hasta la sala. La incomodidad de los tránsitos a reductos específicos, cada vez más inadecuados, técnicamente limitados y promotores de una experiencia gregaria remanida. Transgredir los tiempos de la eficiencia, de las utilidades, de los rendimientos prácticos, concentra las actividades de tiempo libre. Robar una hora y media (¿fue acaso Hollywood que impuso esa medida?, que por otro lado no es arbitraria) a las actividades productivas o al descanso multiplicador de tales productividades, es demasiado. Se concede una sesión pero de menor duración. Concentrar. Sintetizar. Reducir. Jibarizar. El colmo de este minimalismo es que el sistema se ajusta tanto a tus comodidades que no te requiere la presencia. Ahí surge un desafío decisivo: no que una obra empieza a ser buena si es de corta duración, sino que ésta es tan corta que no amerita la molestia de apersonarse a verla. Con todo, otro desafío es que, si es tan necesaria, podrá expenderse a través de ersatz capaces de suplir, si no la experiencia, la espectación como acto informativo y no tanto sensible. Así, no estamos lejos de un teatro de la interfaz, en chips, píldoras, o inoculable por vía endovenosa, que pueda incorporarse mientras se hacen otras cosas, que se pueda fragmentar a voluntad, para encenderlo en los momentos adecuados, o para tener activamientos regulados según el patrón descanso, el patrón intimidad, el patrón intercambio social, etc. Un teatro de la era multitasking, sin desgaste de los aparatos biológicos para su registro. La ritualidad se atomiza y se hace bebible o soñable. Los cuerpos de esos otros que son los actores/actrices, el público, puede responder a programas opcionales y diagramables por la creatividad del mismo espectador. Así, alguien puede plantearse en dicha previsión una ‘noche de Hernani’ a medida, un estreno a la Ubú Roi, combinando reacciones esperables o por el contrario inimaginables, con insultos u ovaciones digitadas a la voluntad del cliente. Los espacios oníricos se programan para recibir con un simple receptor adosado a la sien, o bien apostar a una distribuidora hiperestésica que incorpora los estímulos teátricos que se activan con el sueño. El teatro energético de Lyotard, acá también lo es, pero en vez de de funcionar por presencia, lo hará por virtualidad. Las vías negativas potenciarán tales virtualidades a fin de afirmar los recursos espectrales, no físicos por lo que se mediará la experiencia teatral. Es el ‘como si’ aplicado a los espectadores. Recursos a la mano para hacer como si hubiésemos ido, sin hacerlo en realidad. Apelar a algo que se parezca a vida, pone la pelota en el campo del espectador. Ese recurso virtual se temporiza a un ciberespacio, a un tiempo lato, abierto, que depende del manejo de la entrada-salida voluntaria del espectador, quien dispone para ello de un menú capaz de absorber la deriva caprichosa del usuario. Mientras tanto la presencia se salva, pero en vez de hacerse presente en un lugar, aquella va al encuentro de su público. Por supuesto que la arqueología de referenciar el acto al ancestral hecho presencial, será sólo uno de los andariveles posibles y de inocultable efectos ‘retro’. También quedan habilitados aquellos otros, donde el hecho y la experiencia escénica, disparen a destinos inimaginables.

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