El factor indefinible

La reputación del fuego

Mientras el año 2021 toca a su fin y el 2022 comienza a despertar, la pandemia del COVID-19 y sus variantes continúan campando a sus anchas, sigue habiendo víctimas y permanece en otro nivel la “ceremonia de la confusión”. Parece que todo va transformándose para mantenerse más o menos igual. Las cifras son diferentes con respecto al año pasado, por supuesto, pero el peligro sigue acechando. Pretendemos quitarle algo de importancia –los síntomas leves– al hartazgo común que nos afecta o a la frustración, pero sabemos que hemos perdido libertad y el miedo ha vuelto a ganar terreno a la confianza. 

A lo largo de la última década, el mundo que conocíamos se ha ido transformando poco a poco hacia la recuperación de una sensibilidad pasada que creíamos dormida, al mismo tiempo que nos enfrentamos a nuevas realidades que hay que aprender a manejar. Estamos ante un nuevo ciclo que, en cierta medida, nos aproxima a diversas épocas del siglo XX, pero, también, vamos entrando de lleno en una era en la que, todavía, no podemos predecir lo que nos tiene reservado. Hemos vivido una década hiperpolitizada que me recuerda en muchos aspectos a la de los años treinta de la pasada centuria en Europa, donde cada partido político, de repente, quería cambiar el mundo a su manera, de una forma radical, y si no te considerabas un “ser político” no pintabas mucho en sociedad. Asimismo, hemos sufrido una profunda crisis económica y social de la que aún no nos hemos recuperado, y los países occidentales han luchado en una especie de tercera guerra mundial contra los terroristas extremistas del mal llamado “estado islámico”. Luego, hemos llegado al colofón de la pandemia y, con ello, a un replanteamiento todavía más profundo de la forma de vida que llevábamos en todos sus aspectos, también motivado por una mayor conciencia del llamado “cambio climático”. Hemos vivido una catarsis histórica, una pandemia mundial que lo detuvo todo (o casi), un desesperado movimiento migratorio pocas veces visto antes y, en los últimos tiempos, en Canarias, la erupción de un volcán –el mejor estudiado de la historia de la humanidad– que ha arrasado con una parte de la isla de La Palma (de sus recuerdos, del ánimo de la población y de su economía). Todo ello ha contribuido a despertar de nuevo una profunda conciencia de la fragilidad humana frente a todo (en ocasiones, insoportable), que nos conduce a tópicos eternos como “vanitas vanitatum” o “memento mori”. 

Nos hemos dejado llevar y aquí estamos, combatiendo las “fake news” o las diversas formas de la posverdad, discutiéndolo todo, sentando cátedra en cosas que nunca hemos estudiado en profundidad, generando contenidos de toda índole en internet, pero, también, anulando, censurando, temiendo al otro. Al mismo tiempo, el llamado ahora “activismo en algo”, el compromiso activo, lo que se ha llamado tradicionalmente como “ser un intelectual”, donde teoría y práctica se unen, lo “coherente”, se ha convertido, en muchos casos, en un artículo de compraventa. De hecho, hoy vale más una buena reputación que el más importante descubrimiento artístico o científico. Esto lo hemos copiado, en democracia, de Estados Unidos. No ha sido difícil porque la sociedad española siempre ha sido muy conservadora y envidiosa. ¿Cuántas veces hemos visto películas norteamericanas donde la reputación, el ser popular, triunfador o perdedor eran categorías decisivas para ser juzgado socialmente, para bien o para mal? En realidad, es una nueva versión, algo modificada y actualizada, de lo que se vivía en los pueblos españoles hace más de cincuenta años. No hemos evolucionado gran cosa en este sentido. Las redes sociales llegaron, conquistaron casi todo y se han hecho con una parte importante de los deseos, las esperanzas, las necesidades psicológicas de una época. Se han ido convirtiendo en uno de los principales espacios de comunicación. Estamos cada vez más solos “físicamente”, pero más acompañados “virtualmente”.

En este gran tsunami, al que hay que añadir la creación de nuevas monedas virtuales y el principio de una era de viajes espaciales (donde sean más habituales), donde las grandes empresas se están haciendo, poco a poco, con este mercado (todos los países quieren poner en órbita un satélite y mucha gente desea dar un paseo por el espacio exterior cuando sea más asequible económicamente), pues también nos encontramos con otra clase de mundo, el “metaverso” se llama de momento, es muy probable que en el futuro se pueda denominar de otra manera. Unas posibilidades que tampoco son nuevas, ya existían en determinados videojuegos. Así que nos vamos encontrando, por tanto, ante realidades paralelas, maneras de reconsiderar lo que no nos gusta de este mundo (también lo que nos gusta, claro), y todo ello está ampliando lo que pensamos, lo que sentimos, cómo nos vemos, cómo nos ven. Podremos (o podemos) ser lo que deseemos, la identidad de nacimiento ya no será un problema para identificarnos con un tipo de alguien. De hecho, se están dando en España y en algunos países enormes pasos en este sentido. La revolución de las identidades. 

