Zona de mutación

La corporación teatral

El territorio político-cultural específico del teatro se presenta siempre minado por innumerables contradicciones. Desde una perspectiva gremial, pedirle al sector que ostente unidad, es de antemano plausible como condición deseada que garantiza la capacidad de interlocución del Teatro y respeto al mismo por parte del Estado, de las empresas privadas, de los medios de comunicación y de la propia sociedad. Pero en el campo estrictamente creativo, que redunda en legitimaciones particulares, individuales, tales mieles gregarias no garantizan ni la calidad de las obras o la de las posiciones éticas que aquellas aparejan. Es más, el ‘espíritu de cuerpo’ tiene el poder (y la desgracia) de embozar bajo los brillos y las consignas colectivas, permitiendo fetichizar al teatro como una actividad válida en sí misma, lo que puede además, ser refrendado por una historia que la tiene como de las más antiguas. Esto que cualquier artista del rubro pueda encadenarse por mandato propio a la irreprochable cadena histórica, es lo que permite que cualquier tallerista o aspirante a ejercer las funciones de la magna actividad, se sienta sin complejos, un hermano, un par de Esquilo, de Sófocles o de Shakespeare. Esta extraña esfericidad, que cruza y reencuentra a cada rato al pionero con el diletante, al fundante con el aprendiz, no extraña a sus practicantes, toda vez que el arte solventa muchas de sus posiciones sociales en la virtualidad de lo que se dice hacer, aunque no se haga. Así como basta que alguien diga que es director teatral y haya un grupo de personas decididas a creerlo para que ya lo sea, nos hará entender en igual facticidad que basta proclamarse artista y tener devaneos típicos, asociables a los problemas contumaces padecidos por estos, que por mera presencia en el ‘teatro de apariencias’ (léase ‘ambiente artístico’), obtendrá el salvoconducto que lo habilita a tal pertenencia. Entonces es propio que el Teatro se viva a sí mismo en la petición de principio de serlo porque él lo dice, aunque su unidad acreditante sea un problema a fundamentar. Muchos de los debates que no se realizan en el teatro, difuminan en pro de hacerlo ‘parecer’ antes que ‘aparecer’. Sus aparecimientos pueden computarse por la singularidad (anónima o de autor acreditado), haciendo ver que lo que importa y vale es la capacidad de realización de la ‘obra’. Esta es la que queda, o aún en los tembladerales de lo efímero, lo que horada el tiempo a través de marcar y establecer identidad creadora, por encima del ‘blablismo’ y los discursos. Es la diferencia entre lo que se dice que se va a hacer y lo hecho. Aún en su anonimato, suponiendo que las trascendencias del buen artista no se miden por sus trascendencias públicas o por el brillo de los patronímicos (¿o quizá sí?). No es nada improbable que los envoltorios englobantes del ‘espíritu de cuerpo’ disimulen a no pocos (o muchos) mediocres, que absorbidos y masificados en la ‘causa común’, operen relevados de la singularidad esencial del hecho creativo. Si hubiera una campana que suena cada vez que un artista conecta a lo profundo de su arte, muchos integrantes del ‘círculo de amigos del arte’, adeudarían expresamente su cuota de tañidos de la misma forma que resalta cuando están debiendo la cuota sindical en su entidad gremial. Pero ocurre que este magno ‘territorio cultural’ que se adscribe a una destacada actividad artístico cultural como el teatro, se nutre de la virtualidad tanto social como individual. A estas alturas del partido, la historia confirma que en términos políticos culturales los daños sufridos por las sociedades no es cualitativamente más lamentable que el que se le ha infligido al Individuo, traducido éste a la figura del ‘hombre que crea’. Más parece haber quedado detrás del velo de la potencialidad: ‘hombre capaz de crear’. Pero que ejerza o en su defecto no, es lo que decide su actitud público-privada, socio-individual respecto a lo que pasa en el mundo y a lo que se espera de él. Un hombre que no practica ni ejerce sus capacidades, que no autogestiona mediante la mano de obra gratuita que su voluntad de hacerlo le provee, disculpado por la sutil alienación que poco a poco es menos proclive a ver, lo que lo convierte en un Bartleby que para poder estar donde está, cree que es lo que no es, y que puede hacer lo que en realidad no hace. El espíritu corporativo teatral se presta a la engañifa de sus virtualidades, de sus trampas contrafácticas, que no hacen más que prorrogar el parto indeclinable de los que no dejan para algún día lo que deben hacer hoy, y que sus reaseguros en las promesas del hacer tengan el condigno ajuste de cuentas en la obra efectivamente hecha.

¿Es el Teatro una piel calcárea que se exculpa, detrás de sus veleidades sistémicas, del destino de los creadores?

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