Zona de mutación

La libido del arte mortuorio

No son escasas las incomprensiones, las diatribas y detracciones alrededor de lo que, sin prerrogativas, se da en llamar teatro de arte. El penetrante filósofo Boris Groys sostiene que la verdadera presión cultural viene de los muertos. No se puede doblegar el afán, la fuerza deseante de figurar con una posición firme en el mismo firmamento de las otras estrellas, considerando que las mismas representan a muertos. El espectador es atravesado por la trascendencia de la obra, ya que para bien para mal, tal como dice Groys, se escribe no para un lector real, sino para un lector utópico. Claro que también está ese tipo de nihilismo que sostiene que el único público es el que está aquí y ahora, que todo lo demás no son sino virtualidades insondables. Y queda pensar en lo que rescata aquel artista, cuando transgrediendo prohibiciones, imprime en su memoria la esencia de una obra, para ser luego capaz de reconstruirla, no solo por el mérito de sus capacidades, sino también por la de la propia imborrabilidad de la obra que lo fascina. Podría interpretarse así la proeza de Mozart, en épocas de aura y de nula reproductibidad técnico-industrial de los productos culturales, cuando en la Capilla Sixtina, a sus catorce años, copió de memoria el Miserere de Gregorio Allegri, cuya difusión pública había sido vedada por el Vaticano, so pena de excomunión. Lo que es digno de tratar de esta necesaria reflexión gira respecto a la proeza en sí misma que consuma la copia, que iguala o supera a la obra original, porque es raro tomar como objeto de observación una copia ‘igual pero mejor’ a su fuente. En el espacio simbólico de Mozart lo que hacía no era sino un pequeño ‘milagro’, una redención.

Había otros casos como los de los “memorillas” o “poetas duendes”, quienes percudían vulgarizando esta propiedad, cuando durante la época del barroco, tenían a mal traer a los autores modelo. Aprendían durante la representación, apelando a la mayor cantidad de versos que su capacidad retentiva (no libre de leyendas) les permitía, para luego transcribirlos, compensando las dilatadas lagunas con inefable producción propia. Ni qué calificar de sus apuros a publicar dichos resultados, en un sesgo para nada diferente del que en la actualidad pone a los entusiastas a la búsqueda del gran texto, sobre el que se montará la obra de sus vidas, como si todo dependiera de la desiderata de obtenerlo. El tiempo no lo licúa todo. Así es que a tales postores tales engendros, que iban dejando por el camino lo que la investigación literaria iba catalogando en calidad de ‘versiones’ de una misma obra, con la elocuente y similar deformación que sufre una noticia a manos de ‘la ley del rumor’, tanto como cualquier tema cuando es alterado por el ronroneo de la oralidad o el simple efecto de la tergiversación y la mala fe.

Lo indigno de esta base delictual, no hacía impensable la posibilidad de una reescritura infinita, donde la vulgarización del ‘poeta duende’ puede actualmente ser visto, en la ‘remake’ constante de los grandes textos, como la ritualización, la sacralización de un mandato de los muertos ilustres, del que cada repositor no puede menos de sentirse intermediario, depositario del maná que sólo es esperable del cielo de los artistas.

Es muy sugerente aquel artículo de Freud, “Notas sobre la pizarra mágica” (Wunderblock), donde analizaba el sentido que asumía el hecho de que la superficie de dicho objeto, con solo levantar la película cobertora, borrara todo rastro allí escrito, brindando el espacio para nuevas escrituras. La relación pretende ser válida si asocia a la propia escena como una superficie inagotable (mágica) en tal sentido, que nutre el bagaje que desde el fondo de los tiempos, alimenta las infatigables holladuras allí estampadas, en el milenario devenir, por los creadores teatrales.

El teatro como depositario de tales re-escrituras, sume en un pseudo olvido todo lo que la tradición cultural nos permite saber de él en un momento dado, para re-descubrir en una nueva obra, en una nueva puesta, lo que presuntamente ignorábamos. De allí que los pasos del teatro no puedan desdecirse de una sensación de ‘déjà vu’ en donde el nuevo estímulo se encuentra con que el ardid de ese pseudo-olvido es una actividad superflua, si es que hay que olvidar para re-escribir lo que ya sabíamos de antemano. El proceso de cultura queda sujeto a un pistoneo de mismidad, a un extravío de sentido, si es que el despliegue del funcionamiento de la estructura no se justifica en la eficacia de sus resultados.

Bajo esta óptica reproductiva, cada hacedor es un impostor, como “Pierre Menard, autor del Quijote”, de cuyo indescriptible acto, queda la perversa ironía y el placer en sí mismo de la copia. Para qué agregar que ninguna obra es necesaria sino apenas contingente. En este percutir del mismo parche, lo que se da por incorporado es ese olvido (en tanto nada es tan importante), con lo que al final lo que se copia y se celebra ritualmente con la pertinaz repetición, resulta ser ese olvido mismo. Así, no es raro dar con “la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito”[i]. Aún considerando que lo que se acepta olvidar pertenecía a las bondades de lo espontáneo (la obra original), cada reciclaje reconstruye la novedad cuyo reverso es el placer opuesto. Es lo que deposita al teatro, aún como arte milenaria, en su hora banalizada. El arte en su conjunto no es otra cosa que el metalenguaje de la banalidad (Baudrillard). Y la espectacularización del ritual repeticional, bien puede ser para tapar que allí no hay nada. El espíritu de copia evita tratarlo como arte mortuorio, por lo que la ceremonia adscribiría a una intención redencional, facilitada porque sobre la ausencia sería creíble el ritual de su presencia. Pero no es menos cierto, que en ese ritual presente, la obra se desglosa frente a un público básicamente muerto, según interpreta Groys. De esta manera, fingir la normalidad de su existencia, haciendo que lo bueno o malo que se adjudica a ciertas obras puntuales, no son otra cosa que el acierto (o no) del ritual resucitador, supeditado al mágico poder de sus chamanes.



[i] “Pierre Menard, autor del Quijote”, Jorge Luis Borges.

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