El factor indefinible

La libertad primitiva

Quisiera describir la realidad. ¿Cuántas veces un dramaturgo ha pronunciado esta frase? ¿Cuántas veces podemos esconderla? ¿Cuántas veces podemos escondernos de nosotros mismos? Verdaderamente nos pasamos huyendo de ella (o enfrentándonos a ella) toda la vida. ¿Por qué insistir? Ah, por Aristóteles. Ah, por las hordas de apasionados de un tipo de realidad (la más creíble) y de la política. El racionalismo nos dice que debemos probar las teorías en la realidad, pero ¿qué ocurre cuando no es posible del todo, cuando esa precisa apariencia se pierde? Pues que sobrevive en la no historia, en lo intangible, en la imaginación, en el sueño, en nuestra memoria trastornada, en los delirios o en algunos mundos virtuales.

Pero ¿cómo representar esa clase de realidad desde la imaginación conservando la esencia poética de las cosas? Muchos poetas tememos el momento de la literalidad, puesto que con ella lo más importante se desvanece. Aprender a responder ante ella, ante lo que cambia de ella, lo que casi era, lo que fue, lo que hace transformar y enriquecer el sentido de las cosas ha ocupado mi interés durante varias décadas. Digamos que me refiero a las claves que podemos encontrar en ese extraño y común sueño que llamamos vivencia perdida o imaginaria. Me parece más interesante debatir con ella que tratar de representarla. Porque ese debatir nos lleva al metateatro, a lo que quisiéramos que fuera, a la perspectiva, a los principios que nos mueven cuando creamos para la escena. Aquí la verosimilitud aristotélica saltaría por los aires. Probablemente, lo más interesante sea extraer de cualquier suceso (todo es relevante) un gesto, un gesto único, breve, conciso, una acción que represente una parte esencial del conocimiento; en definitiva, algo que nos sacuda por dentro. Y esas acciones llevan consigo cápsulas que amplían los horizontes. Por eso, son tan valiosas. Por eso, es tan valioso el arte de acción, por ejemplo.

“Realidades”, pues, hipótesis sobre cómo construir una personalidad, un mundo, un sueño. Escritura sin límites. Porque un asunto imprescindible es el de los límites que se imponen a los propios dramaturgos o, también, estos a sí mismos. Además, una antigua cuestión no resuelta es la confusión entre realidad y verdad o imaginación y mentira, esto es, conducir el concepto al extremo para dotarlo de un juicio de valor y, a partir de ahí, convertirlo todo en una cacería moral o en ejercicios de autocensura; en definitiva, aniquilar las ideas originales que frustran a la mayoría, porque no han conseguido entenderlas, y que impactan poderosamente en una sociedad. Para mí, la mayor belleza se encuentra en las ideas más originales y raras, en la posibilidad de hacer saltar todo (o casi todo) por los aires porque eso significa que la obra ha conseguido que el espectador se plantee su lugar en el mundo. Y ese es el sentido último del teatro desde los tiempos de las antiguas tragedias griegas: crear o recrear el pensamiento, cambiar la sociedad, transformar las convicciones que creíamos inamovibles (o, como mínimo, reconsiderarlas), decidir sobre nuestras vidas o sentir la llamada para tomar decisiones sobre ellas. 

El teatro ha sido y seguirá siendo una poderosa fuente de conocimiento, como el sueño, el arte, la ciencia, la filosofía, etc. Conocimiento artístico y, por lo tanto, libre. Esto significa que debemos proteger esa libertad porque estamos ante un espacio creado para debatir, sentir, pensar sobre las decisiones que soñamos, que percibimos, que añoramos o rechazamos. Todo tiene cabida aquí. Todo debe tener cabida aquí: el dolor, la angustia, el deseo, la felicidad, el amor, el delirio, la crueldad, la esperanza, la violencia, el olvido, etc.

Si censuramos, si los gestores culturales no programan por una cuestión de ideas, de ideologías, de detalles, de caprichos, de prejuicios, de enemistades, de linchamientos o de estilos, no conseguiremos aproximarnos a las múltiples visiones del conocimiento. ¿Acaso tendrán miedo de que unas ideas lleguen al gran público y otras no? Todo nos afecta y lo hace profundamente. Creo que, en muchos casos, los programadores de los teatros o de festivales en España no son conscientes del poder que tienen en sus manos. La mayoría de ellos son ángeles exterminadores de la historia del teatro. Muchos condicionan a los creadores y deciden sobre lo que debe o no debe verse, según las orientaciones que reciban de la politica, sea del signo que fuera. 

Vivimos tiempos apasionantes en diversos sentidos, pero los teatros públicos, semipúblicos y privados en España siguen sin reflejar el inmenso abanico de propuestas que hay. En estos momentos, si vamos a las carteleras tendremos mucho teatro familiar, histórico, comedias, mucha obra dirigida a defender los derechos humanos, los problemas sociales, etc. Además, todo está muy organizado, demasiado, para que el impacto sea muy controlado, pero difícilmente se podrán ver trabajos incómodos, complejos y libres que nos sorprendan o que nos destrocen por dentro, que nos abran puertas imposibles (o casi), que nos empujen a interrogarnos de verdad sobre lo que fluye sin cortapisas por nuestro subconsciente, por nuestra libertad primitiva, por nuestro ser más esencial. 

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