Entrevistas

Eugenio Barba: «Mi energía viene de mi madre»

Gregorio Amicuzi (Residui Teatro) entrevista al maestro Eugenio Barba con motivo de la celebración de su 85 años.

 

Gregorio Amicuzi: Del principio de tu aprendizaje ya pasaron prácticamente sesenta años. ¿Qué ha cambiado en el teatro? ¿Qué hemos perdido que en tu opinión es fundamental? ¿Y qué hemos ganado?

Eugenio Barba: Hemos perdido la fiebre y hemos ganado la frivolidad. Lo que me había golpeado en mis comienzos, y que era como una fiebre en toda Europa, fue el encuentro con Brecht. Eran los finales de los años 50, justo después de que el Berliner Ensemble había visitado París y Londres con Madre Coraje. La manera de actuar de los actores del Berliner Ensemble, la excepcional fuerza de Helene Weigel como actriz, era algo no visto. Por eso hubo una seducción, una inflamación de mi fantasía por Brecht y su teatro épico. Su visión técnica y dramatúrgica llevaba a esos resultados inimaginables y abría nuevos horizontes. Fue el descubrimiento de un continente teatral desconocido. Eso se acompañaba en los años 60 con otro factor muy importante: un fermento social que culminó en 1968.

El teatro de Brecht, profundamente comprometido a nivel ideológico, tenía al mismo tiempo una sólida calidad artística y eso alentó a los que querían hacer teatro político. Así que Brecht se volvió un modelo fundamental para todos los que querían utilizar el teatro para transformar la sociedad.

En América Latina fue fundamental, como lo fue en Europa. Brecht, y también Dario Fo de manera diferente, se volvieron las dos referencias que demostraban la posibilidad de un teatro con un profundo sentido para ti como ciudadano. Un teatro transformativo para la sociedad.

Al mismo tiempo -y eso fue la indescriptible riqueza de esa época de los 70- había su complementariedad. El teatro como proceso transformativo podía ser aplicado no solo a la sociedad sino también al individuo. Al mismo tiempo de Brecht, se descubría también a Antonin Artaud. Al final de los años 50 comienzan a publicarse sus textos sobre el teatro. Esa ola de interés para Artaud -el Living Theatre, por ejemplo, se inspiraba en Brecht y Artaud- culmina cuando Grotowski llega a París en 1966 con El Príncipe Constante para 40 espectadores. Ese espectáculo parece la encarnación de las visiones de Artaud.

Así que Artaud y Grotowski se vuelven el otro polo de atracción para artistas y espectadores que no tienen como “primus motor” una visión del teatro como transformación social, sino a nivel personal. Esa polaridad representó una gran fuerza que hasta los años 80 desató las pasiones. Estaban los que detestaban a Grotowski, estaban los que odiaban a Brecht. Decían: “Grotowski es un gran director, pero los grotowskianos no tienen talento”. Nadie podía negar que el Berliner Ensemble había creado espectáculos de extraordinaria fuerza dramática y actoral, pero afirmaban: “Todos los brechtianos son aburridos”.

Todo eso desapareció en los años 80 y 90. A mis ojos esta época se caracteriza por una generación -la única en la historia del teatro en Europa y en todo el planeta- que llegó al oficio, no por interés artístico o necesidad económica, sino porque el teatro era el vehículo para transformar el mundo o a sí mismo.

Esa motivación muy particular desapareció al final del milenio y las motivaciones que puedes encontrar en las generaciones sucesivas son absolutamente diferentes. La situación económica y las creencias mudaron. Aparecieron otros ideales y tomas de consciencia: la ecología, el clima,  el feminismo, la lucha para dar un destino digno a los emigrantes. Esas “narrativas” no alcanzan la misma fuerza para sacudir la imaginación y  generar nuevas formas de teatro inspiradas por esas causas.

De todo eso he sido testigo en mis 60 años de teatro.

G.A: ¿Cómo explicas la creación del sistema de producción del Odin Teatret?

E.B: Existen todavía muchos jóvenes hambrientos de transformación que el oficio teatral tiene inherente. Pero en número y obstinación menor. Lo sé porque cada vez que anualmente el Odin Teatret organiza el Odin Week Festival que dura 10 días, los participantes se enfrentan sorprendidos a esos ancianos actores del Odin. Observan desconcertados sus presencias animadas por invisibles ideales que intensifica la vida de ese grupo teatral y también su manera de vivir el teatro. Porque al final, lo que el Odin Teatret ha realizado de original, es un nuevo tipo de producción teatral que no permite identificar automáticamente el teatro unido al espectáculo.

Antes del Odin Teatret, la producción teatral consistía en actores y directores que se reunían en un edificio teatral, preparaban un espectáculo y vendían las entradas. Otra manera de obtener dinero, eran las subvenciones.

