Mirada de Zebra

Lo imprevisible como certeza

Cuando estudiaba la estructura microscópica del átomo, el físico alemán Werner Heisenberg quiso determinar en qué posición exacta se encontraba un electrón en un momento dado. Tras múltiples intentos se dio cuenta de que la tarea era imposible: para observar la posición de un electrón era necesario iluminarlo y sucedía que las partículas de la luz, los fotones, al ser de un tamaño similar al electrón, movían el propio electrón, por lo que siempre modificaban su posición. La luz, imprescindible para observar cualquier elemento, impedía al mismo tiempo ver con precisión. A partir de esta enrocada situación, Heisenberg comenzó a hablar del “principio de incertidumbre”.

Llevado más allá del marco de la física, el “principio de incertidumbre” funciona como una sugerente paradoja: aquello que nos permite ver puede también impedir la visión. Brecht, sin saber mucho de física, reflejaba esta contradicción en su pequeña obra Horacios y Curiacios. En medio de una batalla, un soldado aprovecha la luz del sol que se proyecta sobre un enemigo para atacarle y asestarle un golpe con su lanza. Tiempo después, sin embargo, con el avanzar del sol por el cielo, los rayos inciden directamente sobre el soldado quien, al salir de su trinchera, queda cegado por la luz. El enemigo aprovecha esta ceguera transitoria del soldado para matarle. Antes de morir el soldado balbucea sus últimas palabras: «Olvidé que el sol no sólo ilumina, sino que también ciega».

Cuando se crea o dirige, una de las luces que arrojamos para intentar ver cómo debe ser una escena es la planificación previa: los esbozos y apuntes que plasmamos en un papel o las imágenes que proyectamos en nuestra imaginación. Es una manera de tratar de despejar la niebla de la incertidumbre antes de un ensayo: dar luz a lo que uno visualiza como una especie de invocación para que eso mismo suceda sobre el escenario. Pero esa luz previa puede opacar la mirada de después, tal y como le pasaba a Heisenberg o al soldado de Brecht. Prever en exceso impide ver llegado el momento. O, dicho de otra manera: ver demasiado a priori sólo nos permite ver lo que prevemos. Y en el terreno de lo que prevemos abundan los automatismos que funcionan por inercia más que por inspiración, las ideas intelectuales que pueden tener muchas justificaciones pero pocas alas, las fórmulas que colman el raciocinio pero que aplacan la efervescencia creativa. Trabajar sólo lo que se ha previsto es la antesala de lo previsible, es cerrar la puerta para que aparezca lo sorprendente durante los ensayos, aquello que avivará la atención de quien venga a ver la función.

Cuenta Peter Brook un momento crucial en su carrera como director cuando se enfrentaba a su primer gran montaje, Trabajos de amor perdido de Shakespeare. Antes del primer encuentro con el elenco, Brook planeó minuciosamente todos los movimientos escénicos con la ayuda de una maqueta. Sin embargo, el día del ensayo nada de lo proyectado funcionó: los actores y actrices no podían replicar en escena lo que sus equivalentes de cartón hacían en miniatura. En su lugar, durante ese intento fallido por reproducir el plan de Brook, el elenco se comportó de forma viva, con una riqueza de energía y ritmos inusitada. La improvisación ante la imposibilidad de cumplir la idea planteada era mucho más interesante que la idea misma. Desde entonces el director no volvió a trazar ningún plan de antemano e iba al primer ensayo sin saber exactamente qué iba a hacer. Paradójicamente, no sabiendo qué hacer sabía perfectamente lo que hacía.

Una planificación es el bosquejo de un futuro que ya no existe cuando llega el presente de un ensayo. Por lo tanto, diluir la atención sobre ideaciones previas para concentrarla en lo que sucede cuando ensayamos ayuda a sincronizar la realidad creativa con el tiempo que se habita: es rechazar la utopía de pedirle al presente que replique un pasado que sólo estaba en nuestras cabezas; es asumir que la espontaneidad del momento puede encender la chispa que no produce ninguna elaborada reflexión sobre el fuego. Las preguntas esenciales que animaban el borrador de ideas se reformulan entonces con el pulso del aquí y ahora: ¿Qué nos dicen las palabras del texto aquí y ahora? ¿Qué nos dicen el cuerpo y la voz del elenco aquí y ahora? ¿Qué nos dicen los objetos y la arquitectura que dan dimensión al espacio escénico aquí y ahora? ¿Qué nos dicen los sonidos, las melodías y la música aquí y ahora?

Decir que estos constituyentes de la escena hablan como si tuvieran voz propia parece un recurso literario y, sin embargo, quiere expresar con precisión la realidad de un ensayo: a diferencia de lo que sucede sobre el papel donde delineamos estrategias y las ideas se someten a nuestros deseos, sobre la escena -si se amplifica la escucha- las palabras, los cuerpos, las voces, el espacio escénico y sonoro operan al margen de nuestra voluntad.

Este hecho aparentemente alucinatorio, donde los elementos creativos se emancipan de quien los creó, describe un procedimiento natural en literatura: llegado un momento son los personajes quienes escriben el relato más que el autor. Eso fue exactamente lo que le sucedió a Pirandello cuando escribió “Seis personajes en busca de autor”. Después de haber desconcertado a público y crítica en su estreno de 1921, donde parte del patio de butacas acabó gritando «¡Manicomio! ¡manicomio! ¡manicomio!», Pirandello quiso aclarar los entresijos y la intención de la obra en el prefacio a la obra editada. Sin embargo, uno no encuentra ahí ninguna sesuda técnica literaria, más bien la confesión de que lo que en la obra acontece es lo que al dramaturgo italiano le había sucedido: de su imaginación brotaron unos personajes que se plantaron delante suyo, «tan vivos como para tocarlos», reclamando una obra donde vivir. Pirandello convirtió en obra ese proceso creativo donde los personajes se liberan de su autor para interpelarle, ofreciendo a los personajes un lugar a habitar y al público un espectáculo a disfrutar.

Si sobre el papel los personajes pueden cobrar vida hasta el punto de ser ellos quienes acaban marcando sus destinos, es fácil intuir que sobre la escena además de los personajes también pueden hacerlo el resto de los elementos significantes que la anidan. El ensayo es el proceso a través del cual se crea un espacio abierto para que objetos, sonidos, músicas, espacios, cuerpos, palabras o voces puedan expresarse y relacionarse de forma imprevisible al margen nuestras ideas preconcebidas. Un lugar donde imaginación y realidad se confunden y donde jugamos con la certeza de que el mundo que se desvela ante nosotros es tan real como nunca lo pudimos experimentar: una fantasía que nos asedia eclosionando la realidad, como si los tonos de un cuadro saltasen del lienzo para bañarnos en color.

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