Críticas de espectáculos

La Caída. MOMA Teatre.

LA CAIDA

Autor: Albert Camus
Director: Carles Alfaro
Traducción y adaptación teatral: Rodolf Sirera
Intérprete: Francesc Orella.
Equipo técnico y de producción: MOMA TEATRE.

LA EXCEPCIÓN

En un tiempo en el que los monólogos se alzan con el nombre majestuoso e impropio de “Obra teatral”, en el que cualquier personajillo gracioso dice dos o tres palabras sobre un escenario, ante numerosos rostros ávidos de risa y despreocupación, habría de surgir, tarde o temprano, La Excepción.
Antes se llamó “Carta de amor (como un suplicio chino)”. Hoy se llama “La Caída” Dos caídas flotan en el húmedo espacio, mundo amorfo, en el que agoniza Jean Baptiste Clamence. Seis noches insomnes son los capítulos a través de los que irá desarrollando una confesión voluntariamente obligada, cuyo fin, desde un principio, nos anuncia Carles Alfaro: El agua invadirá el alma del agonizante Clemence-Orella, hasta que lo que más teme lo absorba: EL JUICIO.
¿Cuántas caídas se habrán producido desde 1956, año en el que Albert Camus escribió esta novela?
¿Cuántas conciencias habrán despertado tras ese golpe? Seguramente, la respuesta a ambas preguntas sea muy distinta. Camus imaginó un hombre que, tras un hecho traumatizante, descubre una doble sonrisa. Esa sonrisa lo persigue, lo atormenta, lo empuja hacia un mundo que siempre miró, autosuficiente, desde la cima. Lugar elitista y reservado a los Dioses. Francesc Orella es ese hombre. Esa isla en medio de un mar silencioso y oscuro que cada noche le recuerda un crimen que ha cometido, que cada noche lo juzga y lo condena.
En su confesión, busca un interlocutor. Quizá él mismo. Toda la humanidad, partícipe silenciosa, en el viaje que el único poblador de ese mundo emprende hacia su interior, hacia el lugar donde mora la conciencia, sonrisa sarcástica, que desdibuja el espacio en el que, hasta ese determinado momento, dormía despreocupado Jean Baptiste con el carnet del “éxito” y la “superficialidad”.
Desde las ruinas de su ser nos saluda acompañado, únicamente, por una maleta. Da vueltas sin sentido sobre una tabla que lo salva del agua, del horror de su omisión. Poco a poco, la memoria va avanzando, se va haciendo con el presente de este hombre que lucha, ansioso, por ser otro. El agua rebasa ”la tabla” y un frío húmedo abraza al público que, a un tiempo, es juzgado por ese magistrado penitente que se ha ganado el derecho fundamental a juzgar y culpabilizar.
Desde un principio, el interlocutor ha sido el público que ha asistido al calvario de Clamence. “Elías sin Mesías” de una verdad que se pierde, incapaz de asir la legión de sombras que avanza sobre sus propios crímenes.
Clamence-Orella pierde en esa confesión. No deja de ser un Dios. Con derecho o sin derecho, juzga implacable; se escuda en su propio veredicto de culpabilidad. Pero sigue siendo el mismo.
¿Qué más da abrir los ojos, poner de manifiesto que la libertad no es una recompensa, ni tan siquiera un derecho? ¿Qué más da caminar al lado de una conciencia a la que no le concedemos el derecho a hablar, el derecho de impedir que el egoísmo y la ruindad se sienten en el trono austero del poder?
¿Qué podemos hacer, finalmente, para ser otro?
Nada, se dice Clamence-Orella. No habría que ser nadie. Debería no haber nacido. Siempre es tarde para una segunda oportunidad, concluye, afortunadamente. Francesc Orella se viste con la piel de Clamence. Presta la sonrisa a un personaje que se hunde “noche a noche” en su dolor. A Francesc Orella le duele vivir, le duele recordar, le duele juzgar y arde en la vergüenza de una omisión propia de una Bestia.
Francesc Orella, se viste con el dolor de Clamence, hasta lograr entregarse a una desnudez aterradora, que no deja de ser nuestra desnudez, nuestro propio silencio culpable, nuestro propio terror.

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