Cuando en los años 70 llegó la generación de los grupos teatrales, que yo he llamado “el tercer teatro” -ni teatro de tradición, ni teatro experimental- era evidente que no le interesaba cambiar al teatro que existía. Stanislavski y Brecht querían hacerlo. Los grupos querían cambiar el mundo. ¡Algo completamente diferente!

No tenían una preparación teatral, de aquí la necesidad de adquirir conocimientos y técnicas. Descubrieron el Odin Teatret. Como autodidactas nosotros habíamos sido pioneros de un aprendizaje a través de ejercicios físicos y vocales: el training. No por originalidad sino por condiciones objetivas. Yo y mis actores habíamos sido rechazados por el sistema teatral que exigía talento, estudios en una escuela, diploma y todo eso. Comenzamos como aficionados. Era mi intención volvernos profesionales. A mis ojos significaba ganar la vida haciendo funciones. Pero teníamos que aprender, y así empezamos nuestro aprendizaje con ejercicios físicos.

Nuestro training ha inspirado a muchas generaciones. Para nuestros actores ha sido una práctica individual cuya continuidad cotidiana ha permitido la duración y revitalización del Odin Teatret durante 57 años.

Esa manera de preparar a los actores al oficio a través ejercicios del training tiene su origen en el Odin Teatret. Habíamos dejado Noruega y radicado en Dinamarca, en Holstebro, una pequeña ciudad de provincia. Los actores no hablaban el mismo idioma de la población local. El Odin Teatret se vuelve un grupo con integrantes de todos los países escandinavos y después de todo el mundo. Todos habían perdido el vehículo fundamental de comunicación: el idioma, que comparten con los espectadores.

Así surge para nosotros la necesidad de hacer espectáculos que tienen toda otra fuerza de atracción e interés para el espectador: con actores cuya actuación podría parecer danza, y una musicalidad vocal que evocaba la ópera y el canto.

Para los grupos que surgen en los 70, el Odin Teatret, ya con casi diez años de experiencia, se presenta con espectáculos de sala y de calle, con un training inspirador, con un elaborado sistema de producción que garantiza su sustento económico con actividades que no incluyen los espectáculos: pedagogía y didáctica; iniciativas en la comunidad en escuelas, museos, carteles, club de deporte, casas de ancianos; colaboración con universidades, en alianza con profesores abiertos a la cultura de los grupos teatrales; cursos universitarios e investigaciones sobre los espectadores con sociólogos.

Un ejemplo interesante de la inspiración de este nuevo sistema de producción fue en Brasil. En los años 80, las iniciativas del director Luis Octavio Burnier con su grupo Lume que él había logrado integrar a la Universidad de Campinas, tuvieron una gran influencia para el teatro de grupo brasilero. Burnier había participado en una sesión de la ISTA-Escuela Internacional de Antropología Teatral e intuyó de inmediato la importancia de poner ese tipo de laboratorio en el contexto universitario.

No hay duda de que el Odin ha sido una referencia a nivel artístico y didáctico y sobre todo como sistema de producción novedoso. Basta pensar en nuestra solución del “trueque”. Utilizar el teatro no solo como espectáculo sino como intercambio de formas culturales en varios contextos: en hospitales psiquiátricos, en campos de prófugos o de emigrantes, en una escuela, en una prisión. Nuestra verdadera originalidad ha consistido en inventar otras actividades para garantizar nuestra independencia económica sin hacer espectáculos.

La generación que surge en los años 70, profundamente sacudida por la visión de un teatro comprometido e ideológico, se da cuenta de que el Odin no pertenece al establishment. No entiende, sin embargo, nuestra ideología. Lo que hacemos lo consideran formalismo, egocentrismo burgués, imperialismo cultural…

Esos malentendidos duran poco. Sobre todo en Latinoamérica, los grupos se dan cuenta de la utilidad de la técnica y de la eficacia artística para persuadir a los adversarios políticos.

G.A: También la eficacia económica para encontrar soluciones económicas a través de esa manera de producir distinta.

E.B: Evidentemente. Todos los grupos tienen actividades pedagógicas, es lo que los sostiene. Piensa en Yuyachkani en Lima (Perú), donde sus actores enseñan en la universidad.

G.A: A tus 85 años, ¿qué les dirías a quienes comienzan ahora?

E.B: El teatro es una necesidad personal. No puedes esperar que otras personas te sustenten. Si tienes esta necesidad, y quieres ser libre, debes inventarte una manera de ser actor o director según tus sueños y realizar esa manera que también tus adversarios son obligados a apreciar. Debes, sin embargo, trabajar y aprender, aprender y trabajar.

