Desde la faltriquera

La Cenicienta según Pommerat

¿Por qué los clásicos son clásicos y perduran en el tiempo? A esta pregunta responde Italo Calvino en un magnífico ensayo titulado ¿Por qué leer los clásicos? Allí enuncia una serie de motivos que razona, entre otros: dejar huella en las culturas que atraviesan y resultar nuevos, inesperados e inéditos cuando se revisitan y se «leen de verdad». Estas notas caracterizan a los cuentos populares, que siempre gustan, se recuerdan y sorprenden a los que los escuchan por vez primera. ¡Cuántos cuentos recogieron de la tradición oral Charles Perrault y los hermanos Grimm, los reelaboraron y siguen agradando a pequeños y grandes!

Las Navidades, las pasadas como otras anteriores, son muy dadas a la programación de teatro para niños, con títulos desconocidos unas veces, otras cocinados con urgencia para esos «bolos alimenticios» (expresión poco afortunada, aunque muy extendida, que habla del poco aprecio por el espectador del futuro) y con olvido de los títulos imperecederos de la tradición del cuento. Blancanieves, Caperucita roja, La Cenicienta… a muchos les parecen relatos llenos de polvo y no los consideran, sin embargo reúnen una serie de cualidades para plantear temas inesperados, insólitos e inéditos.

El perfil estilizado, concreto y sin sombras de cada personaje (maniqueo, ¡vale!), los contrastes a los que se someten, los peligros que acechan, la solución mágica de los mismos, los cambios radicales e inesperados, las sorpresas, la incitación a la fantasía, el nivel de expectativa, la tensión dramática sin caídas y un largo etcétera de cuestiones no dejan nunca de causar asombro, porque impactan con fuerza al lector o espectador, y mantienen la atención en continua vigilia. La plástica, el colorido, la sensibilidad de los relatos hacen el resto.

Si el corpus de cuentos es amplio y de éxito ¿necesitamos inventar? La respuesta es afirmativa, pero conociendo a fondo los mecanismos de funcionamiento del cuento tradicional. ¿Son tan conocidos, los tradicionales, que deban desecharse? No, pero se requiere de una actuación sobre el texto fuente, para quitarles el polvo depositado por los años: adaptarlos o, mejor, intervenirlos, y adecuarlos a los espectadores de hoy. Se necesita dejar a un lado el prejuicio de que en la era digital resultan casposos o imposibles para moldear la conciencia ciudadana del niño.

Joël Pommerat, uno de los más sobresalientes directores de teatro del siglo XXI, ha realizado tres incursiones en la literatura infantil (Chaperon rouge, Pinocchio y Le Cendrillon), títulos que continúan en repertorio, que sobrepasan la época navideña, recorren Europa y por los que nadie le tilda de carca. Le Cendrillon (La Cenicienta), por concretar en el espectáculo más reciente (2011), exhibido estas pasadas Navidades y con gira en el primer semestre de 2016, entusiasma a niños, jóvenes y adultos, porque conjuga la potencialidad dramática del cuento, sobre el que aplica sus métodos dramaturgísticos y escénicos, con un equipo estable de actores de primera línea.

Pommerat, como acostumbra lleva a los ensayos algunas ideas extraídas del cuento para que los intérpretes improvisen sobre ellas, activando su imaginario, y sobre estos trabajos escribe a pie de escenario una nueva historia, que se asienta y respeta las ideas fuertes del cuento original. En el texto reescrito se observan la estructura de base, aunque se alteren la secuenciación de escenas, elementos originales conservados aunque modificados mediante los trabajos de improvisación y dramaturgia, y la capacidad de afectar y suscitar recuerdos, fantasías y experiencias de los mayores. El punto de partida de esta Cenicienta se concreta en cómo la muerte de la madre no puede destrozar a la hija, pese a que el padre recorre idéntica trayectoria que la del cuento. Sobre la estructura alterada del cuento y con estilización de los personajes, Pommerat traza la historia iniciática de una joven chica que supera la muerte de la madre, la marginación del padre y la sujeción a tareas domésticas, hasta que vencidas las contrariedades encuentra el amor de un joven y extraño príncipe.

Sobre ese texto, dictado en el discurrir de los ensayos, y copiado por este dramaturgo, su otro yo, el de director de escena, juega con la magia habitual mediante un muy cuidado juego de luces que, en su proyección sobre los actores en el espació, produce imágenes poderosas, emotivas, con fuerte plasticidad, que impactan y hieren la sensibilidad del espectador: la del niño por su apertura al color, la forma y un mundo de ensoñación, y al adulto por la posibilidad de establecer analogías entre lo vislumbrado y retazos escondidos en los pliegues de su memoria. La sucesión de escenas con un montaje deudor del cine y la minuciosa interpretación de los actores consiguen crear una atmósfera de belleza e ilusionar al espectador que, acaso despistado, acudía al teatro para ver la historia del zapato, que se cuenta, pero de otra manera.

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