Críticas de espectáculos

La diosa del río Lou/Ópera de Pekín

Obra: La diosa del río Lou.

Intérpretes: Luo Changde, Huo Lianyng, Ye Shaolan, Zi Zhenhua, Dong Yuanyuan.
Músicos: Orquesta del Teatro Nacional de la Ópera Nacional de Pekín.
Dirección artística: Mei Baojiu.
Dirección general: Wang Yuzhen.
Dirección musical: Zhen Quiang.
Compañía: Teatro Nacional de la Ópera de Pekín.
Lugar: Santander. Sala Argenta – Palacio de Festivales.
Fecha: 12 de agosto de 2004.

A mediados del siglo IX, dicen, el emperador Hsüan Tsung, también conocido como Ming Huan, construyó un colegio llamado “El jardín de los perales” donde los jóvenes recibían instrucción como cantantes, músicos y bailarines. A partir de ese momento, lo que después sería la ópera china debió seguir su curso a lo largo de las diferentes dinastías. Surgieron nuevas escuelas y nuevas modalidades de ópera y fue a mediados del siglo XVIII, al parecer, cuando apareció lo que se conoce como Ópera de Pekín. Aún hoy a los cantantes de ópera se les llama “los niños del jardín de los perales”.
La Ópera de Pekín, en la actualidad, se nos aparece como un sencillo mosaico de artes cargado de simbolismo. Todo un conglomerado de convenciones que el tiempo ha destilado para hacer tradición y que todo lo abarcan, de lo gestual a lo sonoro y del color a la escenografía. Son códigos que recorren su propia memoria y que acaban conformando un cuadro armónicamente ficticio, es decir, real en su teatralidad. Lo observamos grotesco y deformado, desde la distancia que cristalizaría Brecht, donde se narra, se expone; la tragedia no se sufre, se canta.
Las acciones discurren, fluyen de otra manera, tal vez lenta, simplificaríamos, pero en su trayecto cada detalle trasciende más. Lo insignificante no es tal, de hecho, el espectáculo nace de una trama muy sencilla que describe una relación de amor, imposible como acostumbran, entre la mujer del futuro emperador y el hermano de éste. Una simple semilla que aquí, en occidente, difícilmente sabríamos ramificar.
En este recorrido, danza, interpretación y canto convergen sin fricciones en una unidad que corresponde al teatro. Es sabido que en oriente no distinguen el actor del bailarín, ni la danza del teatro, tampoco luchan por taxonomizar las artes y, sin embargo, lo teatral está precisamente enraizado, silenciosamente convenido.
Se trata de un teatro tejido con música. La orquesta, narrador instrumental, modula la escena en un toma y daca simbiótico con el actor. Una dialéctica sumergida que es el verdadero motor de la historia. Pero hay también una música que no se oye y que permanece invisible dentro del actor. Si diseccionamos una acción vemos una melodía que palpita. Existe, por lo tanto, a nivel pre-expresivo una relación entre las diferentes tensiones que el actor gobierna, una armonía que las une. Musicalidad y acción aparecen indivisibles en el actor, ambas van unidas aún antes de que la expresión pueda darse.
La música, decía Meyerhold, es el mejor organizador del tiempo en un espectáculo. Casi un siglo después seguimos mirando a oriente, a su memoria, y lo seguiremos haciendo mientras, empeñados en avanzar, continuemos olvidando la nuestra.

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