Si tú quieres hacer teatro como lo hacen los demás, con un edificio y un sueldo, corres el riesgo de volverte un mercenario. No hay nada de malo en esa palabra. Pero alguien decidirá por ti. Tu libertad consiste en actuar, encontrar espectadores, inventarte algo que sea un espectáculo, un concierto, un happening, una performance, haz lo que quieras. Pero al menos cinco veces por semana. El teatro es el encuentro con el espectador, en tu casa, en un rincón de una calle, fuera, en el interior de una iglesia o en un night club.

Hijikata por ejemplo, en Japón, cuando comenzó con el butoh, obligaba a sus discípulos a danzar en los cabaret nocturnos. Justamente la desnudez del bailarín butoh podía parecer algo de erótico. Ganaban dinero haciendo espectáculos para los clientes a los que les gustaba ver a una mujer o un hombre casi desnudos pintados de blanco. Pero esto daba la posibilidad de ejercer su arte. A quien quiere hacer teatro le diría: nadie te ha pedido hacer esta profesión. Es tu proprio deseo. Exactamente como un filatélico, alguien que hace colección de sellos. Tú no puedes decir: quiero ser filatélico y esperar que el estado te financie (ríe). Los sellos tienen un gran valor, los ves en los museos y con algunos de esos pedacitos de papel, si los vendes, puedes ganar una fortuna.

G.A: ¿Por qué haces teatro Eugenio? ¿De dónde sacas todavía la energía? ¿Quizás están conectadas las dos cosas?

E.B: De dos fuentes: una es genética y depende de mi madre, porque ella era una guerrera. Cuando mi padre -alto oficial fascista- murió a causa de la guerra, a mi madre no le dieron justamente una pensión. Nuestra situación familiar era de miseria absoluta. Ella provenía de una familia burguesa, su papá era almirante y tenía un orgullo y una actitud de desafío hacia las circunstancias negativas. En su condición de estrechez, esa joven viuda luchaba como una aristócrata o una leona para que sus dos hijos pudieran estudiar y vivir con dignidad. Esa extrema indigencia era acompañada por un profundo sentido del honor, solemnidad y placer de los gozos elementales de la vida: una fruta, el cielo azul, el viento cálido que venía de África. Mi energía viene de mi madre. Todavía ella me tiene de la mano, y por eso nunca me doy por vencido.

La otra fuente depende de mis experiencias juveniles. Uno adquiere una capacidad de resistir largo tiempo a esfuerzos y fatiga y seguir sin parar si tu aprendizaje ha consistido en trabajar diez-doce horas. Lo veo con mis actores que tienen 65-75 años. Algunos tienen Parkinson, otros artritis, no pueden tener en mano un objeto, pero todavía tienen energía. ¿Y por qué? Porque en su entrenamiento no ahorraban, trabajaban como tercos horas y horas. Descubres, entonces, que el ser humano tiene grandes reservas de energía. Pienso en los sobrevivientes de Auschwitz o de los otros campos de exterminio. ¿Cómo era posible sobrevivir es ese infierno? La gente que llegó allá sin comprender la razón, murieron; los que querían resistir porque estaban en contra del nazismo, eran comunistas o los judíos para los cuales era importante que esa infamia pudiera ser conocida, ellos encontraron la energías. Si tú aprendes a luchar, a trabajar duro desde tu juventud, esa energía te acompaña hasta a la vejez. Es extraño constatar cómo los jóvenes ahora no saben aguantar la dureza del trabajo. Lo veo con los que vienen y quieren trabajar con nosotros: una hora, dos horas, y ya no resisten más.

Los viejos actores parecen tanques. ¿Por qué lo hacen? Porque aprendieron como jóvenes a no ahorrar. Tienen una motivación íntima, difícil de explicar, una especie de compromiso personal hacia el trabajo. Podría hablar del valor ético del trabajo bien hecho que caracteriza a un artesano. 

Esa ética del trabajo bien hecho yo la tengo de mi experiencia de emigrante. Durante siete años trabajé como soldador en un taller de herrería. Comenzaba a las 7 de la mañana. Éramos seis personas. El propietario me enseñó pacientemente el oficio. Emanaba una autoridad debida a su pericia profesional, a su destreza y experiencia. Obreros que habían trabajado con él muchos años le pedían consejos. Él nos seguía a cada uno de nosotros, infundiendo una sensación de protección. Nunca regañaba a pesar de los errores que cometías. Él me guiaba a encontrar la solución. Eigil Winje ha sido para mí el modelo del líder, y su taller el ideal para mí en el Odin Teatret.

Sonrío recordando a Eigil y pensando que una de las más fuertes influencias para mi teatro proviene de un artesano de un pequeño taller de herrería.

14/10/2021 Favignana (Italia)

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