Y no es coña

La mentira verdadera

Declaro mi estado de perplejidad. Sin pretenderlo me veo inmerso en un laberinto que tiene algunos puntos de ciénaga, o de aguas movedizas, por lo que hay que atravesarlas con mucho cuidado, a ser posible despegando las alas para sobrevolarlas. A ratos digo que se trata de un problema sicológico, otras que es sociológico, pero quisiera colocarme en un mirador con vistas al páramo donde se intenta distinguir lo que es el realismo en el arte. Quizás sobre la credulidad. O la credibilidad. O qué punto de la relación entre lo que se plasma en un escenario o en una película, tiene que ser admitido por los públicos como algo que contiene un absoluto, es decir, que desgaja de lo que se presencia toda capacidad artística e identifica a los personajes con las personas, a las situaciones con las realidades que refleja.

Mi perplejidad viene dada por tres circunstancias que enumero sin orden de prioridad: la obra “Samurai”  vista en la Sala Tarambana de Carabanchel , una suerte de performance titulada “Tenemos que hablar de Castellucci” vista en Nave 73, y un enfrentamiento abierto entre la Sala Beckett de Barcelona y el Real Club Deportivo Español, también de Barcelona sobre un personaje de una obra que se ofrece en esa sala.

Empiezo por esto último porque me parece un asunto complejo que se quiere resolver con ciertos dogmatismos. Yo me entero por un comunicado de la Sala Becket que responde a otro comunicado de la dirección del equipo de fútbol RCD Español, que acusa a la sala, a la obra, a los intérpretes de señalar al club de fútbol. ¿El motivo? En la obra aparece un personaje que se identifica como jugador de fútbol de ese equipo, con nombre ficticio, al que sea cusa de abuso sexual. Un matiz importante se trata de una obra inglesa, traducida, cuyo personaje corresponde a un jugador de un equipo de segunda división en sus ligas y que la traducción, para indicar a un equipo de segunda en Barcelona, pone al Español. El conflicto a mi entender es que desde el club de fútbol incurren en un asunto de identificación de una ficción como una acusación directa. Prescinden del valor cultural y artístico de una obra de teatro

Secundariamente creo que la reacción de la Sala Beckett ha sido desmesurada Soy socio del Barça desde hace sesenta años, el otro equipo es una suerte de monstruo cargado de connotaciones políticas, pero pienso que se deberían tratar este asunto con mucha más distancia, sin fanatismos, colocarse en lo artístico, en la ficción, en la capacidad del arte para crear unos mundos ficticios que ayuden a una comprensión de casos y circunstancias, que no debe ser tomada la ficción como algo que sucede en un juzgado. Es un tema que tiene muchas más aristas, requiere estudiar las casuísticas y más ahora en donde la IA va tomando peso y va a crear situaciones todavía más complejas entre realidad, verdad, ficción, arte y demagogia.

Sucedió algo curioso en la Sala Tarambana del barrio madrileño de Carabanchel, donde se presentaba “Samurai”, con dramaturgia y dirección de Ferrán Joanmiquel Pla e interpretación de Javier Lázaro que, resumiendo mucho, trata de un caso de profesor interino de instituto con un alumno conflictivo que acaba suicidándose y ello lleva a pensar en lo que sucede en muchos institutos, y en este caso, se incorporar la propia biografía del personaje, maltratado por su padre. Y no sigo explicando nada más, sino las circunstancias. Al terminar la función se abrió un debate. Y ahí entré en un mundo de contradicciones. La primera en intervenir fue una sicóloga, que explicó de manera maravillosa su rol en el montaje que fue asesorar al actor para dar vida a su personaje. Me pareció que la producción había utilizado un rigor metodológico, pero a la vez, ¿es necesario estos apoyos profesionales para afrontar personajes? ¿Pedirían esa asesoría para interpretar a Hamlet o a Segismundo? Es un camino muy delicado, con muchos ramales. Pero junto a esta cuestión, la intervención de los espectadores presentes, tomaban la parte por el todo y en vez de entender que se trataba de un personaje de una ficción, metido en una estructura dramatúrgica concreta, entendían que se referían en modo de crítica a la Educación y en concreto a los profesionales de la educación secundaria. Esto me llevó a aumentar mis contradicciones, a meterme en las dudas ya que cada espectador o espectadora interpreta cada obra según sus conocimientos, capacidades, disposición y circunstancias.

Pero la pregunta sigue ahí, ¿por qué se interpreta una obra claramente de ficción, con sus discursos cruzados, como algo monolítico y acabado? Podría entender ciertas tendencias a confundir la realidad por las manipulaciones informativas que sufrimos, pero me sitúo en algo inherente al arte de actuar que es crear una auténtica mentira que tenga toda su capacidad de ser verdad escénica. Quizás ahí resida un punto para entender estas disfunciones.

El tercer momento en donde me sentí desplazado, fuera de cualquier ámbito de entrar en el juego es la obra “Hay que hablar de Castellucci”, que firma la autoría y dirección Majo Pazos, donde el planteamiento es hacer una parodia jocosa del teatro contemporáneo, porque asistimos a un supuesto ensayo en donde tres actores siguen las instrucciones grabadas de un director ausente y están haciendo una versión moderna de “La Gaviota” de Chéjov. El planteamiento es bueno. Lo que a mi entender falla es toda la estrategia dramatúrgica, las formas, las referencias, las connotaciones y el estilo interpretativo y que a mí me dejó un mal gusto. Empezar la obra tratando de biblia al libro “El Teatro Posdramático” del alemán Hans-Thies Lehmann y usando citas concretas, leídas del propio libro, descontextualizadas, se convierte, a mi entender, en una trampa. Si algo tiene ese libro es que estamos ante una narración, un relato, un compendio de espectáculos vistos en la segunda mitad del siglo pasado, a los que el autor encuentra similitudes, pero no hay nada propositivo. Por lo tanto, poco puede servir de referencia creativa. Además, se ponen citas aleatorias de Romeo Castellucci, que, a mi entender, banalizan el teatro de este gran creador italiano con el que mantengo más de una discrepancia formal, estética y política, sobre todo en sus últimas producciones, pero me parece que ha aportado mucho al nuevo teatro de este siglo y sus producciones siguen siendo importantes en todos los conceptos. Les recomendaría, si no lo conocen todavía, este libro.

Para resumir, me levanté del asiento al finalizar la obra y me retumbaba en la cabeza una idea antigua: No usarás el nombre de Lehmann o Castelucci en vano.

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