Sí. Estamos ganando en libertad, pero, al mismo tiempo, la vamos perdiendo al ceder nuestros datos más íntimos a las principales corporaciones, las que verdaderamente gobiernan el mundo. Con la entrega voluntaria de altas cotas de nuestra privacidad a internet cada vez que abrimos cualquier dispositivo, estamos diseñando nuestras nuevas vidas, condicionadas, en gran medida, por los algoritmos y por la reputación. La radicalización política de esta última década ha culminado en una doble valoración de lo bueno y de lo malo, es más, en ser buenos o malos en sociedad; lo que es lo mismo, en ser útiles o no para la nueva sociedad que se está creando. Bajo el impulso de la necesidad de síntesis a la hora de escribir una creación de signo artístico en las redes sociales, por los límites de los caracteres, se ha pasado, por natural mímesis y evolución, al radical e ingenioso juicio de valor sobre el otro. Esto ha tenido tanto éxito porque lo que, en realidad, más une a una sociedad desde los primitivos asentamientos humanos es, precisamente, el cotilleo, el chisme, criticar al otro con crueldad por ser diferente, creerse un grupo de personas superiores a otras, pasar por alto nuestra capacidad de empatía, o, como mínimo, relativizarla o disminuirla.

Estamos consiguiendo grandes avances, en España y en algunos lugares del mundo, en libertades o en sensibilidad (por ejemplo, en conciencia igualitaria, en cuestiones identitarias individuales y colectivas, en conciencia medioambiental, en la creación o en el fomento de otras realidades…), y seguro que este inmenso esfuerzo colectivo dará mejores y más precisos frutos en el futuro. Por otra parte, como digo, las grandes corporaciones nos están haciendo pagar un costoso precio por nuestra privacidad. Además, ha renacido un excesivo conservadurismo que afecta a todos los aspectos de la vida, propiciado por la necesidad de crear una reputación positiva y, con ello, la autolimitación, el fomento de los prejuicios o de diversos tipos de censura al libre progreso individual. Y esta última parte me preocupa incluso más que la pérdida de la privacidad, porque uno de los principales enemigos de la imaginación, de la creación artística, del tipo que sea, ha sido siempre, a lo largo de la historia, la reputación. Esta limita, convierte al creador en esclavo de una sociedad, lo encorseta, autodestruye la libertad artística, todas las posibilidades se empequeñecen. Desde luego, esta situación funcionaría bien en aquellos creadores que no deseen ir más allá de los horizontes planificados, es decir, a la mayoría. 

Por ello, temo que, por la actual tendencia renovada a construir una reputación, nos quedemos estancados por el miedo a lo que piense el otro y que nuestras visiones se reduzcan. También temo que, por ello, no aparezcan creadores que sepan romper con las reglas y puedan generar artefactos que nos lleven a espacios controvertidos, que analicen las realidades desde todos los puntos de vista posibles (fuera de los discursos oficiales, oficialistas y oficiosos), que hagan cuestionar lo que somos o lo que seremos, que hablen de las fisuras, de los problemas y que pongan a los espectadores contra las cuerdas. 

El teatro, mucho más que el cine, por su poder de inmediatez, debe dar salida a las inquietudes sociales, imaginativas de un país; en caso contrario, habrá fallado o, lo que es peor, lo habremos matado. El teatro del mundo de lo nuevo siempre ha contenido ese espíritu transgresor, al mismo tiempo universal, por eso las fuerzas más conservadoras de la historia lo han temido, lo tratan de humillar o censurar. Debemos recuperar la idea que estamos perdiendo de que cuando un creador da alas a su imaginación crítica toda la sociedad gana y crece en libertad. Si el teatro nos representa más que “cualquier” tipo de política de “cualquier” tiempo, será este espacio el que nos enseñe a recuperar el pensamiento libre, en un mundo en el que la filosofía en la educación incomprensiblemente casi ha perdido su lugar y donde la necesidad de aprender de los errores cometidos en la historia es ya algo utópico. Porque el teatro es un espacio seguro para el pensamiento y la acción, “para ser” o “tratar de ser”, en realidad, todos a un tiempo, a través de su diversidad, de su mezcla, de su individualidad o de su colectividad, y porque posee esa facultad de despojamiento, de confesión, de profundo erotismo, nos lleva al conocimiento más íntimo y libre. No temamos a ese fuego. 

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